relato por
T. H. Merino
H
an dado las cinco. La tarde es lenta, interminable. Fuera hace frío.
Habrá que pensar en la cena, dice María. Rufo, arqueando las cejas, asiente con un movimiento imperceptible de cabeza.
Instantes después, ambos parecen olvidados de la expresión ritual de María, de ese estribillo que, de cuando en cuando para romper el silencio, deja oír sin más variación que la adecuación al momento, habrá que pensar en… Ambos continúan mimetizados en sus sillas de armazones negros y asientos de enea recibiendo el cálido ósculo del hogar. Rufo apoya los brazos en los muslos para encubrir los molestos temblores de manos. María le observa, siempre le observa con sus ojillos de águila singular. Debes ir al médico, dice María. Esto no hay quien lo pare. Es cosa de la mucha edad, masculla Rufo. Prosigue un calmoso silencio. María suspira desde el corazón mismo del alma. Un desahogo de vagas contrariedades que flotan imprecisas en su memoria desgastada.
La casa es amplia. La oscuridad, apresada entre los espesos muros, confiere a la vivienda carácter inhóspito durante el día; por la noche, se tornaría siniestra a un imaginario huésped. La cocina es la estancia más confortable. Allí, al lado de la chimenea, se está bien. El calor de las llamas enrojece la cara y envuelve en sopor la mente. Por comodidad o por desidia mantienen la antigua costumbre de comer siempre en la cocina, aunque el comedor esté ahí mismo, solo separado por el hueco de una puerta, cubierto por una cortina de motivos florales que siguen una complicada, aunque monótona serie, cuyos colores, a fuerza de años de uso, se marchitaron. Al corral, contiguo a la cocina, se accede por una puerta cristalera. Por ella resbalan lentamente, adheridos al cristal, copos de nieve diseminados. Rufo advierte a la luz de las titilantes llamas algún extraño movimiento, y vuelve la vista justo a tiempo para sorprender un copo semideshecho cuando ya desaparecía del último tramo visible. Alargó un carraspeo sonoro para aclararse la garganta. Está nevando. Debería traer leña antes que cuaje, dijo Rufo adaptando un tono novedoso. María vuelve la cabeza buscando la prueba, y exclama: ¡Bah!, imaginaciones tuyas. Él, calla.
Seis campanadas alertan a María. Habrá que pensar en la cena, dice. Él, observa con celo su parte del ritual. Siempre confirma, mediante gestos o movimientos apenas perceptibles, los comentarios aislados de María. Rufo cree que disentir es algo inútil, que en ningún caso va a mover a María a reflexión. Por experiencia sabe que muchas disputas menores podría haberlas evitado simplemente callando. El aguanieve torna en lluvia. Arrecia. Silba el viento. De cuando en cuando un escalofrío recorre la espalda de María, pero arrimada al fuego está bien. El calor del fuego enrojece la cara y envuelve en sopor la mente. De la calle llega el sonido de unos pasos presurosos que se aproximan. Rufo levanta la cabeza, frunce el entrecejo y concentra el oído. El chapoteo de los pasos parece alejarse. Finalmente deja de oírse. Rufo distiende la faz arrugada y se recala la boina. Apoya los brazos en sus descarnados muslos y clava la vista en el enlosado de la cocina. María está sumergida en pensamientos deshilachados mientras contempla absorta los altibajos constantes de las llamas. Teme que doblen las campanas. El pueblo tiene pocos habitantes. Cada vez menos. Ellos son los más viejos. De su saber comprende que la muerte, aunque finalmente siempre llegue, es, a veces, extremadamente paciente. Pero cuando la profundidad de los surcos seniles toca los huesos, bien se sabe que está cerca. Cuenta mentalmente las campanadas. Siete, dice después en voz alta. Y a continuación: hay que pensar en la cena. En su tono se aprecia un atisbo de urgencia, favorecido, sin duda, por el creciente poder que le otorga el acercamiento de la hora. Él, asiente. Ella, se remueve inquieta en la silla, una forma de sugerir apremio. Sin embargo, Rufo no se siente aludido, al menos no se desprenden signos de acción. Y ambos continúan sentados. Todavía era joven, dice ella. Setenta años, precisa él. Pero joven, subraya María, con toda su energía huida, y así se da por terminada la incipiente lid.
En determinado momento, ella se levanta con cierta resolución y se acerca al vasar. Se detiene con la mirada vacilante ante los anaqueles que soportan la cacharrería diversa, sin orden, como una enajenación mental, como ideas confusas desportilladas. María toma conciencia del olvido de su intención, y, en orden lógico, reflexiona, expone la causa de su falta, se juzga a sí misma, se absuelve, inculpa a Rufo, por su falta de iniciativa: No sé a qué iba. Esta cabeza mía. Bueno, vete moviendo que hay que preparar la cena. Rufo se gira la boina con lentitud, como quien trabajosamente pretendiera cambiar el rumbo del pensamiento. En el hogar, las cenizas calientes se acumulan bajo los rescoldos. María viene con una cacerola llena de agua. Allana las cenizas y la deposita. Rufo, que ha permanecido quieto, observando, bien a su pesar, se siente forzado a animarse. Busca en María una mirada que no encuentra, y comienza el trabajo de levantarse pesadamente, penosamente. Bajo el vasar está la mesa cubierta por un hule mugriento. En el cajón se encuentra todo lo necesario: el pan, las servilletas manchadas de colores pardos y amarillentos, los cubiertos incompletos de distintas cuberterías. Rufo, arrastrando una pierna, atentamente observado por María, vuelve a su silla. Cada día estás más torpe, dice María. No había malevolencia en sus pensamientos, pero sus palabras producían algún mínimo daño en Rufo. Y resignadamente, como quien se sabe próximo a la muerte y lo acepta, responde con indulgencia: Esto no hay quien lo pare, María, son cosas de la mucha edad. Mientras, encaja el plato entre las piernas y rebana parsimoniosamente el pan. Ella le mira en silencio, con gesto compasivo. Se pregunta si tendrá lágrimas el día del entierro. Sentirá vergüenza si no tiene los pómulos húmedos cuando la gente la mire, aunque, por otra parte, el trayecto es corto. Pero, es claro, recabará toda la atención sobre sí. Concentrará sobre sí palabras de compasión: Pobre mujer, se queda sola. Además, después, deberá recibir los pésames y la mirarán desde muy cerca. De todos modos, se alegra porque Rufo no tenga que ir ese día arrastrando su pierna mala. Le llevarán a hombros, en horizontal, y no tendrá que excusarse más por la edad, porque la edad carecerá ya de sentido. El agua hierve. María vierte unas gotas de aceite crudo en la cacerola, y, después, alarga a Rufo una cabeza de ajos. Él la mira con expresión dubitativa, y, por fin, pregunta: ¿Todo? Ella responde resolutiva: Sí, es bueno para el reuma. ¡Bah!, tonterías, dice suavemente Rufo. ¡Bueno, tú échalos! Con manos temblorosas va separando los dientes de ajo y los deja caer en el plato cubierto de rebanadas de pan.
ⓘ Del libro de relatos Las habladurías de un loro (1980)
T. H. Merino. De origen extremeño, se estableció años atrás en la Comunidad de Madrid donde actualmente reside.
Su formación económica le condujo por caminos prosaicos, aunque sin soslayar nunca su natural inclinación a la Literatura.
Recientemente, obviando el pasado menos próximo, el autor ha publicado Algo que contar, un libro compendio de diecinueve relatos, y la novela Vuelo errático de mariposa.
👀 Leer otro cuento de este autor, en Almiar: Los límites del cacique
Ilustración del relato: fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 64 / mayo-junio de 2012 – MARGEN CERO™
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