relato por
Francisco Martínez Hoyos

N

ueva York, principios de los ochenta. La Historia parecía haberse teñido con un blanco mortuorio, hasta tal punto que muchos se preguntaban si el estallido de color de los sesenta había sido, como Woodstock, la alucinación de un cuelgue brutal. Los antiguos rebeldes, enfundados en sus trajes a medida, se encaminaban cada mañana a Wall Street imaginando, nuevos piratas, el suculento botín que les esperaba ese día. Kennedy había muerto, Lennon había muerto… El cinismo, la nueva peste negra, imperaba a sus anchas mientras devoraba el último resto de los viejos ideales. La Revolución agonizaba en algún vertedero olvidado, pero al menos nos quedaban las hamburguesas y la Coca-cola.

A mi madre, Zelda Zarkoff, le desagradaba tanto pesimismo. Siempre decía que la vida le había puesto muchas trampas, pero creía, pese a todo, que el ser humano posee más cosas dignas de admiración que de desprecio. La frase era de su admirado Albert Camus, uno de los escritores más presentes en su selecta biblioteca. Se licenció en 1962 —el año de la muerte de Marilyn, le gustaba recordar— y al poco tiempo completó una innovadora investigación en historia oral, una metodología que la había subyugado por completo. Aseguraba que en el fondo todo se reducía a teatro, puro teatro. El informante se sentaba ante ti y en una o dos horas intentaba convencerte de que había tenido una buena razón para hacer cualquier barbaridad.

—Todos posan, Luke —me repetía cada vez que se ponía filosófica.

Cuando me cansaba de sus rollos, me marchaba a desconectar al Pulgarcito’s, un tugurio en lo más chungo del Bronx, contrapunto rojillo de la decadente Studio 54. Allí no iban drogadictos de la Alfombra Roja, ni cazadores de groupies de dudosa mayoría de edad. Aquel era el reino de los escritores sin dinero, los anarquistas barbudos y algún que otro aspirante al Actor’s Studio —Brando, cuántos crímenes se cometen en tu nombre—. Ciertamente, el nombre del local resultaba un tanto estrafalario, pero todo tenía una explicación. Jack Ruby, el dueño, un crítico literario de poca monta con la carrera estancada desde hacía años, siempre fue un sentimental al que le gustaba alternar el cabaret erótico con los cuentos de los hermanos Grimm. Lo habían despedido de la Universidad, donde enseñaba narrativa nórdica, y con el finiquito y la ayuda de sus padres —vaya a usted a saber de quién, porque cualquier detective malo habría averiguado que Ezequiel y Esther Ruby llevaban muertos dos décadas— se había montado un chiringuito majo. Al bueno de Jack, un tipo bajito y regordete, Pulgarcito le parecía el heraldo de la victoria de los pequeños sobre los fuertes. Algún día, los cabrones de la familia Gambino sabrían lo que quería decir.

Después de las clases en la Facultad, donde estudiaba literatura comparada —aún no había comprendido que la mejor ficción está en la vida, no en los libros—, me pasaba cada noche por el local para saludar a los compinches. Allí estaba Jimmy «el Melenas», siempre tan ligón, Bob «el silencioso», el tipo de las muecas elocuentes, y Harvey «dos pistolas». Decían que lo llamaban así porque trabajaba de sicario para la mafia, pero las fuentes bien informadas de radio macuto aseguraban que poseía una pareja de miembros viriles. Naturalmente, que su padre, un prestigioso físico, hubiera trabajado en el Proyecto Manhattan (el de la bomba atómica, lo digo para los jóvenes analfabetos de hoy), no pasaba de la categoría de anécdota.

Por alguna razón, Harvey me tenía un cariño particular. Siempre que me veía me invitaba a un Yellow Submarine, un coctel de su invención, con ingredientes que jamás quiso revelar. Creedme, muchachos: era mejor así. Cuando ya me había achispado lo suficiente para ver a Lucy en el cielo con diamantes, sabía que tenía que ponerme manos a la obra. El Pulgarcito’s se oscurecía de pronto, las luces de neón nos transportaban a un mundo futurista; los tíos y las tías, desinhibidos, se olvidaban de sus trabajos sin futuro y de las facturas impagadas e iban a lo que iban. Ruby, muerto de risa ante tanto macho en celo, me lo dijo más de una vez:

—¡Arturo ha vuelto, Luke! Todos quieren sacar Excalibur de su roca…

Pero yo, en esos momentos, apenas podía escucharle. El futuro colaborador de la New York Review of Books —puestos a picar, hay que picar alto—, se había convertido en un gigoló. En un American Gigoló, faltaría más.

Venían bajo el camuflaje de su aspecto real, sin los elaborados estilismos de la revistas para amas de casa soñadoras. Eran actrices, modelos, presentadoras o simplemente oportunistas que vivían de haberse tirado a algún famosete uno, cinco o diez años antes. En el Pulgarcito’s, bajo el amparo del anonimato, se reconciliaban consigo mismas y podían hablar, por fin, de cualquier cosa que no fuera una banalidad. Buscaban hombres como yo, capaces de una conversación más allá del sujeto, verbo y predicado sobre política internacional o sobre el dato escondido en las novelas de Mario Vargas Llosa. Querían cerebro, no músculo, aunque nada impedía empezar con los sonetos de Shakespeare y acabar en un reservado, tanteando a oscuras la terra incognita de alguien que sabía exprimir hasta el fondo la erótica del saber.

Aquella noche tocaba pintura. Nadie hubiera creído que mi presa, una diva de nombre bíblico a pesar de sus vaqueros ajustados y la locura fetichista de sus botas, admirara en secreto la pintura de Andrea del Sarto.

—Era un perfeccionista, como yo. ¿Sabías que lo llamaban Andrea senza errori?

Adopté mi mirada más cínica.

—¿Quieres que te diga lo que yo también sé hacer «senza errori»…

Me clavó sus ojos perplejos. Contuve la respiración y, por un momento, me temí lo peor. Suerte que, tras unos segundo de incertidumbre, se echó a reír. Entre copa y copa, me confesó que muchos días, cuando terminaba de exhibirse en la radio o en la pequeña pantalla, se reunía con su grupo de educación de adultos para preparar la próxima visita al Metropolitan, organizar un videoforum o debatir sobre la última novela de Joyce Carol Oates. Por supuesto, siempre con peluca y lentillas que cambiaban el color de sus ojos porque lo último que deseaba en el mundo era que sus fans se avergonzaran de ella por sus gustos de empollona. Sí, empollona, la palabra fatídica que la condenaría a una vida de ostracismo social si algún día todo llegaba a saberse.

Su inquietud llegaba hasta a mí como una monótona música de fondo, semejante al canto de un grillo. Estaba demasiado ocupado, lo confieso, calculando el perímetro de un escote tan descomunal como el Cañón del Colorado. ¿Les parezco vulgar? A veces, hasta el poeta más grande necesita ir más allá de las efusiones del espíritu. «A esta unión de nosotros le hacía falta carne y deseo también», cantaba Pablo Milanés. El caso es que me la tiré, me la cepillé, me la follé… o como quieran decirlo en cualquiera de los muchos sinónimos que existen. Porque ya somos bastante mayorcitos como para andarnos con eufemismos, ¿no?

Después de la coyunda, por fin tuve la cabeza en su sitio para discutir si es mejor que en un lienzo predomine el color o el dibujo, algo que a Rachel McGovern —ese era su nombre— la tenía fascinada de verdad. Hablamos, hablamos y hablamos. Rachel se había relajado, sin duda aliviada por desprenderse, ni que fuera una vez, de los vestidos de fiesta y los taconazos despampanantes. Le ofrecí un Martini que aceptó con gusto, saboreando con morosidad el licor entre sus labios ultracolagenados. Parecía la diosa Venus, rolliza y satisfecha, pero sobre todo despreocupada, de ese cuadro de Bronzino en el que aparece junto a un Cupido travieso. ¿Era yo ese amorcillo? Acababan de dar las cuatro de la mañana y, desde el sofá cama donde habíamos hecho el amor, las cortinas abiertas de mi ático nos ofrecían una visión de la Quinta Avenida en su casi completa desnudez, depurada de la máscara de luces, tráfico y multitudes nerviosas. Acurrucada junto a mi pecho, la diva de los cotilleos dejó escapar una lágrima, sorprendida de su fragilidad recién descubierta. Quise decir algo, pero me refrené. No era el momento de romper aquel silencio en el que afloraba una parte de nosotros que la rutina parecía haber engullido con la voracidad de Moby Dick.

Pasaron muchas cosas aquella noche. Rachel disfrutaba del remanso de paz, mientras acariciaba lentamente mi pene, en silencio, con el alivio de no tener que representar el papel cansino de bomba del sexo. Algún día encontraría una exclusiva, daría la campanada, ganaría tantísimo dinero que podría retirarse muy lejos, donde nadie la conociera, rodeada de libros, cuadros de Andrea del Sarto y novios que vieran en ella a la hija del granjero, no a la socialite a la que sacar regalos caros y cenas en restaurantes de lujo. Sólo le faltaba un último gran golpe, ahora que por fin había recuperado el equilibrio tras su ruptura con Patrick Fitzgerald, el conocido novelista.

—Sólo me quería para salir en las revistas. Así sus libros se vendían más.

Me pareció una respuesta un poco extraña. Quise decirle que su exnovio no la necesitaba para que sus thrillers políticos se vendieran como rosquillas, pero lo dejé correr. A fin de cuentas, la gente de la farándula es así: todos se creen el centro del mundo. Para cambiar de tema, le hable de la tesis doctoral que acababa de iniciar: «John F.Kennedy en la narrativa americana: consideraciones intempestivas sobre el imaginario de Camelot». Creí que iba a hacer un gesto de hastío, mientras sus ojos azules, sus hermosos ojos azules, desmentían el «qué interesante» que brotaba desganado de su boca, pero me escuchó con total interés e hizo preguntas muy pertinentes. Hacía mucho tiempo que había aprendido, sin duda, que el arma más peligrosa de seducción masiva es dejar que un hombre parlotee cuanto quiera sobre sí mismo.

—¿Has leído a Carol Oates? —me preguntó a bocajarro.

—Claro que sí, Rachel. Deslumbra por la maestría de su arquitectura narrativa, pero no me creo que sea muy exacta a nivel histórico

—La exactitud, la exactitud… Yo creo que en una novela no debe haber más verdad que la literaria. Por eso nos peleamos más de una vez Patrick y yo: él cree que la ficción está para decir lo que de otra manera sería insoportable o demasiado arriesgado. Le obsesiona el referente.

Como diría Buster, mi antiguo profesor de literatura española, el mundo es un pañuelo y a veces un pañuelo un poco sucio. Había crecido con los relatos de Patrick Fitzgerald, un gozo asegurado en el que se mezclaba el placer estético y la atracción irresistible de la clandestinidad, porque mi madre perdía los nervios cada vez que escuchaba su nombre o la más mínima referencia a Irlanda.

—Es un mujeriego petulante que se cree un regalo de los dioses. Fue muy grosero conmigo cuando me tiró los tejos en 1960.

Zelda debía querer decir «en los años sesenta», porque todo el mundo sabía que Patrick no había publicado su primer libro, La sombra del sicario, hasta 1964. Con aquel relato absorbente sobre el magnicidio de Dallas se convirtió en la sensación del momento, saludado por Norman Mailer como el gran descubrimiento de las letras norteamericanas. Truman Capote, muerto de envidia, se dedicaba a propagar los rumores más descabellados sobre su vida personal, alentado por el enorme agujero de su biografía pública. Había saboreado las mieles del éxito a los cuarenta y siete, pero ni el más avezado reportero de investigación hubiera podido decir dos palabras sobre qué había hecho con su vida hasta entonces. Patrick, con su sonrisa magnética, sus modales exquisitos y su humor desenfadado, se limitaba a esquivar con evasivas las preguntas de sus entrevistadores. Cada vez que le escuchaba salirse por la tangente, pensaba en Zelda y en su manera de pasar por alto mis interrogatorios acerca de su niñez, su familia y, por encima de todo, mi padre, el misterio de los misterios.

Mientras pensaba por la Quinta Avenida, pensando en la deslumbrante trilogía que aquel escritor inaprensible había dedicado a Lee Harvey Oswald, el nudo de mi futura tesis, nunca hubiera imaginado lo que estaba por venir. Dejé olvidada en casa mi bufanda de cachemira, pero apenas notaba el frío, confortado por el recuerdo de los cálidos abrazos de Rachel. Me pidió que la llamara y por una vez, por una maldita vez, no tuve dudas de que mi compañera de juegos nocturnos me había dado su verdadero teléfono.

—Con ella será diferente.

Eso pensaba comunicarle a mi madre con toda la solemnidad que requería la ocasión. Piqué a su departamento y me abrió, con su habitual sentido de las formas, Cecil Gaines, el portero, un antiguo mayordomo que se había despedido de la Casa Blanca, tras dos décadas largas de servicio, en protesta por la tibieza del presidente Reagan con el apartheid sudafricano.

—No he escuchado a la señora Zelda esta mañana. Lo normal es que baje a por su ejemplar del New York Times.

Subí intranquilo. Menos mal que llevaba mis propias llaves. Apenas abrí la puerta, observé que un huracán lo había puesto todo patas arriba, a juzgar por la alfombra de confeti que adornaba el recibidor. Tampoco se me pasó por alto el sujetador que cubría descuidadamente la maceta de gladiolos que hacía juego con la reproducción de El beso, de Klimt, adquirido durante el último viaje a Europa. En la habitación, mi madre dormía desnuda, con las piernas abiertas y otros evidentes signos de haberse corrido una juerga monumental: su melena alborotada, sus ojeras, la expresión satisfecha de quien ha quedado saciado por completo.

Sobre su mesita de noche, en lugar de sus habituales comprimidos para dormir, había un frasco con afrodisíacos y el último bestseller de Fitzgerald con una dedicatoria manuscrita: «Tú siempre serás mi nena. Jack».

«Algo huele a podrido en Dinamarca», susurré. No sería la primera vez, ni la última, que un escritor pierde la chaveta y cree ser uno de sus personajes. Pero lo que realmente me alarmó fue encontrar, entre las revueltas sabanas, una peluca de rubia platino. ¿Qué oscuras fantasías albergaba la que yo tenía por la clásica científica seria y responsable?

Arropé con cuidado a Zelda y, sin saber qué pensar, me marche a la Biblioteca a trabajar en mi tesis. Aproveché bien el tiempo, hasta que hice mi acostumbrado receso de veinte minutos para comer un pequeño sándwich, esta vez de salmón. Salmón, el pez que nada a contracorriente. Di un brinco, asombrado de que un bocadillo a punto de caducar arrojara más luz sobre mi cerebro que los ensayos de Harold Bloom. Recordé entonces que Jack Ruby, hacía algunos años, había sido el único crítico en demoler Dallas Conection, un divertimento acerca de un asesino que se carga a otro asesino. Mientras las grandes firmas de los periódicos aclamaban aquella supuesta obra maestra de orfebrería literaria, él arremetía contra el argumento facilón e inverosímil, disgustado con los innecesarios alardes léxicos que entorpecían el desarrollo de la trama. Si Fitzgerald había leído la recensión, y seguro que lo había hecho porque estaba al día de cualquier cosa que se escribiera sobre su obra, así fuera en un boletín de colegio, aún tendría muy presente la crueldad de aquellos navajazos.

Cuando llegué al Pulgarcito’s, la realidad había superado con creces mis temores. Ruby yacía en la penumbra de un reservado con una cuchillada certera en la garganta, velado por Anastasia y Ginger, sus dos putillas preferidas. El detective que llevaba el caso, un tal Colombo, aseguró que el criminal sólo había podido ser el tipo misterioso con el que mi amigo se había montado su pequeña orgía.

—Flanagan, haga que en el laboratorio analicen estas pastillas.

Su ayudante cogió un frasco que me resultó familiar. ¡Los mismos afrodisíacos que había encontrado en la mesita de mi madre! Mi instinto me decía que su propietario, ese instrumento de la cólera de un dios caprichoso, estaba fuera de control, tanto como mi cabeza, que bailaba como una peonza el extraño vals de la perplejidad, tres por cuatro, tres por cuatro, es tan bonito el Danubio Azul. Necesitado de asimilar tantas emociones, volví a mi Ático y lié mi primer canuto en dos años. Hierba de la mejor, con un aroma intenso y posesivo. Enseguida me dio la risa floja y me dio por llamar a Rachel. Seguro que estaría súper cool con el humo del peta saliendo de sus labios de rubia fatal, mientras se quitaba sin prisas un guante de satén e inclinaba su palabra de honor hacia mis ojos chispeantes de codicia. Seis, cuatro, siete… No estaba. ¡Mierda! Claro que no. Era la hora de su aparición en antena, así que conecté mi viejo aparato sin saber que el colocón se me iba a pasar de golpe.

Aquella loca intentaba convencer a los oyentes de que había descubierto la bomba informativa del siglo: John Kennedy no había muerto, Marilyn no había muerto… Ni siquiera Dios había muerto, por más que se empeñara aquel alemán bigotudo y sifilítico que no se llamaba Adolf Hitler.

Ted Moore, el locutor más gamberro al oeste del Pecos, le seguía la corriente. Días después declararía que se había hecho sangre en los labios para no pasarse todo el programa descojonándose sin control, aunque su público ya no se inmutaba por cosas así.

—Claro que sí, Rachel. La muerte es sólo un sueño. El príncipe y la corista están juntos… en nuestro corazón.

—¡No estoy loca, Teddy!

Por desgracia, su tono histérico, bordeando el desequilibrio nervioso e incluso la apoplejía, convencía a cualquier radioescucha de lo contrario.

—No estoy loca. Kennedy y Marilyn fingieron su muerte para escaparse juntos. Todo fue muy romántico hasta que ella lo descubrió, dos días después, duchándose con la mujer de la limpieza en un motel de California, hasta el culo de ácido lisérgico. «Me dolía la cabeza, cariño», fue todo lo que acertó a decir.

Aquello era demasiado, pero forzoso me era reconocer la extraña coherencia de su desvarío conspiranoico. En los grandes teóricos de la ciencia, Kuhn, Popper, Chalmers y toda la banda, había aprendido el primer artículo de mi decálogo personal: una teoría ha de explicar cuantos más hechos mejor. Si Rachel tenía razón, Marilyn Monroe había iniciado una nueva vida con una identidad secreta. ¿Quizá cómo historiadora oral? Sí, la tentación que vivía arriba era Zelda Zarkoff.

Cogí un taxi y me fui a casa de mi madre en busca de respuestas que ya no necesitaba. De pronto, los gestos incomprensibles cobraban significado. Al entrar, Cecil me comentó, extrañado, que había un hombre en la casa. Durante los dos años que lleva en el inmueble, jamás ningún acompañante masculino había franqueado el umbral. El portero no sabía que así había sido durante las últimas dos décadas, es decir, desde que yo había llegado al mundo.

En el comedor, Zelda vestía una bata rosa que dejaba entrever el resto de gloria de sus senos. A su lado, Patrick Fitzgerald fumaba un habano descomunal, congratulándose de que Fidel Castro no fuera tan mal chico después de todo. Se hizo un silencio breve e incómodo, hasta que Patrick se adelantó hacia mí con su eterna sonrisa.

—Luke, yo soy tu padre.

 

relato American Gigoló

Francisco Martínez Hoyos

Francisco Martínez Hoyos, es un historiador y escritor catalán.

📩 Contactar con el autor: fmhoyos[at]yahoo.es

👁 Lee otros textos, en Almiar, de este autor: Los demonios del invencionero:
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📸 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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