relato por
Katarina Zatlkajova

A

licia se despertó a las siete y media en punto. No necesitaba de despertador. Tenía un sueño muy ligero y los primeros rayos del sol, que abrazaban el alma granadina con un cinturón de metal ardiente, le abrían los ojos sin pensar en sus sueños. Alicia se levantó. La cama, la ventana, las flores podridas sobre la mesa y hasta toda la habitación giraban en una dirección contraria a los movimientos terrestres. Entró al cuarto de baño y encontró allí su imagen grabada en el espejo. Esa imagen que la esperaba allí mañana tras mañana se disolvía hoy ante sus ojos en espirales irregulares. Soledad. Le venía a la mente un nombre: Soledad.

Soledad estaba contemplando la luna hasta que sus ojos se empaparan de su brillo trasparente. Uno de los mayores milagros de Dios es ella, la luna. Frágil y a la vez fuerte, está colgada sobre el mundo como una linterna, seduciendo al hombre que se pone a admirarla. Soledad no tenía miedo, aunque podría parecer absurdo. Yacía sobre la hierba húmeda, único trozo de tierra sobre el que no habían crecido árboles robustos. Era un punto esparcido en lo infinito. Procuraba dormir, pero con esa luz radiante no podía cerrar los ojos. Al rato merodeaba por entre los árboles y buscaba el camino. Sin embargo, la vegetación era tan densa que no lo podía encontrar. Se sentó sobre una roca, estatua enorme del bosque, sin saber qué es lo que iba a hacer.

El día de Alicia era como todos, siempre se repetía la misma historia. Sus días eran una cadena perpetua. Al llegar a casa, la isla privada de su ser, primero buscaba las llaves, amargando la caída del sol. Después, al entrar finalmente por la puerta y cerrar el mundo, se sentaba en el sofá y se ponía a pensar en lo que haría al día siguiente. Estaba agotada por el trabajo que le daban, que siempre le daban. Los pensamientos desfilaban ante sus ojos como las imágenes de una película antigua. Se dormía. Soledad.

Ahora sí que tenía que encontrar el camino. Hace tanto tiempo que está aquí, que lo está buscando en vano. ¿Qué hacer? Los árboles, parientes de los monstruos, están bailando en círculos macabros, cambiando de sitio como si tratara de un circo. Ya no tiene fuerzas. Se cae. Se cae. Una y otra vez. Se levanta y vuelve a caer. El suelo. La tierra. Las piedras. La sangre. Se levanta. Las ramas. Las hojas. La humedad. Las lágrimas. La impotencia. Mañana.

Por la mañana hacía bastante frío, como siempre en Granada en este mes del año. Alicia se apoyó en un árbol. Estaba esperando el autobús para ir al trabajo. Estaba fumando. El humo crecía al cielo como el incienso. Ya viene. Aplastó el cigarrillo y subió al autobús. Hoy, el tres de febrero de 2011. Hace frío. ¿Nevará? Posiblemente nevará. Hay mucha gente. La intranquilidad. Las voces. Una mujer que consuela su bebé. Un hombre en traje que llama por el teléfono. Es guapo, aunque mayor. No es para ella. Nadie es para ella. Un joven, más o menos de quince años escucha la música. Se oye el sonido de sus auriculares. De vez en cuando canturrea una melodía de la canción. ¿Qué día lo espera? ¿Y a ese hombre guapo? Tiene que bajarse. La puerta. El aire.

Soledad se levantó de nuevo. Recogió las últimas fuerzas que tenía. Le faltaba aire, pero a pesar de eso echó a correr. Le sangraba el brazo. Sentía el líquido caliente derramarse por su cuerpo. Tenía que pararse, pero no sentía dolor. Tenía que lograrlo, alcanzar su meta. Ésa era su misión. Oía su corazón. Era como una máquina que funcionaba al máximo. No podía respirar. Abría y cerraba la boca como si quisiera capturar trozos de aire. Pero tenía que hacerlo. Soledad.

Otro día. Como todos, tan iguales, tan idénticos… Alicia pensaba que estaba, a lo mejor, viviendo el mismo día infinitas veces como una canción del tocadiscos que se repite sin parar. El camino a la casa se prolongaba. El asfalto se pegaba a sus pies. Sentía vértice. En la mente le aparecía un nombre: Soledad. Ya no entendía nada. Se sentó un momento en la banca. El mundo fluía a su alrededor como innumerables ríos que se entrelazaban, formando mares, o bien, morían en charcos de agua podrida. Algunos crecían, devorando los arroyos sutiles. La vida es así. Finalmente llegó a casa. Hoy quiere salir. Es viernes (me ha contado que quiere ir a una fiesta que hace una de sus no-amigas). Piensa ponerse un vestido, ese nuevo, el que se compró el otro día. Mira en el espejo. De nuevo la imagen. Se maquilla. El pelo le cae tranquilamente sobre los hombros. Olvidó el monedero en el trabajo. Va a tener que ir a sacar el dinero del cajero (siempre le digo que tenga cuidado). Está lista, se puede ir. No hay nadie en la calle, cierra la puerta con cuidado, sabe que otra vez no va a saber encontrar las llaves, a pesar de que las trae consigo. De repente se oyen unos gritos, posiblemente un grupo de jóvenes que se van al botellón. Alicia piensa en el día que ha vivido y en lo que le queda por vivir. No tiene ganas de ir a la fiesta, pero ya lo ha prometido y no quiere parecer una persona asocial. No lo es. La luna la acompaña. La luna está ardiendo, como si en su piel helada de repente nacieran llamas. Alicia entró en el bar. Hace mucho calor. Se quita el abrigo y se acerca a su amiga, la que como siempre le presenta una de sus sonrisas de marca barata, comprada en los chinos. Alicia pide una copa, bebe despacio, pero tiene sed. Hace calor. No se siente a gusto. Busca en el bolso su móvil. Está hojeando en los contactos y parece que busca a su salvador. Bebe más. El calor está creciendo. Su cerebro se aleja poco a poco del móvil. Los pensamientos se disuelven. La tranquilidad.

Soledad no podía estar tranquila hasta que no hallara el camino. Cerró los ojos, el corazón latía con cada vez más fuerza. Volvió a cerrar los ojos. Lo siente. Está cerca. Esto es lo que siempre ha esperado, esto es su momento. El momento de la gracia, el final que desemboca en un nuevo comienzo. Nunca ha estado tan feliz. Sonríe. Su sonrisa brilla e irradia haces luminosos por entre las ramas. No lo puede creer. Va a ser libre. Por fin.

Eran las doce. Alicia no tenía ganas de permanecer allí ni un minuto más. Estaba un poco ebria, pero sabía lo que hacía. Cogió su abrigo y salió a la calle. Eran las doce. La luna se hacía cada vez más grande y sangrienta. Alicia no sabía si soñaba o si era realidad. Se paró y sacó del bolso un cigarrillo (un día la van a matar). Quería fumar. Desaparecer. Otra vez no podía encontrar las llaves. Le parecía hasta absurdo. A lo mejor sí, estaba viviendo un drama absurdo (a veces pienso que las mejores cosas son aquellas que no tienen ningún sentido. Como, por ejemplo, llevar el paraguas cuando está despejado o llevar las gafas de sol cuando sabes que va a hacer mal tiempo. La utilidad de las cosas destruye el momento de belleza, la poesía sin sumergido en el sin-sentido. La vida es para vivir, no para que se deje explotar hasta el límite. Hay que vivir la poesía de lo inútil, lo absurdo. Pero claro, para Alicia no era así). Alicia trataba de rellenar el vacío, encontrar par a cada cosa que la rodeaba. En ese momento caminaba despacio, tratando de gozar, por lo menos, de su cigarrillo. La noche se apoderaba de su cuerpo y la transformaba junto con su densidad sofocante en una masa amorfa. El día. El día sería su única esperanza. Se paró en la esquina y quería tirar el cigarrillo (tenía las manos frías y temblaba un poco) cuando de repente los vio. Estaban allí, brillando en la oscuridad, saliendo de lo honda que era la noche. Estaban solos. Llegaron, posiblemente, para ofrecerle su vacío. No se parecía a nada que había o habría podido ver antes. Era como si los conociera desde siempre, como si estuvieran con ella desde el nacimiento de la eternidad, como si hubieran crecido con ella del inicio de la nada. Ellos. Sí, recreaban pedazos de su profundidad que sin saber ella cómo, pero sabían alcanzarla. Ellos. Sí, sabían derrumbar las paredes sucias, que tanto escondía delante de sí misma, sin hacerle daño. Soledad. Soledad palpitaba en su ser hasta tal punto que Alicia sentía que iba a estallar por dentro. Soledad. Se fue. Ya la conoció, pero se fue. Se sentía libre. Era libre. Por fin. Lo hicieron ellos. Eran sus ojos, y eran verdes.

Soledad corría. Le faltaba aliento, pero tenía tanta esperanza de que había encontrado ya el camino que no podía pararse. La vegetación se hacía cada vez menos densa. Los árboles iban desapareciendo detrás de su espalda como si nunca hubieran existido. La luna, que había desangrado su alma en el altar celeste, se fue a descansar. Al final, desaparecieron también las rocas. Aquellas rocas que durante tanto tiempo fueron su único refugio. Se sentía ligera. Le parecía que no tenía cuerpo, o mejor dicho, que su cuerpo no pesaba nada. Se sentía tan unida al universo, como si nunca hubiera sentido el peso de la desolación. La naturaleza ahora bailaba como el día de fiesta, tan alegre. Seguramente, esperaba algo nuevo. Sí, lo ha logrado. Va a cumplir con su misión. Esto era lo que le correspondía desde siempre. Ahora lo puede hacer. Soledad sentía que todo lo que había hecho antes tenía un sentido en sí, aunque en ese momento no lo parecía. La felicidad brotaba de su ser en gotas cristalinas. Casi podía tocarlas. Sí, por fin.

Cuando amaneció, Soledad entró en el campo de los girasoles. Estaba libre. Por fin. Salió el sol y era de día. Un día diferente. Soledad se fue, pero estaba libre. Las dos estaban libres. Los ojos.

Por fin.

greca párrafo relato Al amanecer

Katarina Zatlkajova es estudiante de Filología y Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía, Universidad Carolina de Praga. Su dedicación es escribir y el estudio de la literatura.

Contactar con la autora: zatlkajova.katarina [at] seznam [dot] cz

 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

Relato Al amanecer

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