relato por
Salvador López Cobo

 

E

sta historia es para contarla muy bajito. Es la que elegirías narrar en una noche de invierno junto al fuego de la chimenea, mientras la lluvia golpea en los cristales. Aunque lo tendrás difícil si quieres contarla así, porque según dicen los viejos ya no llueve como antes y, además, en esta ciudad apenas quedan chimeneas.

A mí me la contó un viajante que se dedicaba al negocio de las pelucas, en la estación cuando esperábamos el «Rápido» que iba hacia el norte. En aquella época, en la que oí por primera vez los hechos que intentaré narraros, viajaba muy a menudo al norte, pues aún no tenía nada en el sur que me atara. Recuerdo muy bien esa temporada, la gente todavía compraba sellos para enviar cartas y, con bastante frecuencia, te podías encontrar con un desconocido en un tren que tuviera una buena historia que contar. Aún no desconfiábamos todos de todos y si alguien sacaba una tartera y te ofrecía un trozo de tortilla de patatas la aceptabas sin más. Incluso, como dicen los viejos, llovía más y mejor. Claro que los viejos a veces también mienten, aunque eso es harina de otro costal. Mi historia, esa que contó el viajante y que si algún día la cuentas, lo harás bajito —no en un susurro, más bien a media voz—, dice así:

A finales de los años treinta del siglo XX en España hubo una guerra. Los que la ganaron tenían un lema: «Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan» y estaban equivocados en dos cosas al menos. Una, no habían ganado la guerra, aunque sí habían dominado al otro bando. Las contiendas no las gana nadie, sólo hay perdedores en mayor o menor medida. Los hay que pierden la vida, los hay que pierden a sus seres queridos, los hay que pierden cualquier atisbo de honradez o de dignidad, los hay que ni siquiera saben que han perdido y se dicen ganadores. La segunda cosa en la que estaban equivocados era en su lema. No habían hecho la guerra para repartir pan y lumbre en todos los hogares de España, la hicieron para que a los que les sobraba el pan para alimentar su estómago y la leña para alimentar su lumbre, no perdieran ni lo uno ni lo otro, y después de siglos de comida y calor, no iba ahora a venir esa Señora, esa tal… República con un pecho fuera de su túnica desgarrada a quitarles lo que tanto empeño les había costado conservar. Sí, repartir lo que a uno le sobra está muy bien y se puede hasta estudiar seriamente, pero cambiar las costumbres, esas costumbres que habían hecho de este país un Imperio que se enseñoreaba del mundo entero, eso, señor mío, no. Jamás lo consentirían. Y por eso hicieron una guerra y por eso creyeron haberla ganado, y por eso también, aunque esto último no está del todo comprobado, dormían todas las noches al calor del fuego con el estómago lleno.

La prueba fehaciente de que había lugares de España donde el pan y la lumbre pasaban de largo era aquella casa. Una casa en el levante de la Península. No te sabría precisar si al sur de Valencia o al norte de Alicante, ya que en eso el representante de pelucas no fue preciso y si lo fue, yo desde luego no lo recuerdo. Lo que sí está claro es que aquella casa estaba junto al mar. A las afueras de un pueblo de pescadores y que desde la puerta, en sólo tres pasos, se podía tocar la arena de la playa.

Ahora tú te imaginarás una preciosa casa veraniega de dos plantas con vistas en un lado al mar y en el otro al paseo marítimo, con una terraza en el segundo piso desde donde contemplar los maravillosos amaneceres del Mediterráneo en los días de primavera, cuando el mar hace un recorrido cromático que va del rojo fuego al azul turquesa, rodeada de un jardín con romero, tomillo, césped y palmeras que da sombra a un hermoso columpio artesano para que los niños jueguen al fresco en la hora de la siesta. Bueno, eso es lo que te imaginas tú, si no eso, algo parecido quizá. Pero esta no es una novela rosa, dista mucho siquiera de ser una novela —ya me gustaría a mí—, esta es una historia para contarse bajito y en este tipo de historias, como sabrás, las casas de los años cuarenta en España, las casas de las afueras de los pueblos de pescadores son de adobe, sólo tienen una estancia donde hay una mesa desvencijada, un pequeño catre cubierto por una cobija raída y una chimenea, las más de las veces apagada y, al contrario que en las novelas rosas, vive gente pobre. Así que aquella casa sin lumbre y sin pan era lo único que le quedaba a María.

María era la madre de Martín, un niño de seis años cuando sucedieron los hechos que aquí se cuentan. Martín, aunque no lo sabía, había nacido nueve meses después de que su padre volviera de un permiso del frente de Teruel, cuando la guerra. Tampoco sabía el niño, porque a los seis años esas cosas no se saben, o no se deberían saber, que tres semanas después de acabada la contienda su padre regresó al pueblo, y que la misma noche de su regreso unos hombres que vestían con camisa azul entraron dando una patada a la puerta de la casa, lo sacaron de debajo de la cobija, en donde normalmente además del padre dormían su madre y él y se lo llevaron vestido con los harapos del uniforme del ejército rendido. No lo sabía, porque aquella noche del regreso del padre, María lo había dejado durmiendo en casa de la vecina para poder estar a solas con su marido tanto tiempo ausente.

Su madre, al día siguiente de la noche en que se llevaron al padre, vino con los ojos muy hinchados y cuando Martín preguntó por su padre, María le dijo que se había tenido que ir a Argentina para trabajar y que cuando hiciera algo de dinero, los llamaría y ellos irían con él. La mujer hizo eso porque los niños pequeños (en aquel momento Martín había cumplido tres años) no debían saber lo que pasaba en las tapias de los cementerios. Además, como castigo suplementario, al padre de Martín y a otros tres más del pueblo, después de fusilarlos los cargaron en una barca de pesca y los tiraron a unas millas mar adentro atados a una piedra. El cura, Don Prósculo, se había negado a enterrarlos en tierra consagrada porque en los primeros meses del año treinta y seis, cuando se creó el Comité Revolucionario local del que formaba parte el padre de Martín, decidieron usar la iglesia como almacén, pues era el edificio más grande del pueblo para recopilar víveres con destino al frente. Así que María, que no tenía ni una tumba en el cementerio para enseñar, decidió contarle a su hijo lo de Argentina. Y así cumplió el niño seis años y seguía sin conocer la verdad.

No sé si eres de esos que busca en las historias cualquier atisbo de falta de verosimilitud, en todo caso si lo eres, habrás sacado ya las cuentas del año que era cuando Martín tenía seis años. Yo no soy demasiado puntilloso con los detalles y en esto me limito a seguir, lo más fielmente que recuerdo al representante de pelucas, pero tú que has echado la suma, ya sabes que estamos en 1942 y que habían pasado tres años de hambre y de miseria desde que María enviudó y desde que Martín quedó huérfano de padre, más los tres años de la guerra, que sobre todo al final fueron el macabro prólogo de hambre y miseria para la posguerra que vendría.

No sé si te interesa ese periodo de la Historia de España o eres de los que pasa por él de puntillas, como para no querer molestar demasiado a los muertos. No a los muertos en el frente, sino a los muertos de después, represaliados pero sobre todo enfermos, hambrientos, incluso, y estos que yo sepa no los ha contabilizado nadie, los que murieron de pena, porque, sí, las guerras, no se ganan, se pierden siempre, la única que gana es la pena, que se hace sorda dentro de la gente y anida con alambre de espino dentro del corazón y hay a quien ese nido, por estar bien prieto y compactado, le ahoga el latido y muere de tristeza. Pero quizá no quieres profundizar en esto y sólo te interesa esta pequeña historia de la Historia. Bueno, si ese es tu caso, tengo que aburrirte con insignificantes detalles importantes para la narración como que la viuda de un rojo que hubiera destacado en su bando, aunque sólo hubiera sido en su pequeño pueblo, estaba condenada al hambre y al ostracismo y que esto era más lacerante en un lugar donde todos se conocían, como aquel sitio de pescadores donde vivían María y Martín.

Se cuenta, cuando se cuenta esta historia, que María no dejaba a su hijo que saliera más que lo imprescindible de casa, puede que por el miedo de perder lo único que le quedaba. Así que el zagal solía pasar las tardes a la salida del colegio en casa. Bueno, tú no lo llamarías colegio a aquel barracón de madera en mitad de la playa, montado con el tiempo justo por los de Auxilio Social para que el Gobernador Civil lo inaugurara después de que el Obispo ¿o era Arzobispo? le diera varias salpicaduras con el hisopo y quedara listo el habitáculo donde veinte niños, entre los seis y los doce años, todos mezclados, recitaran la tabla del siete o la lista de los afluentes del río Duero a las órdenes de Don Pascual; un maestro que había sido de la CNT y que al final de la guerra había cambiado la camisa blanca con lamparones de tinta, por la camisa azul de Falange, que —esto lo diré para los malpensados— disimula mucho mejor las manchas cuando a uno se le vuelca el tintero.

Martín no salía mucho de casa y ayudaba a su madre a componer las redes de pesca que le traían los hombres del pueblo y que daban algunos céntimos para comprar algo de pan. María le lavaba también la ropa a Don Prósculo el párroco y aquí, sí, se producía un fenómeno muy curioso. Cuando el cura aparecía montado en su bicicleta Orbea de antes de la guerra para recoger sus sotanas y sus casullas bien limpias, su madre ponía a Martín en la calle y le decía que se fuera a jugar un par de horas por lo menos. Y esto pasaba aunque hiciese frío, calor o lloviese. También pasaba que, a su regreso de jugar tenía que llamar a la puerta siempre, ya que su madre le prohibía terminantemente entrar en casa hasta que no saliera la brillante calva del párroco. Pero sucedía otra cosa más curiosa aún, cuando se iba Don Prósculo, encima de la mesa había manjares exquisitos: una tajada gorda de tocino, medio queso, algunas verduras de temporada y los días con mucha suerte un cuarto de tableta de chocolate negro y los días piroplásticos —esa palabra la oyó Martín en el colegio a un niño mayor que repasaba la lección de ciencias naturales y la usaba para indicar que algo era mucho mejor que bueno, inconsciente de su significado real— había una lata entera de leche condensada como la que Pere, el tendero, tenía en el aparador de su comercio, con el dibujo de la vaca y todo.

Así que el niño se buscó dos refugios seguros para cuando tenía que abandonar la casa y hacía mal tiempo; uno era la casa del músico de jazz y el otro era una pequeña cueva que había en un acantilado de la playa al que se podía acceder cuando bajaba la marea.

El músico de Jazz es el personaje más misterioso de este cuento y su papel en él no es nada desdeñable, pero no adelantemos acontecimientos. Sólo diremos que nadie supo muy bien de dónde vino, un buen día se instaló en otra casa parecida en pobreza a la de María y Martín que estaba también en la playa y había quedado deshabitada después de la guerra, ya que la familia que vivía en ella había marchado a Valencia a buscar una vida mejor. Nunca se supo cómo les fue en la ciudad, lo que sí se supo, ya que las nuevas autoridades del régimen eran muy puntillosas en cuestiones de propiedad de bienes inmuebles, es que el músico era pariente de los emigrados a la capital en busca de fortuna.

En aquel pueblo de pescadores jamás se había oído música de jazz, por supuesto, y cuando apareció aquel hombre, alto, delgadísimo, con unos pantalones blancos de lino, con chaqueta a juego y camisas de seda de estampados imposibles, ocultando bajo un sombrero Panamá unos cabellos rojos ensortijados y tocando esa música que era a la vez caótica y armónica, aquello dio mucho que hablar.

A Martín no le supuso demasiada curiosidad —quizá algo al principio— la presencia del músico, ya que a los pocos días de habitarse la casa, en una de las salidas que el niño hacía ante la presencia de Don Prósculo en la suya, Víctor que así se llamaba el hombre del sombrero, le invitó a pasar para resguardarse de la lluvia y le ofreció una taza de malta. Al niño le parecía que un buen anfitrión debía de haber ofrecido a su invitado una buena taza de chocolate caliente que le recolocara el cuerpo después del frío de la lluvia, pero claro, hasta un niño de seis años se daba cuenta de que eran tiempos duros y nadie invitaba a chocolate de buenas a primeras. Estas visitas se repitieron muchas veces, incluso algunos días a la taza de malta se le podía echar algo de azúcar de remolacha, y entre unas cosas y otras Víctor le fue contando que se había pasado los diez últimos años tocando música en cruceros de lujo, una música que aprendió de los negros de Harlem cuando se fue a Nueva York en busca de trabajo. Y cuando Martín fuese un poco más mayor y tuviese más fuerza en los pulmones, él le enseñaría a tocar como esos negros de Harlem.

Así, más o menos me fue contando a mí la historia el representante de pelucas mientras ambos esperábamos el rápido que iba al norte en la estación. Y si no recuerdo mal, fue en este momento de la narración donde comencé a preguntarme si en aquella fábula iba a pasar algo de extraordinario, porque como ya sabes, hay cuentos que apuntan mucha emoción al principio pero luego no cumplen para nada con las expectativas que prometen. El representante se debió de dar cuenta de eso y entonces siguió contando como hasta ahora no en un susurro, más bien a media voz, pero dándole más profundidad a sus palabras y más o menos esto es lo que dijo:

En un día de invierno, cuando el viento de levante hace apuntar las flores amarillas de la genista hacia las montañas, en donde se pone el sol al final de la jornada, el orondo cura apareció enrojecido del esfuerzo de pedalear en su bicicleta Orbea de antes de la guerra. Martín lo vio de lejos y salió corriendo de la casa sin despedirse de su madre y sin esperar a que ella le dijera que se marchara. Hacía un frío húmedo, como siempre que sopla el levante en invierno, así que pensó que ese, podía ser un día piroplástico, si por fin el músico de jazz se dignaba a agasajarle con una taza de chocolate. Como una centella, recorrió los escasos metros que separaban una casa de la otra y llamó a la puerta. Agudizó el oído y sólo pudo percibir el castañeteo de sus dientes; Víctor no estaba.

Se decepcionó un poco, pero estas cosas pasan, pensó. De repente una gota de agua fría y gorda le calló en la nariz. A ella se sumó una que le empapó el lóbulo de la oreja y comenzaron a caer más que hicieron que, en principio, el polvoriento camino se viese moteado de manchas de un marrón más oscuro y, en poco tiempo, se transformara en barro, y si seguía allí plantado el camino acabaría convirtiéndose en un canal de lodo. Porque sí, en España, la mayoría de los caminos en los años cuarenta estaban sin asfaltar y así seguirían durante muchos, muchos años.

Martín decidió ir a su segundo refugio, la pequeña cueva del acantilado. No sería tan cómoda como la casa del músico de jazz pero por lo menos se podría resguardar de la lluvia. Así que corrió hacia la playa mientras se iba empapando. Sus zapatos comenzaron a llenarse de arena, porque tenían varios agujeros por donde asomaban los dedos de sus pies y se le metían piedras del tamaño de canicas, claro que nunca se le metió ninguna canica, porque eso hubiera sido piroplástico ¿verdad?

Llegó al refugio y el agua había calado sus ropas, estaba anocheciendo y el temporal arreciaba. Se metió en el fondo de la cueva, donde las olas que conseguían penetrar en la oquedad, aun con la marea baja, no alcanzaban a tocarle.

Comenzó a sentirse mal. Un fuerte dolor de cabeza hacía que si cerraba los ojos viese unas chispas de luz de color blanco que le mareaban. A pesar de que no dejaba de tiritar, estaba sudando. Decidió tumbarse en una roca plana y esperar que pasara un buen rato. Quería volver a casa, para que su madre lo metiera en la cama y le acariciara suavemente el pelo, como hacía siempre que enfermaba, pero sabía que Don Prósculo, el párroco aún no se habría ido, además con esa lluvia esperaría en su casa a que amainara para volver pedaleando al centro del pueblo junto a la iglesia donde vivía en una casa de dos pisos.

Martín cerró los ojos muy fuerte para quitarse aquellas luces tan dolorosas y pesadas de delante de sí, sabía que si las luces desaparecían, el dolor de cabeza se iría con ellas. Entonces ocurrió algo muy extraño. Toda la estancia se llenó de un intenso color azul. Martín miró a su alrededor y aparentemente no había nada que fuese distinto, pero las pareces de la cueva parecían hechas ahora de cobalto. El niño conocía aquel mineral azul, el cobalto, de la colección de piedras que tenía el maestro y que a veces llevaba a la escuela para las explicaciones de ciencias naturales de los mayores y que él había admirado desde lejos. Oyó un grito que resonó en toda la oquedad:

—¡Ven aquí!

Se asustó mucho, pero no vio a nadie. Se encogió más sobre sí mismo.

—¡Maldito enano! Cuando te coja voy a hacer jarcias con tus tripas.

Se escuchó otra voz, ésta menos ronca que la anterior.

—¿Tú tú tú a mmí? Ma ma maldito to sa sa saco de ssebbo.

—¿Dónde está mi falcata?

—Te te la de jjas te te en el bar bar co, ca be be zza hue ca ca ca.

—¡Te voy a quitar la tartamudez de un sopapo!

Entonces Martín los vio. Eran dos hombres, uno alto y recio, llevaba una coleta y le cruzaba el torso, que llevaba al aire, una correa ancha y negra que sujetaba una vaina donde se enfundaba una espada curva.

El otro era apenas más alto que el niño, llevaba un turbante y una chilaba blanca, era muy moreno de piel, y al hablar gesticulaba como si quisiera ayudarse con las manos a sacar las palabras que con tanta dificultad salían de su boca. Este dijo:

—No levantes tanto la voz que vas a asustar al chico.

El gigante reparó entonces en Martín y, al mirarlo, al zagal se le heló la sangre. El enano se dio cuenta y le dijo:

—No te asustes, es un ilirio inofensivo. No sería capaz de hacerle daño a una medusa que lo hubiera llenado de picaduras.

—Eh… ¿Te das cuenta? —el gigante enarcó las cejas en un gesto de verdadera sorpresa.

—¿De qué? —dijo el enano un poco amoscado.

—Di algo…

—Algo.

—Algo más —repuso el grandote.

—Algo más —repitió el pequeño hombre sin comprender.

—¡Maldito fenicio alelado! ¿Es que no te das cuenta? Trozo de carne con ojos.

—¿De qué quieres que me dé cuenta?

—De que has dejado de tartamudear, estúpido.

—Ah eso —el hombre del turbante puso cara de circunstancias—. Me pasa siempre.

—¿Siempre? —preguntó el gigante más sorprendido aún si cabe—. Te conozco desde hace varios siglos y eres un tartamudo insoportable desde el primer día.

—No. Bueno, cuando estoy cerca de uno de ellos no —dijo el enano mirando a Martín.

—¿De ellos? —dijo el de la coleta.

—Sí, de los que están… bueno, eso…, vivos —respondió el chiquitajo visiblemente incómodo.

—Ah, ¡qué extraño eres!

—Es que hasta que no se hundió mi barco, yo no había tartamudeado jamás. Es más, tenía la voz más hermosa de todas las tierras del Sultán de Trípoli. Después, cuando… pasé al fondo del mar, bueno, empecé con la tartamudez. Sin embargo, cuando estoy cerca de los vivos se me pasa. Es como si algo se acordara de cuando estaba vivo yo también.

El gigantón lo miró más extrañado aún y después miró a Martín. El niño contemplaba a la extraña pareja sin atreverse a hacer o a decir nada. Entonces el Grandote descamisado le dijo:

—¿Estás esperando a alguien?

—¿Yo? No, sólo estoy aquí para no mojarme —respondió Martín.

—Te pareces a alguien que conozco —le dijo entonces el bajito—. ¿Verdad que sí Arbo?

—Sí —asintió el hombre de gran tamaño—. Llevo pensando lo mismo todo el tiempo que llevamos aquí ¿Tú no tendrás algún familiar que fuese pescador o marinero?

—No que yo recuerde, mi padre es soldado pero se marchó a trabajar a Argentina.

Los dos extraños se quedaron pensando un momento. Y fue el bajito Amed, que así se llamaba el primero en decir lo que ambos estaban pensando.

—Oye amigo ¿Te gustaría acompañarnos? Creo que hay alguien que querrías ver.

—Me llamo Martín —dijo el chico—, y aún no soy tu amigo. No puedo acompañarte, porque cuando escampe la lluvia tengo que volver a casa.

—No te preocupes —respondió Amed—, antes de que deje de llover estarás en tu casa. Además, vamos aquí al lado.

Martín decidió seguirles porque aquellos dos le intrigaban mucho y desde luego jamás les había visto por el pueblo. Pensó que por fin iba a ser él el que tuviera una buena historia que contarle a Víctor, en vez de ser al revés.

Salieron a la playa y continuaba lloviendo. El niño no sentía nada de frío, a pesar de que sus cabellos estaban mojados, como sus ropas y su pequeño cuerpo, pero no parecía notarlo. Caminaron un pequeño trecho por la arena y vieron a un hombre a lo lejos. Vestía un uniforme raído de soldado y miraba hacia las luces del pueblo. Martín casi no recordaba esa silueta, pero a medida que se iba acercando, algo en ella se le hacía familiar.

El hombre volteó la cara hacia ellos y una expresión de melancólica ternura se apoderó de él al ver al chiquillo. Cuando llegaron junto a él fue el primero en hablar.

—Hola, Martín. ¿Sabes quién soy?

El chaval miró por un momento sus zapatos agujereados y después levantó la vista buscando los ojos del soldado.

—¿Padre? —dijo.

—Sí, hijo.

—¿Has vuelto de Argentina? ¿Te quedarás con nosotros?

—No. Sólo estaré aquí mientras dure la lluvia, como ellos —dijo el soldado mirando a Arbo y Amed—. Yo nunca he estado en Argentina, hijo. Ahora soy un habitante del fondo del mar. Salimos mientras llueve porque nuestros cuerpos no pueden dejar de tocar el agua. En días como estos vengo aquí y miro nuestra casa desde la arena.

El niño se miró los dedos y volvió a mirar al hombre intentando asimilar las palabras que este le había dicho. Resultaba todo muy extraño así que decidió aferrarse a la realidad.

—Padre —dijo Martín—, quiero que vuelvas. Mamá y yo tenemos hambre y no ganamos lo suficiente y ella siempre está triste y creo que es porque piensa en ti.

—Eso no puede ser Martín —aseveró el hombre vestido de caqui—. Es más, me tienes que prometer que nunca contarás a nadie que me has visto, ni a ellos tampoco.

Y señaló con el dedo a la extraña pareja que se hacían los disimulados pero que habían estado todo el tiempo escuchando la conversación del padre y el hijo. Amed intervino con cierta reserva y le dijo al padre de Martín:

—Manuel, podríamos hacer algo por el chico y por tu mujer. Será fácil y nadie sabrá que ha sido obra nuestra.

Manuel, le devolvió una mirada de inteligencia y poniéndole una mano en el hombro de Martín le señalo la cueva.

Padre e hijo se fueron hacia la pequeña cavidad en el acantilado, mientras el ilirio y el libio se metían caminando en el mar sin la menor afectación hasta quedar completamente cubiertos por el agua.

Y así le contó Manuel a su hijo la historia de los marineros de los barcos hundidos, que vivían en el fondo del mar y que sólo salen con la lluvia y no se atrevió a contarle su historia, ya que los niños de seis años no deberían saber esas cosas. Le dijo que su barco se había hundido camino de Argentina. Claro que Martín que le habló a su padre del colegio, del trabajo de su madre  con  las  redes  de  pesca  y  del  músico  de  jazz  —aquí se extendió mucho— no le habló de las largas visitas del párroco Don Prósculo, aunque el niño no supo muy bien por qué. Sólo pensaba que un padre no debía saber esas cosas.

Al cabo de un buen rato, aparecieron Amed y Arbo arrastrando entre los dos un pesado cofre que depositaron junto a Martín. Entonces el soldado se levantó y le dijo al niño:

—Es la hora de irnos pero antes quiero decirte una cosa.

—Dime padre.

—Aunque vendré a la playa en los días de lluvia, no quiero que vengas a buscarme. Quiero que a partir de ahora continúes viviendo sin pensar demasiado en lo que ha pasado hoy y por supuesto tu madre no debe enterarse de esto.

—Pero yo…

—No, Martín —atajó su padre—, así debe ser.

Y en los años cuarenta, en España, los niños no discutían demasiado las órdenes de los padres. Afortunadamente esto ha cambiado, aunque no sé si siempre para bien. El niño bajó la mirada y de repente se sintió otra vez muy cansado, con mucho dolor de cabeza y decidió tumbarse en la roca. Su padre comenzó a acariciarle el cabello y antes de dormir pudo oír a Arbo y Amed que discutían:

—¿Te te te hasss ddado do cuen cuen ta de que lle vas la fal fal cata en la va vaina todo el tiempo?

—Oh… Enano estúpido, esto no es una falcata, es un alfanje, con el que algún día te voy a…

Y las voces y las luces se fueron apagando y sólo quedó el bienestar de las caricias del padre en el pelo empapado de Martín.

Recuerdo que mientras estábamos en la estación sonó la megafonía que nos gritaba con su voz metálica al representante de pelucas y a mí que el rápido que nos llevaría al norte haría su entrada por el andén número siete. Recuerdo también que el representante me terminó de contar la historia, pero como se armó barullo a nuestro alrededor, ya no pudo hacerlo no en un susurro, ni siquiera a media voz sino que tuvo que llegar casi al grito. Y de esta forma acabó diciendo:

Al cesar la lluvia, Don Prósculo, se largó pedaleando costosamente en su bicicleta Orbea de antes de la guerra. Pasó un rato y María la madre de Martín comenzó a preocuparse porque no aparecía el niño. Pasó un rato más grande aún y la mujer salió a la calle alarmada a llamando a su hijo. Víctor, el músico de jazz, que había regresado a su casa, salió a ver qué pasaba al oír los gritos. Y al cabo de una hora, todo el pueblo buscaba al zagal con grandes voces, desde el monte a la playa.

El músico tenía una cualidad poco común entre los hombres, la de escuchar al prójimo, y había oído hablar a su amigo del refugio del acantilado y decidió ir a mirar allí. Acertó, ya que se encontró al niño recostado sobre un arcón de madera podrida por la humedad, tiritando de frio y sudando por la fiebre. El músico, que era un hombre precavido, cogió al pequeño en brazos y se lo llevó a su madre, sin mencionar a nadie nada sobre el arcón de madera.

María arrancó al chico de los brazos de Víctor y se lo llevó a casa llenándolo de besos a través del enfangado camino. Algunos vecinos avisaron a Jerónimo el carpintero, que no era médico, pero había estado destinado en la intendencia sanitaria durante la guerra y algo había aprendido sobre vendajes y polvos de boticario. Éste le dio a la madre un mejunje lechoso y le dijo que se lo tomara el crío tres veces al día y que le diese caldo hasta que se recuperase. La madre pensó que lo del caldo iba a estar muy complicado en aquella casa, pero asintió. Y todos se fueron a dormir en el pueblo.

A la mañana siguiente antes de que saliera el sol, apareció el músico pelirrojo con el arcón de madera podrida por la humedad y le dijo a María que aquello era de su hijo. María no supo qué hacer, así que le hizo un gesto para que lo entrara. Una vez que estuvo dentro el baúl, ambos se quedaron mirándolo sin saber qué decir hasta que el músico le pidió un hierro a la mujer para hacer palanca y abrirlo. Esta le dio el atizador de la chimenea y el hombre apenas con un leve giro separó la tapa.

De lo que había dentro del arcón el representante de pelucas no me pudo dar fe, porque decía que en esto diferían mucho las versiones en función de quién contaba la historia. Unos dicen que joyas, otros que monedas, algunos que joyas y monedas, los hay incluso que dicen que estaba lleno de acciones de la Ford Motor Company. Nunca se sabrá con certeza.

El caso es que al poco tiempo Martín se recuperó y Don Prósculo se quedó sin lavandera. Un día, la casa de María y la del Músico, quedaron abandonadas y se cree que emigraron los tres a Valencia, no a hacer fortuna, porque de eso se encargó el arcón, sino a gastarla. Y muchos días en la vida de Martín fueron Piroplásticos porque al regresar del colegio, le esperaba una taza de chocolate humeante antes de su clase de trompeta.

 

Con los años, la fisonomía de aquel pueblo de pescadores cambió y se llenó de hoteles y chalés adosados, torres de apartamentos y europeos que se ponían como cangrejos al sol y un día, un hombre con pinta de tener mucho dinero y de haber aprendido de un pelirrojo a tocar la trompeta como los negros de Harlem, compró varias hectáreas de terreno muy cerca de la cueva que se dejaba ver con la marea baja en el acantilado y construyó una casa veraniega de dos plantas con vistas en un lado al mar y en el otro al paseo marítimo, con una terraza en el segundo piso donde contemplar los maravillosos amaneceres del Mediterráneo en los días de primavera, cuando el mar hace un recorrido cromático que va del rojo fuego al azul turquesa, rodeada de un jardín con romero, tomillo, césped y palmeras que da sombra a un hermoso columpio artesano para que los niños jueguen al fresco en la hora de la siesta. Y se dice que en las noches de tormenta mira por la ventana, porque sabe que vendrán los marineros de los barcos hundidos, mientras siga lloviendo, ya que sus cuerpos nunca pueden dejar de tocar el agua.

 

Mislata, 31 de mayo de 2015

relato Marineros Barcos Hundidos

Salvador López Cobo. Es un autor novel. Ha creado hace unos meses un blog donde va a ir poniendo el material (poesía y relato) que escribe, ya que, hasta ahora, la papelera y el olvido eran los únicos depositarios del mismo.

🖥️ Página web del autor: La Bitácora del presidiario (http://bitacorina.blogspot.com.es/)

📸 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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