artículo por
Claudio Rizo
A
rrancaba el año. El buen mozo transitaba la calleja alicantina como si por el pasillo de casa recién levantado fuera: al desgaire y sin complejos. Sin reparar en braguetas mal cerradas, legañas aún cosidas a los párpados o desgreñados pelos tras una noche de mil infiernos batiéndose el cobre en los pasadizos de una insujetable pesadilla. Era joven, desde luego no contaría más de treinta, aunque exhibía un inicio de alopecia que a media distancia bien podría sugerir la posibilidad de hallarse más allá del meridiano de una vida. Detecté su presencia, cuando el camarero dejaba sin tino el vaso de vino tinto sobre la mesa; justo cuando con salmódica impericia me salpicó ese rojo sangre y me ofreció, bordeando ya la perfección del absurdo, un pañuelo que portaba en la delantera de su chaqueta para barrer los restos del combate sobre la mía. «Desde luego que anoche le diste, y bien, coño», sonreí espontáneamente al camata de «urgencia» en un intento inocente de mostrar desapego de molestia alguna en aquellas primeras horas de luz post Nochevieja.
Ese día, mi pareja y yo habíamos decidido celebrarnos mutuamente el día 1 de enero. A la vieja usanza. O sea, una comida sin alturas culinarias pero buscando el halo hipnótico y gentil que la estrecosida y rupestre calle Mayor de Alicante siempre ha tenido la gracia de brindarnos. Y decía que el primer trago de vino me llevó a la figura desgarbada de aquel joven, que traqueteaba su paso, cada vez más cerca, en dirección a nuestra mesa. En la bocacalle frontal, a metro y medio de nosotros, detuvo su carruaje. Todo un pintas, el payo. Entonces dio un respingo, a lo militar, giró violentamente 360 grados sobre sí mismo y dejó caer sus escuchimizadas carnes sobre los adoquines fríos de la calle, aún con sarpullidos y arañazos de vidrio de la noche anterior cubriendo parte de su superficie. Elevó la tez, con aires egregios, y se atusó tres cuernos de pelo plateados que bien daban la impresión de no haber sido nunca acariciados. Contuvo el aliento, en silencio inmóvil, recluido en su realidad y abstraído de nuestra presencia y de la de todos. Solo le acompañaba una mochila, flacucha como él. La abrió de un tirón, sin importarle jirones ni rasgaduras en el zarpazo, y abandonó su mano derecha a las profundidades de aquella oscuridad seductora y de imposibles previsiones para los ojos curiosos.
Su presencia y formas peculiares me hicieron olvidar las salpicaduras del vino. Y creo que a esas alturas, hasta el hambre se había largado por patas dejando en mí una falsa sensación de saciedad que agradecía. Entonces percibí los movimientos de su mano jugando en las profundidades de aquel abismo en su macuto, que se tornaban suaves, casi gráciles, al modo de encontrarse tras la pista de un objeto de un extraordinario valor y delicadeza que precisara de los cuidados y atenciones de un recién nacido. Observé taquicárdico emerger la portada de un libro, descolorida y casi demacrada a la imagen de una vida que bien podría ser la de su dueño; que enseñaba su cabecita, letra a letra, olor a olor, desde el fondo de aquel calabozo desvencijado. A tientas y a ciegas, leí desde mi silla con sobrecogimiento y sorpresa.
Esa reliquia que veía la luz de Año Nuevo en las manos del joven solitario fue, además de Planeta en el 66, la primera gran novela que de chico ocupó emotivos y vibrantes pasajes durante mis primeros balbuceos lectores. Primeramente cesión, y luego regalo (forzado), de mi madre tomé aquellas hojas con tintes románticos fraguados entre las aulas de la agitada Universidad de los sesenta. Marta Portal fue se creadora. Lo protegí durante años, verdadera prolongación de mis sentimientos, de mis recreaciones en las soledades de noches juveniles; incluso años más tarde llegó a salir incólume y victorioso de varias mudanzas que con el tiempo acometí. Hace unos meses lo eché en falta. Busqué en los estantes de casa más habituales, aquellos en los que con mayor frecuencia visito un día de asueto en busca de ecos, voces y tactos del pasado. Ya no estaba. Ni en esos estantes ni en los menos probables. Visité entonces un par de librerías de antiguo. Había perdido mi cachorrito literario, o se había ido, como si él solo hubiera un día decidido abandonar el hogar, aburrido ya de mi presencia, de los gritos de la tele, de la presencia de otros libros… pero me confirmaron los libreros que todas las ediciones de aquel libro habían sido ya descatalogadas. Ni siquiera en la vasta y todopoderosa tienda de Internet, hallaron mis ansias consuelo (hoy ya está, creo). ¡Y ahí lo tenía, de nuevo, junto a mí, como si él también hubiera estado buscándome todo ese tiempo de persecución libresca! En las manos de otro dueño…
Ese uno de enero, no me pregunten por qué, al final comimos tres. Con tres buenos vasos de vino. Del mejor de todo Alicante. La ocasión lo exigía. Y entre vino y vino, poniendo, reponiendo y tanto me daba ya si salpicando o no, no pude evitar que se me deslizara en la conversación, así, con la mejor cara de buen chico que todos llevamos dentro, parte de esta historia narrada a aquel joven distraído que desconocía la importancia del tesoro que acababa de mostrarme…
Claudio Rizo Aldeguer es un autor alicantino.
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Ilustración del artículo: Imagen de StanislavKondrashov (en Pixabay)
Revista Almiar – n.º 67 / enero-febrero de 2013 – MARGEN CERO™
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