textos por
José Garzón Moreta
El quinto solDe las heridas de los dioses brotaban plumas de Quetzal, |
E
ste fragmento narra la huida de Xolotl durante el sacrificio de los dioses, que habría de poner en movimiento el quinto sol para alumbrar a los hombres, así como la posterior persecución del dios por la muerte. Este fragmento siempre ha estado rodeado de polémica, ya que, a pesar de que los estudiosos creen que forma parte del Códice Borgiano, Bernardo de Sahagún no lo cita en sus escritos. La palabra dual (Xolotl, dual de Quezatcóatl) es una traducción aproximada del náhuatl, ya que en la mitología azteca, dual, hermano y némesis son sinónimos, siendo una sola entidad su mismo yo y todos sus otros, incluyendo también su contrario.
Tenochtitlan
Las montañas errantes habían llegado rasgando el mar, pero aquella vez el ajolote solo barruntó su presagio. Ahora, las boyantes cordilleras hendían las dulces aguas de su lago mientras delineaban una quilla y una fecha en sus perennes ojos. Como en las recepciones y sacrificios, la superficie del agua se había cubierto con su manto de oro, de adornos de fuego, telas de olas y ribetes de sangre. Unas ásperas manos apresaron al dúctil animal. Una vez fuera del agua, en la montaña errante, vio como del mentón de su captor surgía pelo, de su cabeza y su pecho metal y de sus pupilas fuego: su hermano había vuelto. Ambos se miraron con esa anomalía y a la vez familiaridad con la que se contemplan dos dioses. El ajolote giró en la cuenca de las manos: frente a él la ciudad fulguraba. Los templos se esculpían en fuego, el maíz estallaba en relámpagos, los hombres rutilaban. Hacía siglos su hermano había navegado hasta Venus, donde descubrió el gualdo y el brillo. Pero era un hallazgo huérfano, y había regresado para aplicarlo al oro, pero ensayaba con las ciudades. Allí estaba, frente al ajolote, un pedazo de Venus, el planeta vespertino y matinal. Y con los píes metidos en la orilla de su lago, la muerte. Aquella vez había estado cerca, pero su hermano había sacrificado a los hombres para salvarlo. El animal pensó que el regresado debía haber muerto, pues en sus pupilas no se evocaba el amarillo del maíz, sino los trigales de Venus; cuando resucitó debían haberle puesto aquel otro nombre con el que ahora lo coreaban, una onomástica de planetas: Cortés. Y allí, en la montaña que flotaba en el lago, frente a la ciudad, un velo de dorados y muerte cubrió sus perfiles y sus vidas.
París
Nuestra Santa Iglesia Católica lleva siglos intentando introducir la religión en el alma femenina, pero no habían encontrado el método adecuado: meter a Dios en un acuario. Nuestros leales y valerosos soldados, que están luchando por la gloria de Francia en México, quizás no consigan la cabeza de Juárez, pero en su lugar nos han obsequiado con unos pálidos e inertes seres: los ajolotes. (Puede ser que no tengan habilidades militares, pero ciertamente saben pescar). Debido a estos animales, considerados dioses, un fervor se ha adueñado de nuestras damiselas, que se agolpan contra el cristal del acuario. Esto, naturalmente, ha provocado la envidia de nuestro Dios, más como hombre que como ser divino. Y, al igual que el resto de sus humores, se transmite a través de sus ministros en la tierra. Según cuentan, en nuestra nueva provincia, México, los dioses se sacrificaron por los hombres. ¡Qué despotismo! ¡Privar al pueblo del derrocamiento! ¡¿Para qué necesitarían gobernantes entonces?! Dejando la democracia a un lado, escuché que nuestro asustadizo amigo, en el pináculo de la confraternidad, huyó, y desde entonces la muerte no lo encuentra. Hoy en día parece que el óbito es poco chic, y ahí radica el éxito de estos seres. El corazón de las mujeres aspira a la eternidad, pero se lo cambian con las enaguas. Estos ajolotes no saben que en Francia lo único que perdura es el cambio. Aquí no nos volvemos eternos, morimos porque es la moda, y la moda es lo único imperecedero.
Provincia de Morelos
Ojalá que fuera ajolote
Plaza de las tres culturas. Tatelolco
Los muertos se extendían por la plaza. Al no haber disparado a un solo bloque de la manifestación, los cadáveres habían quedado dispersados, como desconocidos en una tarde de paseo. En una de las esquinas, una joven pecosa, con un jersey dorado de cuello alto, había recibido un tiro en la frente. De unas rodillas apoyadas sobre el asfalto surgía el cuerpo de un hombre, combado hacia atrás; con el cuello partido, su cabeza había quedado bajo la espalda y los hombros, como si la muerte y la curva lo hubiesen sorprendido rezando. Las yermas manos de un joven se tendían una hacia un libro de Marx, y otra hacia una carta de amor, como si su dueño no hubiese sabido decidirse; y esta última, solo apresada por las inertes yemas, se dejaba arrastrar por el viento, uniéndose a pancartas, flores, octavillas y fotos de los Beatles, muertas en consideración con sus dueños. Tras el silencio brotaron los primeros gemidos y gritos, y poco a poco los heridos empezaron a reptar fuera de la plaza, no fuese que la obra tuviese segundo acto. En el centro, ante la silente congregación, una muchacha dilataba con sus uñas la herida en el pecho de su moribundo amante, bien buscando la bala, bien el corazón. Pocas horas después los ajolotes eran sumergidos en las hirvientes ollas, mientras otros eran machacados en los morteros. Las dolientes madres preparaban jarabes y ungüentos con ellos, igual que cuando sus hijos tenían fiebres y catarros. Lo aplicarían en las heridas abiertas y en los secos labios, y los meterían en sus cunas para que nunca más pisasen la plaza. Así, aplastaban a los dioses en sus humildes morteros, para aplicar la zupía restante en las llagas; pues los ajolotes saben huir de la muerte. De nuevo, los dioses se volvían a sacrificar, pero no por los vivos, sino por los muertos.
Lago Xochimilco
La muerte bajó al lago donde encontró al ajolote. —Flaca, me cachaste —dijo el ajolote. —Ya te me habías huido mucho tiempo, sacatón —respondió la muerte—, pero que no te del agüite ahora. —No pelona, que los dioses no lloramos como los mortales. ¿Pero cómo me encontraste? —Porque soy metiche. —No hagas charras. —Si soy claridosa. Solo seguí a los chómpiras que os afanan y venden. —Ah, esos felones. Algún día nos hubiesen muerto a todos y no te habrías enterado. Ay pelona, mucho tiempo me llevabas galanteando. Pues aquí me tienes canija. —No se le llama canija a la mana. —Tú no eres mi mana. Mi mano fue a Venus y volvió. —También es mi mano él. Y también él eres tú. Pues la vida y la muerte son manos. Cuando te desafanaste en el sacrificio, fuiste suato, porque en la muerte empieza la vida. —¿Entonces he de sacrificarme por los hombres ahorita, pelona? —Por ninguno, sacatón, que ya no se muere por otros. —¿Y por qué te sigues apareciendo pues? Una leve brisa acunó la superficie del agua. —Me tendrás que enseñar a morir flaca, que nunca lo hice. —Es muy fácil mano. Basta con un simple apapache. |
José Garzón Moreta. Vive en Ávila. Es Grado en Comunicación audiovisual, Universidad Carlos III (2009-2013) y cuenta con el Título Profesional de Música especialidad de Oboe por el Conservatorio Tomás Luis de Victoria (1999-2009). Su carrera profesional está ligada al mundo del guion cinematográfico, en el cual ha trabajado en la elaboración de dos largos así como en otros proyectos como cortometrajes y documentales, además de trabajar como becario en la agencia EFE de noticias y estar ligado también al mundo de la música tanto clásica como de jazz.
Contactar con el autor: josegar1991 [at] hotmail.com
ⓘ Ilustración relato: Quetzalcoatl, By Eddo (Own work, évocation du codex Borgia) [CC BY 3.0], via Wikimedia Commons.
Revista Almiar – n.º 84 / enero-febrero de 2016 – MARGEN CERO™
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