artículo por
Claudio Rizo

 

E

l sábado trae regalos, por momentos relucientes… allá bajo el sol de la risueña Alicante. Porque así veo yo la ciudad: sonriente, fresca, soleada… aunque la lluvia salpique mis zapatos, desde que me adentro en sus laberintos y camino distraídamente sobre sus aceras, o desde que detengo el vertiginoso decurso del tiempo en un rico y fresco mojito elaborado en cualquier local de esos que estrechamente se pierden en mitad de una calle.

Es curioso cómo se gana querencia con el trato. Antes, no hará tanto, la capital alicantina para mí no significaba más que una parada casi «obligada», una visita conveniente para comprar algún artículo o para distender la tarde dominical bajo el manto de una película mecido en el sopor que deja el olor a palomitas. Pero todos cambiamos: ciudades, personas… Y más allá de la alteración en la fisonomía de un lugar, del quiebro de sus colores o de un embrujo antes despreciado, son los ojos, heraldos de la información que aquietan o inquietan al alma, los que perciben aquella disposición con cierto acento nuevo y entrañable. Subjetividad, a fin de cuentas. Modesta. Antigua. Incrustada, pues. Por momentos, cosmopolita calle Mayor, dejas en mí una fotografía indeleble que da acicate a los momentos bajos y bruñe con oro los altos.

Con retraso, aterrizo en la calle Mayor, a eso de las tres de la tarde. La crisis dibuja su cara más sufrida en los menús (cada día más baratos) estampados en las pizarras de los establecimientos y en los apremiantes rostros de los camareros que a mi paso me invitan a degustar las bondades culinarias de lo que allí adentro se cuece. Hay que entrar. A estas horas ya tengo un incómodo taladro en el estómago que me impide hacer distingos. Arriba en donde no hace tanto uno se empipaba con placer el puro o el cigarro tras la pitanza, se dan bastantes mesas llenas, con niños de un lado para otro y conversaciones ya alicaídas por el efecto anestésico de la manduca. Ocupo una mesa esquinera, mirando en derredor, con timidez, recién llegado, como quien entra a hurtadillas en una biblioteca para no atraer la atención de la concurrencia. Pero no evito el giro de los cuellos a mi paso. Ya relajado, al cuarto de hora, me lanzo a las viandas, normalmente pescado, mientras miro a través de la ventana cómo educadamente circula la sangre de la ciudad unos metros más abajo. La invariable costumbre casi me hace abandonar el último el local, justo cuando los rostros de los camareros yo no son apremiantes, como cuando  me  recibieron,  sino  de  puro  hastío. ¡Qué pelma! —creo que leo en sus ojos, mientras me despiden con forzada simpatía—. Entonces pienso que no hay propina que compense tamaña espera para quien lleva todo el día de acá para allá portando vasos y copas sin decaer en su sonrisa…

Salgo del local. De nuevo en la calle Mayor, esa a la que cada sábado veo como recién inaugurada, por la que transito a paso de soldado herido, en exasperante lentitud… atrapando el gesto de sus edificios, la armonía de sus años, la antigüedad de unas calles instaladas en ese enjambre de Historia, que se llama, con justicia, El Barrio. Entonces, se entorna la tarde en tonos ocres. Veo cómo marzo, a las seis, bendice el paso de los enamorados dejándoles una alfombra roja por la que caminan sin prisa, sin tiempo, sin destino… Y noto, de nuevo, como que se me regalara un objeto de inapreciable valor. Irrepetible y mágico.

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Claudio Rizo Aldeguer

Claudio Rizo Aldeguer es un autor alicantino.

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Ilustración del artículo: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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Revista Almiarn.º 63 / marzo-abril de 2012 MARGEN CERO™

 

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