relato por
Leo Francisco Zendal

A

pesar del dolor, me incorporé. Todavía respiraba, aún latía. No podía distinguir bien; probablemente me hallaba a las afueras de la ciudad. Todo en derredor era seco e inhóspito, la luz natural brillaba blanca, fuerte, y el aire se sentía raro, sofocante; más bien creo que me sentía débil o doblemente pesado. No podía pensar mucho, sólo me punzaba el dolor en las piernas, costillas, brazos y, mucho más, en el cráneo, donde al parecer tenía costras y pequeños coágulos de sangre.

Eché a andar como pude. Cuánto tiempo había pasado desde que perdiera la conciencia, era improbable saberlo. ¿Qué me había sucedido? ¿Por qué me hallaba…? Al fin logré recordar algo. He resucitado, pensé. ¡Malditos!, grité dentro de mí. Miré a todos los lados y no encontré ni el menor rastro de los tipos. Mi Corolla del año tampoco estaba. A la vista, sólo destacaban los cerros pelados, el cielo abierto y las llamaradas del calor a lo lejos.

Ya no había más vuelta que dar. Estaba perdido, pero había sobrevivido. Caminé un poco más tratando de ubicarme. Casi me arrastraba, cuando me di cuenta de que mi cuerpo adolorido estaba transpirando. Proseguí, sin importarme adónde me llevaran los pies.

Al cabo de una media hora, mi triste y desafortunada figura desapareció tras una colina de tierra arenosa. La suave pendiente era larga y descendía hacia una rambla de tierra pedregosa y seca. Sin saber siquiera de dónde procedían mis fuerzas, a pesar de mi estado, continué poniendo un pie adelante y luego otro y otro, así durante otra media hora o más. De improviso un dolor agudo estalló en mi cerebro. Sentí mareos, trastabillé, cerré los ojos, me apoyé en las rodillas, parpadeé. El sol ardía, laceraba lo que quedaba de mí. Todo era sedyfuego, fuegoysed. Afortunadamente el dolor vino y se fue. Después de un breve respiro, me sobrepuse y seguí adelante.

Lejos ya de aquel lugar, mi corazón rebosó de esperanza al divisar una serie de torres de alta tensión cuyos largos cableados se perdían tierra adentro a través de los cerros pardos y resecos. Me sentí ligeramente animado. Sin huellas a la vista, avancé en dirección recta, cruce un torrente seco, ascendí una leve pendiente y, del otro lado, descubrí, para gran sorpresa, promontorios de basura y desechos que fermentaban al sol. Gracias, Dios, me dije, cerrando los ojos. Toda mi agitación interna se calmó un instante. Después de todo, no andaba perdido; me estaba aproximando al mundo.

Naturalmente, el olor era ahora distinto, casi insoportable. Plásticos, maderas, trapos, comidas, animales muertos, trozos de concreto, ladrillos; vaharadas en putrefacción y pequeñas columnas de humo por doquier; una isla de podredumbre.

Al pie de uno de aquellos promontorios, un poco más adelante, de repente divisé la insólita forma de un hombre derrengado. Su imagen llameaba por las olas del calor como una visión alucinatoria. Avancé hacia él, todavía a paso de pájaro bobo, adherida la ropa a la piel, irritado el rostro y los pies, seca la boca y las paredes de la garganta, medio resollando por la incandescencia y el aire muerto del mediodía en el descampado. No había visto a nadie durante horas, de manera que algo me empujaba hacia él, quizá un impulso de salvación o simplemente el hecho de ya no sentirme someramente desorientado; no podía determinarlo. Conforme me aproximaba, la figura parecía menearse más sobre un fondo de arena y desechos. A poco se hizo ya posible apreciar al hombre en actitud de…, pero, al parecer, le resultaba difícil acuclillarse. Cuando se dio cuenta, nada más verme, recogió a toda prisa el pantalón enrollado entre las piernas, se volvió y empezó a hurgar en la inmundicia. No obstante, aunque me hallaba todavía a unos buenos metros de él, percibí una sensación de vergüenza; me detuve y eché los ojos en otra dirección.

—¡Amigo! —lancé la voz, recobrando la serenidad—. ¡Podría decirme en qué lugar estamos!

Él se mantuvo dándome la espalda e imperturbable. Probablemente se sentía humillado. Sin querer advertí, con una visión medio borrosa, medio hipotética, que los pabellones de sus oídos estaban enrojecidos. Además, mi llamado debió de parecerle como un grito flaco, ahogado, pensé. Entonces desistí de un segundo intento. Podía tratarse de un individuo subnormal, sería mejor ignorarlo.

—¡Heeey! —escuché un aullido, cuando ya había decidido marcharme.

No tenía duda de que era aquel hombre, aunque su respuesta me hizo pensar en un rugido primitivo. Se había vuelto y parecía atisbar mis movimientos. No tenía idea de cómo me veía a sus ojos; mi aspecto sería, con seguridad, la de un vagabundo o un orate sin rumbo, lo que a primera vista podría decirse lo mismo de él. No obstante, su singular llamada despertó mis sentidos, me empujó a volver unos metros hacia él, tal vez pueda decirme hacia dónde ir, me consolé.

—¡Acaban de asaltarme, amigo! —prorrumpí, esforzándome para dar una entonación amable—. ¡Se han llevado mi carro, me han golpeado y me han abandonado por estos lares!

Él continuaba observándome y, a la vez, bajaba los ojos, dos o tres veces seguidas.

Era un enjuto hombre viejo que llevaba una camisa mugrienta, desteñida por el sol, y un vetusto gorro color caqui cuya visera de plástico estaba partida por la mitad y bajo el que llameaban espesos cabellos grasientos, llenos de caspa. Apenas si tenía asomos de barba rala y canosa. Se notaba que toda la piel de su rostro y brazos estaba tostada por el sol y el frío. El pantalón, un jean bastante holgado, de irreconocible color, tenía una pretina blanca a modo de cinturón y llevaba la bragueta abierta. Sus zapatillas estaban destartaladas, como dos botes después de un naufragio.

—¿Me podría decir por dónde salir? —insistí, ya impaciente.

Él se mantuvo como alguien que no parpadea, absorto, callado.

Enseguida comprendí que estaba matando el tiempo. Aquel hombre me estaba dando lata y nunca abriría la boca. Me alejé lo más rápido que pude.

Sin volver la mirada, tomé un atajo y me encaminé hacia las canteras.

Algo más allá, mientras trajinaba, di con una mujer metida en un cerro de basura: concentrada, rodeada de enjambres de moscas, nadaba en la insoportable vaharada de hediondez, al tiempo que recogía algo de entre los desechos y los introducía en un saco negro. En el acto comprendí a qué se dedicaban estas personas. El inmenso páramo, seco y desolado, servía como banco para los detritus de la ciudad, aunque no había indicios, carreteras, huellas u otros caminos, que señalaran la proximidad de ese mundo urbano. Todavía alcancé a ver, casi sin querer, el cadáver boca arriba de un perro alano cuyas piernas desolladas pululaban en gusanos y más moscas. Ni en mis pesadillas más absurdas había estado en un lugar parecido, un paraíso en descomposición.

Me sentí, a pesar de mi calvario, completamente ajeno a esa tierra, como si hubiese usurpado la propiedad de vida de unos seres sin esperanza.

Apresuré el paso. Ahora mi cuerpo flotaba o algo parecido; más bien, tenía la sensación de estar avanzando como un zombi, husmeando algo pero sin rumbo.

Ya lejos de esa suerte de incertidumbre escoriana, avisté un caminillo trazado por pies de hombres. Tomé esa ruta, descendí a través de la ladera de una suave colina y salí hacia una serie de plataformas escalonadas de tierra apisonada. El panorama, soleado y árido, no cambiaba; parecía interminable. Un mundo apocalíptico, farfullé. Andando ahora sin más, en medio de uno de aquellos terraplenes, sorprendí a una pequeña hueste de niños desarrapados. Alineados en dos líneas paralelas, aparentemente, jugaban al adiestramiento militar. El tiempo, la sed, la desazón, no me dio ocasión para saber cuántos eran, si acaso diez o quince. Sólo, en un rápido atisbo, pude apreciar que al frente, como la autoridad en jefe, estaba una niña de trenzas y gabán, algo más alta y, por consiguiente, supuse yo, mayor que los demás. Bajé hacia ellos, con el pensamiento de que los niños no mienten, para encontrar al fin mi camino. Volví a tener esos ánimos de la vida misma cuando se lucha denodadamente y sin aparente sentido.

Pero he aquí que, ni bien me tuvieron en su campo visual, apostado y mirándoles desde un bancal de tierra elevada, rompieron filas y, pasmosamente, saltaron hacia mí, empuñando piedras y alaridos de hostilidad.

—¡A él! —gritaba la niña de las trenzas— ¡a él!

Ni siquiera pude abrir la boca; bufaban y saltaban como hienas aleonadas. De repente, tuve que saltar también y correr por mi vida.

No podía creer que todavía guardara fuerzas de reacción, así que rompí en cualquier dirección, creo que resbalé unas veces y enseguida me paré, lleno de pavor, oyendo cada vez más cerca sus pasos y chillidos. No obstante, ellos eran los amos de aquel terreno yermo; no entendía cómo, pero un guijarro, como salido de la nada, rozó mi cráneo como un súbito zumbido de abejorro. Me volví, para ver quién, de dónde, y, en menos de un segundo, una roca se estrelló en mí, me abrió el parietal, fría y salvajemente. La sangre estalló, me nubló, caí, ¡M…!, balbuceé, y esperé la llegada del dolor. La jauría no sólo intentaba ahuyentar al intruso, sino acabar con él, aniquilarlo. Así y todo, no sentí el dolor del instante, el dolor de la pedrada que acababan de regalarme, quiero decir. Había sido abatido en medio de un riachuelo seco, como un pajarraco por un tirachinas, y el dolor, inexplicablemente, se había marchado.

Me sobrepuse, como al principio. Debo intentarlo, me reanimé. Aunque la turba enardecida no me había alcanzado del todo, las piedras y terrones continuaron estrellándose en mi espalda, brazos y piernas. Yo corría, tropezaba y caía, me alzaba de nuevo, me arrastraba como una serpiente, me enredaba y caía; mi sangre, aquí y allá, mordía el polvo. Esto es una lapidación, pensé, una lapidación sin dolor. De cualquier forma, quería huir, sentía la necesidad de encontrar un camino y volver.

Denodadamente, azucé mi cuerpo a través de la torrentera desolada y amarilla, mientras sentía la pesada cruz del sol ardiente sobre mis hombros y los azotes de la furia humana sobre mi espalda. ¿Por qué hendía mis huellas en territorios que no conocía? ¿Dónde estaban los que me habían abandonado en ese lugar? Qué era esto, ¿una vía creada precisamente para mí? Mil imágenes de recuerdos y pensamientos fugaces atravesaban la estepa de mi mente, me azotaban como vientos, lluvias y granizos contra un cristal esmerilado. Al rato, firme en mi huida, sentí que los había perdido. No se les veía por ninguna parte, sólo llamas transparentes de calor incendiando el desierto. Quizá sus corazones se agitaron demasiado y se cansaron, o reconsideraron su actitud y desistieron de mi muerte, o tal vez perdieron mi rastro y se encaminaron en otra dirección. Muchas cosas son posibles cuando nos sentimos redimidos. Agotado y sediento, yo era un moribundo de a pie.

Un remolino de arena y polvo se alzó muy cerca de donde estaba, hizo leves jirones y luego desapareció hacia la hondonada de donde había escapado. Eché a rodar, lentamente, y, a cada paso, sentía esta vez un aire fresco, como un alivio inusitado que me empapaba desde los talones hasta la testuz.

Caminando así, a cierta distancia, hacia donde el sol supuse se inclinaría, divisé una franja negra que atravesaba de lado a lado y partía en dos el encendido desierto. Fue como si por primera vez levantara la mirada hacia poniente y confirmara ese extraño alivio, como un despertar en medio de la nada, pero emancipado de todas las incertidumbres, lomas, desmontes, cauces resecos y montañas grises a lo lejos. Allí estaba la carretera, la salvación, tan lejos y tan cerca, larga y reluciente por el asfalto. Volé rumbo a ella, sin volver la mirada, como quien huye de un bosque sombrío, y me sentí tan ligero que ya no recordaba los momentos difíciles que había sorteado.

Cuando casi me aproximaba, de pronto, apareció ante mí un auto blanco con franjas verdes. Estaba aparcado a un lado de la autopista y tenía una luz roja intermitente delante del parabrisas. Trepé la cuneta y me acerqué. Algo había sucedido del otro lado del carril. Dos hombres de uniforme hablaban entre ellos. Sentí deseos de gritar.

—Ayúdenme, por favor —alcancé a decir, pensando que se volverían.

No lo hicieron; continuaron enfrascados en su conversación. A lo mejor no me había dejado oír, o en todo caso creía haber gritado cuando sólo fue un aullido interior; no lo podía saber, de modo que me fui acercando hacia donde estaban.

Por delante de ellos, en una zanja poco profunda, había un coche con las ruedas hacia arriba. Al ver el color y la placa de matrícula que uno de ellos recogía y le mostraba al otro, en el acto lo reconocí. Era mi Corolla del año, doblado y destrozado, como un cucurucho de papel.

—¿Y los malditos? —irrumpí en escena—. ¡Dónde están los malditos!

No me respondieron.

Y al parecer no había nadie allí bajo los fierros. Después del aparente despiste, seguido de unas buenas campanadas, debieron de haber huido.

—Algún conductor de buen corazón debió de apiadarse de los infelices —refuté.

Los dos guardias se miraban entre sí, con los brazos apoyados en sus cinturas y, sorpresivamente, continuaban sin dirigirme la palabra, sin siquiera mirarme. Era como si no sintieran que estaba detrás de ambos.

Indiferente, uno de ellos, el más alto, dijo que llamaría a una grúa para el remolque, y, al volverse, el otro agregó: «Ten, lleva esto», y le estiró la placa de la matrícula. Yo busqué interceptar, tomar la placa antes que el otro. Estiré la mano y al cerrarla, no cogí nada, solo aire. Y, rápidamente, el que iba a por la llamada, tomó la placa, se volvió y pasó sobre mí como quien atraviesa una cortina de humo. No era cierto, no podía ser cierto. Por un momento, sentí escalofríos, luego ya nada. Miré al hombre que estaba junto a mí, me giré e hice lo mismo con el que se alejaba, y he aquí que advertí algo nuevo, algo que antes no había reparado. Contemplé entonces el suelo bajo mis pies y confirmé todos mis espantos: estaba parado justo en el centro de mi propia existencia; mientras los dos guardias poseían las suyas propias, yo, desesperado sin duda por hallar un camino, desconcertado por las peripecias, iluminado por la emoción, no podía encontrar por ningún lado mi propia penitente sombra. Sin más, accedí a la dolorosa comprensión de mi hora suprema.

Retrocedí un par de pasos, derrotado, todavía vestido de escamas de mugre y sangre, cuando de repente me obnubilé, mis piernas se torcieron y no pude más. Allí, en medio de la carretera, me senté a llorar mi descarnada muerte, mientras los coches pasaban sobre mí.

 

Leo Francisco Zendal (Perú, 1984). Ha publicado el e-book de poemas Formas de una visión y diversos textos de prosa. Un camino antes de la noche, es un relato inédito que trata sobre la negación de la muerte.
🔗 WEB del autor: Mundo aparte (https://leofranciscozendal.wordpress.com/)

 

🖼️ Ilustración relato: Александр Владимирович Глухов, Aleksandr Glukhov, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons.

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