relato por
Marc Barrio

 

E

l coche era una chatarra que amenazaba con desmontarse con cada bache. Greg estaba en el asiento del copiloto, daba vueltas a una pequeña bolsa de polvo blanco que sujetaba entre sus dedos de morcilla. ¿Cómo podía ser tan estúpido? La tapicería polvorienta estaba llena de migas, por el salpicadero se acumulaban bolas de papel de plata y el cenicero rebosaba cenizas y colillas. El coche apestaba a cerveza rancia y tabaco.

Greg aplastó la bolsa. ¿Cómo podía ser tan estúpido? Su hermano Mario conducía con una lata de cerveza sujeta entre las piernas… Greg abrió la bolsa y la olió. Harina. ¿Cómo podía ser tan estúpido?

«Vino a mi casa y me engañó. Por un barco. Por el barco de padre… Si me lo hubiera pedido habría venido» —Greg miró a su hermano: tenía una cabellera lacia y grasienta, a medio camino entre el negro de la tormenta y el gris de la lluvia y estaba tan delgado que asustaba—. «No habría venido» —se confesó—. «Habría vuelto a abandonarle cuando me necesitaba».

Manoseó la bolsa. ¿Cómo podía ser tan estúpido? Greg bajó la ventanilla, el aire entró a borbotones con olor a gasolina y hierba seca. Había sido un estúpido. Sacó la mano por la ventanilla, volcó la bolsa y la harina formó una estela blanca tras ellos.

Llevaban horas de viaje y apenas se habían cruzado con un puñado de camiones y un par de coches. Era como si el mundo hubiera olvidado que existía aquella carretera.

Greg sacó el móvil y comprobó la hora. Apenas habían recorrido la mitad del camino. Bloqueó el teléfono y se centró en el reflejo que le escupía la pantalla. La edad le había regalado un rostro tosco: la piel como una piedra pómez, una nariz de caracola y orejas como las velas de un barco. La frente le ganaba terreno al pelo como el mar se lo gana a la tierra cuando sube la marea.

Volvió a activar el móvil. Tenía siete mensajes: todos del trabajo, ninguno de su mujer.

—Si quieres hablar, ¿por qué no lo haces conmigo?

—No sé. No estoy hablando. Espero un mensaje de mi mujer.

—Estás de viaje, ¿por qué no la dejas?

—Estoy preocupado. Sólo quiero saber que está bien.

—Seguro que sí —rio Mario—. Sólo quieres saber que está bien.

—Vete a la mierda.

Greg guardó el móvil. El coche navegaba por una carretera tan recta que se perdía en el horizonte, rodeada de un mar de girasoles en perfecto orden. Greg volvió al móvil. No era nada de qué avergonzarse. Era su mujer y sólo quería asegurarse que estaba bien en su ausencia. Mario era gilipollas. Siempre lo había sido.

—Eres un puto obseso —dijo Mario.

—Tú conduce.

—Estás enganchado, tío.

—¿Yo estoy enganchado? —Greg clavó los ojos en la pantalla del móvil.

—¿Por eso dejaste de cogerme el teléfono?

Greg no quiso responder. Desde luego no fue idea suya, pero tampoco se opuso. Era lo mejor, eso había dicho su mujer, y él obedeció. Se le daba bien obedecer.

—¿Por qué no viniste al funeral de papá? —dijo Mario—. Era tu padre. ¿Qué era más importante que despedirte de él? Joder, y también querías pasar de su herencia.

—Estaba lejos —suspiró Greg—, no podía ir.

—Yo también estaba lejos y fui.

—Yo tengo vida, familia, trabajo, obligaciones. Tú sólo tenías que dejar de meterte unos días.

—Aun así lo hice.

Greg desbloqueó el móvil y comprobó los mensajes.

—Joder, deja ese chisme.

Mario le arrancó el móvil de las manos. Cuando Greg fue a recuperarlo el móvil voló por la ventanilla y se hundió en el mar de girasoles. El coche siguió su rumbo. Mario sonreía y Greg se lanzó contra el volante, las ruedas chirriaron y el motor rugió con fuerza.

Forcejearon por el volante hasta que Mario envió a Greg a su sitio de un codazo. Le partió el labio y la barbilla se le llenó de sangre. Greg tapó la herida con unas servilletas grasientas que cogió del salpicadero. Subió la ventanilla y se acurrucó en su rincón como un perro viejo.

—Necesito el teléfono para trabajar.

—Estaremos en el pueblo antes de la noche. Habrá algún sitio para llamar.

El silencio volvió acompañado por el traqueteo del motor y el lamento de los amortiguadores. Greg no sabía qué decir. Mario siempre fue más fuerte que él pese a ser el pequeño. También era más listo, tenía más labia e incluso era más guapo. La única cualidad en la que Greg destacaba era la responsabilidad, y no era un gran mérito.

Los girasoles desaparecieron en pos de arbustos, matojos y matorrales. La noche los envolvió, los campos se tiñeron del negro del cielo y resultaba imposible adivinar en qué lugar del firmamento se encontraba el horizonte. Greg estaba adormilado contra la ventanilla, el cristal estaba tan frío que se le había entumecido la mejilla. Un estallido le despertó, el coche viró y una ola de tierra rompió contra el parabrisas. La cabina se inundó de polvo y el motor gimió angustiado antes de ahogarse.

Greg se percató de que habían tenido un accidente cuando miró por la ventanilla y vio que los arbustos no se movían. El aire transportaba hedor a aceite quemado y el motor había enmudecido. Mario sujetaba el volante con fuerza, la cerveza se le había volcado sobre los pantalones formando una mancha oscura entorno a la bragueta.

Greg abrió la puerta sin problemas y caminó a la carretera. No podía controlar el temblor de las piernas. Una nube de polvo flotaba sobre la zanja que había abierto el coche al salirse de su rumbo. Alrededor sólo veía prados interminables y las sombras de las montañas en el horizonte. Greg se detuvo en el borde de la carretera y miró a la derecha y luego a la izquierda. Nada. Las únicas luces que veía eran las estrellas, mudas espectadoras. No recordaba cuándo habían pasado el último pueblo ni sabía cuánto quedaba para el siguiente. Mario salió del coche y miró la rueda pinchada y el morro deformado como si pudiera arreglarlo.

—No te quedes ahí embobado —gritó Greg desde la carretera—. Tienes que llamar al seguro y que nos envíen una grúa.

—¿Qué seguro?

—El  seguro  del  coche —dijo volviendo junto a su hermano—. Dime que tienes seguro de coche.

—No tengo ningún seguro de coche.

—¡Estupendo! —Greg pateó la grava—. ¡Es estupendo!

—¿Qué pasa?

—Pasa que sólo tú eres suficientemente gilipollas como para no tener seguro.

—No es para tanto.

—¡Es un delito! ¿Significa eso algo para ti?

—Relájate —Mario caminó hacia la carretera—. Haremos autoestop.

—Nadie hará autoestop —Greg fue tras él—. Dame tu móvil. Llamaré a una grúa.

—¿Por qué tengo que darte mi teléfono?

—Porque tiraste el mío por la ventanilla.

—No tengo móvil. Haremos autoestop.

Greg respiró hondo para no estrangular ahí mismo a su hermano. Estaban a kilómetros de cualquier parte y podían pasar horas antes de que apareciera alguien, si es que aparecía. Volvió al coche y se puso el chaleco reflectante, tenía manchas pegajosas y el sol le había comido el color.

—¿Adónde vas? —dijo Mario.

—Quédate aquí. Iré a buscar un lugar desde el que llamar.

—No seas idiota.

Greg le ignoró y anduvo por el arcén siguiendo el rumbo que hasta hace un momento recorría con un coche.

—¡Vale! Haz lo que quieras —gritó Mario, Greg siguió andando.

El coche desapareció a su espalda. La brisa era fresca y olía a hierba. A su alrededor los prados bañados por sombras eran como el mar al anochecer. Salvo por la carretera que seguía, no había rastro de civilización. Sentía calambres en las piernas y punzadas en el estómago. Los años de oficina le pasaban factura. Greg se detuvo y tomó una larga bocanada. La mirada se le perdió en el cielo. Las estrellas que lo cubrían eran iguales a las que veía en el barco.

«No han cambiado nada en cuarenta años, igual que ese idiota» —pensó antes de volver a andar.

Vio luces a lo lejos, al margen de la carretera y apretó el paso.

La gasolinera se alzaba sobre un plano de hormigón y asfalto junto a un enorme parking despoblado y un restaurante de carretera. Cuando Greg llegó había cinco coches y tres estaban a punto de marcharse. Los calambres de las piernas se habían intensificado y las plantas de los pies le palpitaban.

El local estaba vacío, salvo por una pareja en una esquina y un camarero tras la barra. Greg fue hacía él. El suelo estaba lleno de servilletas, migas y palillos. El camarero tenía cara de sardina y removía sin brío un café. Cuando oyó a Greg acercarse lo miró con ojos saltones y le brindó una sonrisa cordial. La amabilidad desapareció cuando Greg preguntó por el teléfono, el hombre le señaló la esquina junto a la pareja y volvió a remover el café. Greg se acercó al teléfono, era un cacharro verde y negro, que estaba lleno de polvo.

—No seas imbécil —gritó el chico. Greg daba la espalda a la pareja que estaba sentada un par de mesas más lejos del teléfono. Aun así era capaz de escuchar cómo discutían—. Calla y déjame cenar tranquilo.

Greg los ignoró y metió dos monedas en la máquina.

—¿Dónde están las llaves del coche? —dijo la chica.

Greg marcó el número y esperó.

—¡Que no te las voy a dar! —respondió él.

Después de tres tonos un hombre contestó.

—¿Quién es?

—¿Cariño? —dijo Greg con vocecilla de ratón.

—¿Quién es? —repitió la voz del teléfono.

«Soy el marido. ¿Quién eres tú?» —pensó, pero no le salían las palabras, estaba demasiado concentrado en la voz. Quería reconocerla, ponerle cara.

—Estate quieta —gritó el chico ahogando la voz del auricular.

—¡Cállate, joder! —la voz de Greg resonó por todo el local y se hizo el silencio.

El teléfono murmuraba el tono de marcado. Greg se giró justo cuando el chico se levantó de la mesa.

—¿Qué me has llamado, viejo? —dijo casi pegándose a Greg, era un palmo más alto que él y olía a colonia barata y sudor adolescente.

Greg respondió con un derechazo. Sintió cómo rejuvenecía veinte años cuando el chico cayó al suelo con la nariz rota escupiendo sangre. La chica se abalanzó sobre su novio.

—Ayúdame, Casi —dijo el chico, pero ella le correspondió con una patada en las costillas. Luego se agachó a su lado y le quitó las llaves del bolsillo.

Greg miró a la pareja como quien mira un acuario. Estaba demasiado inmerso en la voz que le había respondido al teléfono para darse cuenta de lo que sucedía. La mano de Casi le devolvió a la realidad. Sintió su piel suave y cálida cogiéndole del brazo incluso a través de la manga de la camisa.

—Ven conmigo, corre —dijo ella. Su pelo era un mar negro surcado por ríos de plata en cada sien.

Greg se dejó llevar y juntos salieron al aparcamiento. Se detuvieron junto a un coche y Casi le abrazó. Greg sintió las formas de su cuerpo rodeándole. Olió su pelo de tabaco y su piel de leche de avellana. Cuando Casi le dio un beso en la mejilla saboreó su aliento de pasta de dientes sabor fresa.

—Muchas gracias. Ni siquiera sé cómo te llamas.

—Gregorio —dijo él. Le resultaba raro decir su nombre, le hacía sentir como un niño pequeño y vergonzoso.

—Yo soy Casandra, pero prefiero que me llames Casi —le cogió la mano y le remangó la manga de la camisa. A Greg nunca le habían tocado con tanta dulzura. Ella sacó una barra de labios y le apuntó seis dígitos a lo largo del brazo.

—Tengo que irme, pero llámame algún día. ¿Vale? —le dio otro beso en la misma mejilla, subió al coche y arrancó.

Greg miró cómo se alejaban las luces del coche hasta perderse en la carretera por la que él había llegado. Siguió mirando al horizonte que había engullido el coche durante un rato más y luego miró su brazo. Aún sentía la calidez de los besos en la mejilla y la piel glutinosa ahí dónde estaba el trazo carmesí. Allí en pie, en medio de ninguna parte, camino de ningún lugar, olvidó todo lo que era y pensó en todo lo que había sido y en todo lo que podía ser.

Escuchó la puerta del restaurante.

Al girarse vio al chico andar hacía él; tenía una perilla de sangre y el pecho del chándal teñido del rojo. El primer golpe que Greg recibió le devolvió a los cincuenta años, el segundo le envió al suelo. El resto apenas los notó, pero cada uno le hacía recordar un sentimiento olvidado de una vida que creía perdida.

 

Tenía la cara tan hinchada y entumecida que apenas le dolía. Estaba sentado en el quitamiedos con los pies colgando sobre la carretera y una cerveza en la mano. La noche estaba en su punto más claro. El chaval le había dado una buena tunda; tenía un ojo morado, varias brechas en la frente, cortes en los labios y cardenales por todas partes. El camarero sardina tuvo que sacarle al chico de encima y este escapó antes de que nadie se diera cuenta. El camarero se había ofrecido a llamar a la policía, a la ambulancia e incluso a llevarle personalmente a un hospital; pero Greg se conformó con algo de hielo y un par de birras. Pese a que le dolía el cuerpo como nunca, jamás se había sentido tan bien. Allí, sentado bajo las estrellas que se desvanecían una a una en la claridad, recordó la juventud junto a su hermano. No era la primera bronca que había buscado ni la primera paliza que había recibido, pero si era la que mejor le había sentado.

Dio un trago y dejó que el sabor de la cerveza se mezclara con el de la sangre antes de tragar.

Una furgoneta pasó por delante, una carraca a punto de desmoronarse que sonaba como una batidora llena de tornillos y dejaba una estela de humo negro que apestaba a hollín. Era el primer vehículo que veía pasar camino del Mediterráneo desde el accidente.

«¿Seguirá Mario esperando en el coche?» —pensó. Había pasado toda la noche fuera y no sabía nada de él. Lo más probable es que estuviera durmiendo en el asiento trasero del coche—. «Debo volver con él».

La furgoneta paró no muy lejos. La puerta de la caja se abrió y Greg vio a Mario entre el humo negro que escupía el tubo de escape. Mario gritó algo que quedó ahogado bajo las quejas del motor, Greg asintió, subió a la furgoneta y zarparon.

 

El puerto estaba tal como lo recordaba. El viento de levante arrastraba el aroma del mar y mecía los barcos como si acunara un bebé. Greg estaba sentado mirando al embarcadero. Hacía frio, pero era un frio que le gustaba, un frio marino, casi cálido. El cielo plomizo estaba atravesado por los aparejos de los arrastreros y barcos de recreo. Hubo un tiempo en que Greg podía enumerar todas las partes de cualquier barco, se entristeció aún más al darse cuenta de que tan solo un puñado de palabras permanecían en su memoria.

El Josefina estaba anclado frente a él, tenía el mismo nombre que su abuela paterna. El casco estaba invadido de algas y moluscos. Los constantes y salados lametones del mar le habían saltado la pintura y el óxido había ocupado su lugar. Daba pena verlo, pero más pena daba recordar cómo había sido. Greg intentó salvarlo, pero fue inútil, el director del puerto se mostró inflexible. El Josefina tenía deudas, muchas deudas, y Greg no podía saldarlas. El Josefina se subastaría y terminaría desguazado; pieza a pieza dejaría de ser lo que una vez fue y volvería a empezar.

Greg y Mario estaban sentados en el puerto, bebían cerveza, compartían un cigarro y miraban El Josefina por última vez. Cuando Mario terminó el botellín lo lanzó contra el casco haciéndolo estallar en mil virutas. Greg recordó el número en su brazo y suspiró. Todo había cambiado. Todo salvo el puerto, Mario y las estrellas.

 

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Marc Barrio. Estudió Comunicación Audiovisual. Escribe relatos y guiones de ficción. Ha publicado en algunas antologías, como en Trabajo incompleto (GEEPP Ediciones), en la revista SCI-FDI, en el número 12, y ha sido finalista en el III Concurso de relatos La Mano Fest.

Contactar con el autor: marcbv92[ at ]gmail [dot] com

🖼️ Ilustración relato: Foto de Gil Alves en Unsplash

 

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