relato por
Álvaro Pulido de Blas

 

«La próxima sí. La próxima será la buena».

Dani volvía de la galería a la que había ido a mostrar sus dos nuevas obras. Ese día, la directora se había mostrado un poco más impresionada de lo habitual, pero la respuesta había sido un eufemismo que a él le taladraba los oídos más que cualquier otra razón más sincera y abrumadora: «Están bien, pero de momento no tenemos hueco para exponerlas ni dinero para comprarlas. Hablaremos más adelante». Prefería mil veces un «sus cuadros son una mierda» antes que escuchar palabras vacías que no dejaban de ser una forma cortés de decir lo mismo.

Había pintado muchos cuadros. Los presentaba a galerías de arte y coleccionistas, los mostraba a través de Internet, participaba en todos los concursos de los que se enteraba e incluso pintó algunos por encargo para amigos y conocidos. Pero nunca pasaba de ahí. Su sueño era dedicarse profesionalmente a la pintura y poder dejar su trabajo como informático en una empresa del centro de la ciudad. Y no iba a rendirse aunque le rechazaran una y otra vez, sencillamente porque disfrutaba pintando.

Mientras sacaba las llaves del bolsillo, doblando la esquina que daba a la puerta de su edificio, sufrió un golpe fortísimo y algo le arrojó al suelo con violencia. El impacto le hizo un daño terrible en la cabeza y en la espalda, y cuando intentó levantarse comprobó que no podía. La persona que se lo había llevado por delante estaba tirada encima de él.

—¡Eh! ¿Por qué no miras por donde vas?

Entonces le vio la cara. Ella abrió los ojos que había cerrado por el golpe, y, durante una milésima de segundo, Dani vio unos ojos que parecían apagados. Pero esa imagen desapareció tan rápido que pensó que había sido una imaginación suya, porque la chica le tiró de un brazo hasta ponerlo en pie bruscamente.

—¿Vives aquí? ¡Por favor, déjame entrar contigo!

—¿Qué?

—¡No hay tiempo! ¡Luego te lo explico, por favor, rápido!

—¿Qué dices? ¿Cómo te voy a dejar entrar? No te conozco de nada.

La chica, que estaba perdiendo la paciencia, vio las llaves en el suelo y las cogió antes que Dani. Abrió a toda prisa y se coló en el portal. Dani entró corriendo detrás de ella justo antes de que se cerrara la puerta. La joven se paró delante del ascensor y se dio la vuelta. En su cara había dibujada ahora una sonrisa de oreja a oreja. Llamó al ascensor y, cuando éste se abrió, estiró el brazo de tal forma que las llaves quedaron colgando sobre el hueco.

—¡Eh, eh, tranquila! No hagas eso, ¿vale? ¿Qué quieres, dinero?

—¿Por quién me tomas? Ya te lo he dicho. Si las quieres tendrás que dejarme entrar en tu casa.

—Ni hablar.

—Contaré hasta tres. Uno…

—¡Vale, vale! ¡Cuarto A! —dijo, consciente de que no tenía alternativa—. Pero no tires las llaves, por favor, no quiero llamar a un cerrajero.

—¡Pues venga! —exclamó ella radiante de felicidad, mientras tiraba de él para que entraran en el ascensor.

Mientras subían, Dani la miró fijamente.

—¿Quién te crees que eres para chantajear así a la gente?

La sonrisa desapareció de su cara y volvió a parecer una chica asustada y frágil.

—Nadie.

Aquella respuesta lo desconcertó muchísimo, pero no tuvo tiempo de pensar. El ascensor se abrió y ella salió disparada hacia la puerta A. Una vez dentro, ella misma echó el cerrojo y le devolvió las llaves.

—Toma. Ya no las necesito.

Se quedó de pie frente a la joven, sin saber qué hacer ni qué decir. Los dos se miraron fijamente, él con una cara muy seria y ella de nuevo con el atisbo de miedo que Dani ya había percibido dos veces.

—¡Me voy a la ducha! —dijo la chica de pronto, sonriendo como la mujer más feliz del mundo.

—¿Qué? ¡Pero bueno! ¿Tú que te has creído?

Entonces, por primera vez, reparó en ella. Solo debía tener uno o dos años menos que él, y su aspecto era lamentable. Se notaba que la camisa no era suya, porque le quedaba enorme. Además estaba sucísima, igual que los vaqueros, raídos y con varios agujeros. Las deportivas estaban rajadas y llenas de barro. Ella también parecía llevar un tiempo sin lavarse, y su media melena morena estaba enredada y sucia. Fue en ese momento cuando se fijó en su cara. Era una cara muy cansada, nada propia de su edad, y tenía ojeras. Además se notaba que su nariz estaba ligeramente torcida. Si no fuera por las condiciones en que se encontraba, hubiera dicho que era guapa. Pero antes de que saliera de su ensimismamiento, la joven ya estaba en el cuarto de baño.

—¡Eh! ¡Sal de ahí! ¡Está es mi casa!

Intentó entrar pero ya había puesto el pestillo.

—¡No grites tanto, que se van a quejar tus vecinos! —le dijo ella desde el otro lado. Después ya solo escuchó el ruido de la ducha.

Dani se resignó y se sentó en el sofá a ver la televisión, aunque no la prestaba atención. «No me lo puedo creer, nunca he visto a nadie con una cara tan dura. Quizá ha tenido mala suerte en la vida y vive en la calle. Entonces, ya he hecho mi buena acción del día. Cuando salga, que se largue. No es que no me dé pena, pero no puedo dejar que se vayan instalando en mi casa todos los sin techo».

—Eh, ¿este es el pijama más pequeño que tienes? Me queda un poco grande, la verdad.

—¡Oye, esa es mi ropa!

—¡No me digas! No tengo otra, y la mía está hecha un asco. Pero no te preocupes, ¡mañana pongo la lavadora!

—¿Mañana? ¿Acaso piensas que te vas a quedar a dormir?

—¡Pues claro! ¿Es que quieres que duerma en la calle? Estamos en marzo, pero aún hace mucho frío.

—Pero… ¿tú no tienes casa?

—Es obvio que no —respondió con toda naturalidad—. Ah, no me he presentado. Me llamo Eli. En realidad Elisa, pero a ti te dejo que me llames Eli.

—Yo… soy Dani.

—Pero no te preocupes, no quiero parecer una gorrona. ¡Te haré la cena!

—¿Cómo?

Pero antes de que pudiera reaccionar Eli ya estaba revolviendo el frigorífico y los armarios de la cocina.

—Mmm… no tienes gran cosa, ya va siendo hora de que vayas a comprar.

—Si no te gusta puedes largarte por donde has venido.

—Bueno, algo podré hacer —respondió Eli, como si nada.

A Dani le desesperaba la naturalidad con que la chica se desenvolvía después de haberse auto instalado en su casa y comportarse como si fuera una habitante más de ella.

—¡Listo! Ensalada de verduras y huevos rellenos. ¿Qué tal?

Dani lo probó y su cara hizo una mueca de disgusto.

—¡Puaj! ¿A esto lo llamas cena?

Pero la respuesta de Eli fue un golpe en la cabeza con el escurridor.

—¡Oye guapo, sin exigencias!

—¿No tienes familia?

—No… ah, y de postre estos helados que tenías en el congelador. ¡No podrás acusarme a mí si están malos!

Dani seguía dándole vueltas a la cabeza: «Sí, debe vivir en la calle… pero, ¿qué habrá sido de su familia? Aunque es desesperante y tiene una cara que se la pisa, no parece mala chica».

—¿Por qué tenías tanta prisa? ¿Te perseguía alguien?

—¿Pero qué dices? Si me ha quedado todo exquisito.

Eli se pasó el resto de la cena picándole y sacando a Dani de sus casillas, hasta que él decidió ir a acostarse.

—Solo tengo una cama y en el otro dormitorio hay un estudio. Así que puedes dormir en el sofá. ¡Y mañana te vas!

—¡Vaya, la televisión cada vez da más pena!

«Está como una cabra», fue el último pensamiento de Dani antes de dormirse.

—Uaaahhh… ¿Pero qué…? ¡Eli! ¿Qué haces en mi cama?

—Mmm… buenos días —respondió frotándose los ojos—. Me estaba dejando la espalda en el sofá, en cambio esta cama es tan cómoda…

—¡No vuelvas a meterte en la misma cama que yo! Que sepas que… ¡pero si estás desnuda!

—No seas burro, estoy en ropa interior —contestó ella con una mirada pícara, y de un salto se puso encima de él—. Como me has acogido con tanta hospitalidad y me has tratado tan bien, quiero recompensarte. ¿Qué me dices?

—¿Tú estás loca o qué?

Tirando de la sábana consiguió sacarse a Eli de encima y ponerse él sobre ella, con la cara a escasos centímetros de la suya.

—¿Por quién me tomas tú ahora?

Dani pensaba que Eli le respondería con otra frase ingeniosa, pero lo que dijo, sonriendo dulcemente y dándole un capirotazo en la oreja, le sorprendió.

—Apenas te conozco pero de algún modo sabía que dirías eso.

Se zafó de él y se fue directa a la cocina.

—Te prepararé el desayuno. ¿Huevos fritos con beicon?

—Ayer cené huevos.

—Pues hoy compra cereales y así mañana desayunaremos otra cosa.

—¿Mañana? Creía que te ibas hoy.

—Sí hombre, con lo bien que estoy aquí.

—¡Un momento! No puedes quedarte aquí, es mi casa.

Eli se dio la vuelta y miró a Dani fijamente, muy seria. Dani pensó que volvería a ver en sus ojos la misma expresión del día anterior, pero cuando estaba a punto de rendirse se dio cuenta de que era un chantaje al ver lo que tenía en la mano.

—¡Esa es la copia de las llaves que tenía en el despacho!

—¡Je, je! ¿Quieres que salga de casa sin llaves?

—¡Sí, eso es exactamente lo que quiero!

Empezó a perseguirla por todas las habitaciones, sin éxito, mientras Eli se lo pasaba en grande, hasta que tuvo que rendirse. La chica era más ágil que él.

—Tengo que irme a trabajar. Solo te pido que no metas a nadie en casa.

—Tranquilo, necesito un poco de intimidad —dijo sonriendo tristemente.

—¿Qué significa eso?

—¡Vamos, que llegarás tarde! ¡Préstame ropa tuya, te acompaño al centro y…

Eli empezó a toser mucho, no podía parar. Dani creyó que se le pasaría pronto pero estuvo así por lo menos un minuto.

—Ten un vaso de agua. ¿Qué te pasa? ¿Has cogido la gripe?

—No es nada.

Pero no engañó a Dani. De nuevo su gesto se había vuelto serio y en sus ojos se reflejaba tristeza y cansancio.

—¿Seguro?

—Sí, no te preocupes. Tengo un poco de faringitis. Solo… ¿podrías dejarme dinero para ir a comprar algo a la farmacia?

—No hace falta, tengo de todo en el armario de la cocina. Será mejor que te quedes aquí…

—No. Quiero salir. Te acompaño.

Dani no replicó. A pesar de que hacía pocas horas que la conocía, ya se había dado cuenta de que era inútil discutir con ella.

Cuando llegaron al centro se separaron. De camino a su oficina, Dani no podía dejar de pensar en ella. ¿Quién era y de dónde había salido? ¿Por qué alguien que parecía tan alegre y buena persona se había quedado sola y en la calle? Cuando se sentó en su mesa una colleja le devolvió a la realidad.

—¡Despierta! ¡Pues no tienes hoy curro ni nada!

Era Aitor, su compañero y amigo.

—¿Qué diablos te pasa?

Entonces su cabeza volvió a recibir una nueva colleja, pero esta vez más fuerte. Aitor estaba a su derecha con las manos en los bolsillos, así que miró a la izquierda.

—¡Eli!

—¡Hola! —dijo ella sonriendo—. Quería ver dónde trabajabas. Te he seguido.

—¡No es posible! ¿Cómo has conseguido pasar?

—Le he dicho al vigilante que era tu hermana y que venía a traerte una cosa que se te había olvidado.

—Dios mío, que seguridad tenemos aquí…

—¿Quién es ésta? —preguntó Aitor mirando a Eli perplejo.

—Es… una prima mía. Eli, este es Aitor.

—Mucho gusto —dijo Eli, y le dio dos besos encantada de ser de pronto familia de Dani. Él, sin embargo, ya se estaba arrepintiendo de decirlo.

—¡Vosotros dos! ¿Qué estáis haciendo? ¡Poneros ya a trabajar!

El que había gritado desde la otra punta de la oficina era su jefe.

—Bueno, me voy —dijo Eli—. Tendré la cena preparada cuando llegues.

—Gracias otra vez —contestó Dani aliviado de que se marchara.

Eli y Aitor se despidieron en la puerta que daba al vestíbulo de los ascensores.

—Venga, va. Dime quién eres. Estoy seguro de que no eres su prima. ¿Estás saliendo con él?

—Ju  ju,  eres  muy  perspicaz  —contestó  ella pícaramente—. Pero no, no estamos saliendo, solo somos conocidos. Por cierto, ¿me prestas dinero?

—Pero si no te conozco de nada —respondió Aitor, atónito.

—Pero conoces a Dani. Por favor, te prometo que te lo devolveré. Ahora no tengo trabajo y tengo algunos gastos. Por favor —repitió—, no son caprichos.

Eli se había puesto muy seria de repente. Aitor era bastante desconfiado con las personas a las que acababa de conocer, pero por alguna extraña razón, esa chica le inspiraba confianza. Después de unos segundos dijo:

—Está bien. ¿Cuánto necesitas?

—Creo que con quinientos euros me apañaré.

—¿Qué? —exclamó Aitor pasmado—. ¿Qui… quinientos?

—Es para instalarme. Si todo va bien y encuentro un trabajo, tendrás tu dinero en menos de un mes —respondió ella, radiante—. No quiero abusar más de Dani, bastante lo estoy haciendo ya.

Aitor seguía sin explicárselo, pero sentía que podía confiar en esa muchacha.

—Tendremos que ir al cajero, no suelo llevar esas cantidades encima.

Salieron juntos a la calle. Eli se mostraba radiante.

—Gracias. De verdad, muchas gracias —contestó Eli con una sonrisa débil pero auténtica cuando el chico le dio el dinero.

Dani llegó tarde a casa. Haberse pasado el día entero trabajando le hizo olvidarse de Eli. Pero se acordó de ella en cuanto abrió la puerta y olió a quemado.

—¡Eli! ¿Qué estas haciendo?

—¡Ahhhh! ¡Se me ha quemado la comida! —gritó entrando a toda prisa en la cocina y quitando una cazuela del fuego.

—Madre mía… ¿pero dónde estabas?

—En mi habitación, guardando mi ropa.

—¿Tu habitación? ¿Tu ropa?

—¡Sí! ¡Mira, mira!

Le agarró del brazo y le llevó al despacho, donde ahora había una cama, una cómoda y cinco bolsas de ropa.

—¡Mi despacho!

—Tranquilo, te he puesto el ordenador, los libros, el caballete, los lienzos y las pinturas en el salón —dijo ella, orgullosa de su idea.

—¡Gracias!

—No sabía que te gustaba pintar. No entiendo nada de cuadros, pero a mí me gustan.

Al oír aquello a Dani se le pasó momentáneamente el enfado.

—¿Ah, sí?

Eli asintió con la cabeza.

—¡Aunque siento que ahora tengas que pintar en el salón!

—¿De dónde has sacado todo esto? Creía que no tenías dinero.

—Me lo ha dejado un amigo.

—¿Qué amigo?

—Bueno, a ver, ¿qué cenamos? Porque el pulpo que estaba cociendo ha sufrido un pequeño accidente, ¡ja ja ja!

Dani agachó la cabeza con resignación. Empezaba a acostumbrarse a que Eli no respondiera a aquello que no le diera la gana.

—Llamaré al chino.

—¡Excelente idea!

Después de cenar Eli insistió en ver una película y jugar a las cartas y, como era viernes, estuvieron hasta altas horas de la madrugada despiertos. Dani se lo pasó muy bien con Eli, tanto que se dio cuenta de que ya no pensaba en echarla de casa.

El sábado se levantaron tardísimo. Después de comer se fueron a comprar. Mientras Dani empujaba el carrito Eli no paraba de echar cosas en él.

—Eli, mi sueldo no es ilimitado. En el carro no caben más cosas. ¡Y la gente nos está mirando!

—Pues que miren, no seas quejica. Hace un montón de tiempo que no como estas cosas.

—¿Cómo he dejado que me convenza para acogerla en mi casa? —murmuró Dani para sí.

—¿Decías?

—Nada.

—Ya me parecía. ¿Qué te parece si después salimos por ahí? Hace muy buen tiempo.

—Vale. ¿Qué quieres hacer?

—Uf, un montón de cosas: ir al parque de atracciones, al planetario, hacer senderismo por la sierra, ver los museos, ir al cine o al teatro a ver una obra y, aunque no me gusta que los animales estén encerrados, tampoco me importaría ir al zoo, por verlos…

—¡Eh, para, para! No nos va a dar tiempo a todo eso.

Eli le miró extrañada.

—¿Tiempo? Yo tengo todo el tiempo del mundo. ¿Tú no?

—Eh… esto, pues yo… —de pronto no supo qué decir. ¿Había alguna razón por la que no tuviera tiempo para hacer las cosas que quería hacer? Eli le leyó el pensamiento y sonrió.

—¡Pues decidido!

Y así fue como Dani empezó a vivir con su nueva «compañera de piso». Eli era picajosa, escandalosa, espontánea y natural, un torbellino, muy diferente a él. Lo que Dani no se explicaba era cómo alguien que parecía llevar tiempo sin tener un sitio estable donde vivir e incluso deambulando por la calle, irradiara semejante alegría. De pronto, se sorprendió a sí mismo pensando que ya había interiorizado tanto su compañía que no se imaginaba sin ella. Aun así, no se atrevía a preguntarle nada de su vida ni de su pasado, ni ella tampoco parecía interesada en hablar del tema. A veces pensaba sobre ello, pero era todo tan extraño que acababa enterrando el asunto en lo más profundo de su mente.

Pasaron cinco meses, que Dani sintió como los mejores de su vida. Durante ese tiempo se lo pasó en grande con Eli y llevaron a cabo todas las cosas que planearon. Él seguía trabajando mientras pintaba un nuevo cuadro para un concurso de mucho renombre. Además, Eli también parecía haber desarrollado una afición: se había comprado dos libros de física. Parecía realmente interesada en su estudio, y a Dani le pareció muy bien, aunque le resultaba curioso. También le gustaba mucho el cine. Un día, al llegar a casa se la encontró viendo Con faldas y a lo loco.

—Estas de antes sí que eran buenas películas, ¿no crees?

—La verdad es que sí. ¿Ya has terminado de estudiar?

—¡Uf! Llevo cuatro horas, no puedo más. Hoy he aprendido muchas cosas interesantes. ¿Conoces la teoría del gato de Schrödinger?

—¿El gato de qué?

—Es un experimento imaginario de un físico austriaco. Si metes en una caja un gato, un veneno y un mecanismo con un cincuenta por ciento de posibilidades de liberar el veneno, ¿cómo estará el gato?

—Pues tendrá un cincuenta por ciento de posibilidades de estar vivo y otro cincuenta de estar muerto.

—Pues la interpretación que yo saco de esta teoría es que tiene un cien por cien de ambas cosas, hasta que abras la caja y lo observes. Hasta entonces, según los principios de la física cuántica, estará vivo y muerto a la vez.

—No entiendo nada, eso es una contradicción.

Eli se echó a reír escandalosamente.

—¡Claro, porque tú eres pintor! ¡Deja esto para nosotros los físicos!

­«¿Y desde cuándo es ésta física?», pensó Dani exasperado.

Un sábado de finales de agosto, en el que el calor sofocante había decidido ofrecer una ligera tregua, pasaron toda la tarde en el parque más grande de la ciudad. Alquilaron una barca, compraron patatas, palomitas y refrescos, pasearon por los puestos de pinturas y de barquillos, escucharon a los artistas ambulantes… Eli no paraba de bromear sobre todo lo que veía y de meterse con Dani, que aunque pasaba mucha vergüenza, se sentía bien con ella.

Cuando ya era casi de noche y se dirigían a la salida más próxima al metro, Eli se detuvo y empezó a toser tanto que tuvo que apoyarse en una farola, justo cuando ésta se encendía.

—¡Eh! ¿Qué te pasa, estás bien?

—Sí, me estaré acatarrando otra vez.

—¿En pleno agosto?

En ese momento Dani vio que algo no iba bien.

—¡Te está sangrando la nariz!

Fue a cogerla por los hombros pero ella lo apartó bruscamente.

—¡No, déjame! —dijo justo antes de echar a correr.

Fue una respuesta tan extraña que Dani tardó unos segundos valiosos en reaccionar.

—¡Espera!

Pero aunque corrió detrás de ella, Eli se mezcló entre la gente y al final la perdió. No podía creerlo. ¿Qué diablos le estaba pasando? No era la primera vez que mostraba síntomas de que tenía algún mal, pero como en todo lo que tenía que ver con sus asuntos, no hablaba de ello y cuando Dani le preguntaba ella enseguida desviaba la conversación. Pero ahora era distinto. Ahora se había asustado de verdad. Aparte de la tos y la sangre, ella misma se había asustado tanto o más que él y había salido corriendo. Además Eli no tenía teléfono móvil, por lo que no podía localizarla. Solo le quedaba volver a casa y esperarla allí.

Eli no había vuelto y era tardísimo. Preocupado y nervioso comprendió que no podía hacer nada, salvo esperar. Su corazón le decía que Eli volvería a casa. No sabía nada de ella, cierto, pero al igual que le ocurría a él, sabía que Eli había sido feliz esos cinco meses. Abrió la puerta de su habitación y contempló el rinconcito de una pequeña vida de cinco meses, un rinconcito de felicidad: una cama con sábanas nuevas, una mesa de escritorio con una tele pequeña, un armario lleno de ropa, una cómoda…

Se quedó mirando la cómoda, y recordó algo que había ocurrido tres meses antes. Al entrar en la habitación a dejar ropa de Eli recién planchada, se había fijado en el primer cajón de esa cómoda porque estaba medio abierto. Aún no sabría decir si fue consciente o inconscientemente, pero lo cierto es que terminó de abrirlo y descubrió un cajón lleno de medicinas. Pero no era una cantidad normal para una persona medianamente sana. El cajón estaba lleno hasta arriba, con medicamentos de todo tipo y para muchas dolencias diferentes. Era una botica en miniatura. Entonces apareció Eli y se puso furiosa al descubrir a Dani indagando en su cómoda. Él nunca la había visto así. También recordó que Aitor le contó que Eli le había pedido dinero justo después de pedírselo a él para medicinas. Dani le contestó que tenía de todo en casa y no necesitaba comprar más.

Se vio dominado por un deseo ferviente de abrir ese cajón de nuevo. Estaba a punto de hacerlo pero se detuvo cuando oyó el sonido de una llave entrando en el bombín de la puerta.

Eli entró en el vestíbulo del piso agotada y muy pálida. En la mano tenía un papel con el membrete del hospital.

—¿Has ido a urgencias? —preguntó Dani al verlo.

—Perdona por lo de antes… debo haber cogido una gripe, o una faringitis, vete tú a saber… me voy a dormir, necesito descansar…

Pero Dani estaba convencido de que no era faringitis, así que a pesar de la evidente debilidad de Eli le replicó:

—La faringitis no hace que te sangre la nariz.

—¿Eh? Con el calor se me habrá roto una vena. Solo ha sido una pequeña hemorragia —respondió ella evitando mirarle a los ojos.

Entonces Dani sintió que aquello que había estado ocultando en su mente durante cinco meses, esas ganas de conocer el pasado de Eli, surgían de las profundidades de su ser como una ola incontrolable.

—Oye, nunca me has contado nada de ti. Y lo he aceptado. Pero en el tema de la salud, si te pasa algo…

—No es asunto tuyo —le cortó ella, tajante.

—¿Qué? Estamos viviendo juntos, me preocupas, ¿cómo puedes decir algo así?

—Porque es así. No es asunto tuyo y punto. Ahora déjame en paz, estoy muy cansada —dijo mientras se encaminaba a su habitación.

Pero Dani no estaba dispuesto a que se marchara una vez más sin responder a sus preguntas ni a que se guardara para ella algo que podía afectar a su salud, y le agarró del brazo.

—¿Pero qué haces? ¿Qué te has creído? ¡Suéltame!

—¿Por qué dices eso? ¿Pretendes que ignore que te ocurre algo?

Se miraron a los ojos unos segundos y Eli se sintió traspasada. Su corazón se aceleró y sintió cómo algo temblaba en su interior.

—¡Sí, eso es lo que pretendo! ¡No hace falta que te preocupes, me cuido yo solita, como he hecho siempre! ¡Así que si quieres ayudarme suéltame! —gritó enfadada, justo antes de darle un bofetón.

El impacto hizo que la soltara, y entonces se hizo el silencio en la casa. Eli, alterada y confundida, y con el corazón latiéndole muy rápido, se metió en su cuarto y dio un portazo. Dani, dolido y enfadado, se fue al suyo, aunque ya en ese momento supo que no iba a poder dormir en toda la noche. Eli se dejó caer de rodillas en el suelo, se llevó las manos a la cara y lloró desconsoladamente. Acababa de descubrir que le estaba ocurriendo algo, una cosa que había decidido evitar a toda costa.

A la mañana siguiente, Eli no estaba. Le había dejado una nota a Dani en la encimera de la cocina. Nada más verla, se le hizo un nudo en el estómago.

«Dani:

Lo siento mucho. Siento las cosas que te dije ayer y cómo me porté. También siento haberte preocupado con mi salud. Aun así no quiero hablar de ello no solo contigo, sino con nadie. Es una decisión que tomé hace mucho tiempo. Pero tienes razón en que no puedo pretender vivir con alguien y no contarle estas cosas. Es egoísta e insensible por mi parte. Es normal que te preocupes. Por esa razón no puedo seguir viviendo contigo. Solo por esa razón. Porque los cinco meses que he pasado contigo han sido geniales, de verdad.

No te preocupes por mí, me irá bien. Tú termina ese cuadro, tiene muchas posibilidades.

Un beso, Eli».

Dani sintió que se le venía el mundo encima.

Habían pasado tres meses. Desde aquel día, Dani no había tenido una sola noticia de Eli. Al principio se negó a reconocerlo. Todos los días al volver del trabajo se imaginaba que estaría detrás de la puerta, sonriendo y metiéndose con él, como siempre. Pero poco a poco fue aceptando la realidad: Eli no iba a volver, no iba a verla nunca más.

Era viernes, y como ni él ni Aitor tenían ganas de cocinar, decidieron comer fuera. El día siguiente a la marcha de Eli, Aitor había intentado animar a Dani, pero nada de lo que le dijo dio resultado. Después, a petición de Dani, no había vuelto a sacar el tema. Pero mientras comían decidió preguntarle por un asunto que, aunque no trataba directamente de Eli, sí estaba relacionado con ella.

—¿Cómo llevas ese cuadro?

—Apenas he avanzado —respondió Dani mirando al plato.

—¿Por qué?

—Pintar es un estado de ánimo. Cuando estás en el estado correcto, alguien o algo, tu ser interior, tu yo profundo, tu subconsciente… llámalo como quieras, es como si pintara por ti. Las ideas y las pinceladas brotan solas de la mente sin ningún esfuerzo. Pero si no estás en el estado de ánimo correcto, acabas recurriendo únicamente al pensamiento, a la fuerza de voluntad. Es como si te obligaras a pintar, y entonces es cuando no sale nada.

—Pero ya han pasado tres meses, no puedes hacer que tu creatividad dependa de aquella chica…

—Créeme, me gustaría que así fuera. Pero por más que lo he intentando, por más que he intentado ponerme a pintar y olvidarme de ella, no puedo…

Aitor lo miró. «Que idiota soy, ¿cómo no me he dado cuenta antes?».

—Bueno, tengo que irme —dijo poniendo su dinero sobre la mesa. Se levantó y fue hacia la puerta. Pero antes de salir se volvió y dijo—: A ti lo que te pasa no es que no puedas pintar porque no esté Eli, sino que ya no puedes hacer nada bien porque no está Eli —y se marchó.

Entonces Dani lo comprendió. De repente lo vio clarísimo, en toda su dimensión, y fue consciente de lo que le ocurría: se había enamorado de Eli. Y sabía que era amor, y no un simple capricho o atracción pasajera, porque le había llegado sin avisar, sin darse cuenta, sin saber cómo y mucho menos sin buscarlo.

Llegó el invierno y no había pintado nada decente. No encontraba la manera de liberar su mente y hacer que solo existiera el cuadro que tenía delante. Entonces, un día, ocurrió una serie de sucesos extraños. Dani no tenía pensado salir para nada, pero se le acabó una pintura y no le quedó más remedio. Malhumorado, salió de casa y cuando apenas había dado una veintena de pasos decidió volver a por su MP3. La tienda de arte donde solía comprar no estaba muy lejos pero no le apetecía nada caminar en silencio. Quería entretener su mente, no pensar. Y fue la música la que le impidió oír el claxon del coche que se aproximaba hacia él hasta que lo tuvo encima. No pudo reaccionar. Le golpeó en la cadera y le lanzó rodando varios metros por la carretera. Sintió un dolor punzante en la pierna derecha y el ardor de las quemaduras que le produjo el asfalto en la otra pierna, en las manos y en la cara. El conductor se bajó inmediatamente y empezó a insultarle a gritos al mismo tiempo que marcaba en su teléfono el número de emergencias.

El dolor de Dani iba en aumento, pero todavía le dolía más el ridículo de haber sido atropellado por no mirar al cruzar y por no escuchar por culpa de los cascos. Apretando los dientes se puso en pie muy despacio, procurando no apoyar mucho el peso sobre la pierna derecha. El peor parado había sido su tobillo.

—No hace falta que llame —le dijo al hombre—. Estoy bien.

—¿Qué estás bien? ¡Eres un imbécil! ¿Cómo se te ocurre cruzar sin mirar y con los cascos? ¡Joder, ya eres mayorcito!

—¡Ya lo sé, es culpa mía! ¡Ahora déjeme, haga el favor!

Dani echó a andar hacia la tienda, cojeando, mientras los insultos y las amenazas de denuncia del conductor se iban haciendo cada vez más débiles en sus oídos.

Cuando regresó a casa se desnudó y se aplicó crema en las quemaduras. Su tobillo estaba tan hinchado que parecía una pelota de tenis. Ya no tenía ganas de pintar. Cogió dos barreños: en uno echó agua fría y en el otro agua caliente, se sentó en el sofá y empezó a meter el pie alternativamente en uno y otro, mientras miraba la televisión encendida sin prestarla atención. Sentía una mezcla de enfado e impotencia. No solo no encontraba la paz mental suficiente para pintar, sino que ya tampoco podía hacerlo físicamente. Se cansó del agua y se puso una bolsa de hielo.

Justo cuando cogió el mando para apagar, un periodista que hacía entrevistas a pie de calle se detuvo delante de una chica. Le preguntó su nombre y a qué se dedicaba.

—Me llamó Elisa. Soy estudiante de física.

Dani se quedó impresionado. Dos coincidencias en una. Pero no era Eli. En ese momento le sonó el móvil.

—Hola Aitor.

—Uy, ¿y esa voz?

—Me he torcido un tobillo.

—No fastidies. Pues te llamaba para ver si querías tomarte algo con nosotros, estamos cerca de tu casa. Pero podemos llevarte al ambulatorio.

—No hace falta, supongo que con el hielo se me bajará la hinchazón.

—¿Seguro? No nos cuesta nada, no seas bruto.

—Que no, de verdad, no te preocupes.

Estaba ofuscado. Tras colgar a Aitor se puso a leer un libro pero apenas podía concentrarse. Diez minutos más tarde llamaron a la puerta.

—No debes estar muy bien cuando has tardado tanto en abrir —dijo Aroa, la novia de Aitor, entrando como un torbellino—. Vístete, que nos vamos. ¿Cómo te lo has hecho?

—Ya os lo contaré. Os dije que no hacía falta que vinierais.

—Ya —repuso Aitor—, pero luego he pensado que si estabas con hielo es que no era una simple torcedura. Puedes tener un esguince de grado dos o tres ahí abajo.

A regañadientes Dani obedeció y se marcharon al ambulatorio, pero la carretera que tenían que tomar estaba cortada por un accidente.

—Genial —protestó Dani, que llevaba el pie derecho descalzo porque no había podido meterlo en la zapatilla—. Hoy es un día magnífico. Todo lo que podía salir mal sale mal.

—No es para tanto —dijo Aitor—. Tardaremos más pero iremos al hospital.

Aroa y Aitor estaban buscando sitio para aparcar. Mientras, en la sala de espera, la frustración de Dani iba en aumento. Estaba abarrotada, supo que iba a tener que esperar mucho. Observó que algunas de las personas que estaban allí tenían aparentemente dolencias más graves, y sintió el deseo de irse a casa. Se vendaría el tobillo y les diría a sus amigos que le atendieron enseguida. Finalmente tomó la decisión de hacerlo, pero antes anduvo cojeando por los pasillos buscando el servicio.

Trató de evitarlo, pero no pudo impedir que su mente fuera hacia Eli. ¿Dónde estaba ahora? ¿Qué estaría haciendo? ¿Y cómo se encontraría de sus problemas de salud? Cuando empezaba a pensar en ella, entraba en una espiral de preocupación de la que le resultaba muy difícil escapar. Todavía con la imagen de Eli en la mente reparó en una puerta entreabierta y vio a la chica que estaba sentada en la camilla, entre un chico y una chica que la acompañaban. Tenía ojeras y estaba pálida y delgadísima. Si no fuera porque todavía tenía muy vivo su recuerdo, hubiera dicho que se parecía a…

—¡Eli!

—Dani, ¿qué haces aquí?

—¿Qué te pasa? ¿Dónde has estado?

—Ahora no quiero hablar, déjame, por favor…

—Pero…

—Ya la has oído —dijo el chico empujándole fuera de la habitación.

Al principio Dani se resistió, pero la chica también intervino y entre los dos consiguieron sacarle al pasillo.

—Dejadme entrar, tengo que hablar con ella.

—Tú debes ser Dani, ¿no?

—¿Cómo lo sabes?

—Eli nos ha hablado de ti. Yo soy Sergio y está es Cristina. Somos sus nuevos compañeros de piso. Bueno, y también sus antiguos compañeros de piso. Está un poco débil, déjala descansar. Vayamos a la cafetería.

—¿Y bien? ¿Me va a decir alguien qué le pasa a Eli?

Sergio y Cristina se miraron.

—¿No te lo ha dicho a ti?

—No. En realidad no sé nada de ella, aparte de su nombre.

—Típico de Eli. Aunque pensamos que a ti te habría contado algo. No paraba de hablar bien de su último compañero de piso.

—Bueno, ¿pues qué le pasa? —preguntó Dani obviando esas últimas palabras—. Ya sabía que tenía algún tipo de enfermedad, pero la última vez que la vi no tenía tan mal aspecto.

—Verás…

—¡Eh , Dani!

Eran Aitor y Aroa.

—¡Ah, hola! —dijeron al ver a Sergio y Cristina—. ¿Son amigos tuyos?

—Son amigos de Eli. Está en el hospital.

—¿Eli está aquí? ¡Qué coincidencia! ¿Está bien?

—Aún no sé nada —coincidencia…, pensó Dani en voz alta—. No estaría aquí si no fuera por una serie de coincidencias. Primero se me acabó la pintura. No tenía ninguna gana de bajar a por más, pero lo hice. Después, cuando ya estaba en la calle, decidí subir a por los cascos. Fueron los cascos los que me impidieron oír aquel coche… Luego vosotros dos decidisteis ir a mi casa, a pesar de que en un primer momento no ibais a hacerlo… Ah, y justo antes vi a una estudiante de física en la tele que se llamaba Elisa. Además no pudimos ir al ambulatorio porque la carretera estaba cortada… Y al final he encontrado a Eli porque me entraron ganas de ir al baño justo antes de marcharme del hospital. ¿Han sido todo casualidades? Por lo menos es curioso.

Nadie supo qué decir. Dani rompió el silencio presentándoles, y después Cristina tomó la palabra.

—Desde que nació Eli ha tenido muchos problemas de salud. De niña lo pasó muy mal, apenas se recuperaba volvía a caer enferma.

—¿Pero enferma de qué?

De muchas cosas. Eso es lo malo. Gripes, infecciones, úlceras, problemas en la piel, digestivos… —A Dani se le estaba encogiendo el corazón—. Durante los primeros años de su vida la pobre pasó más tiempo en hospitales que jugando con otros niños.

—¿Y por qué le ocurre eso?

—A los pocos años descubrieron que esa predisposición se debía a que su sistema inmunológico estaba debilitado. Pero hasta el día de hoy no han podido averiguar el motivo ni, por tanto, un tratamiento adecuado. Lo único que pueden hacer es luchar contra cada episodio que padece…

—No lo entiendo. ¿Tiene el sistema inmunológico dañado y no saben por qué?

—No. Y ya la han visto multitud de médicos de prestigio.

—¿Eli no tiene familia?

—No. Su padre abandonó a su madre cuando estaba embarazada, y ésta murió cuando Eli tenía cuatro años. Entonces se hizo cargo de ella su abuela, hasta que también murió poco después de la mayoría de edad de Eli. Tenía mucha ilusión puesta en estudiar física, pero se encontró sin dinero para pagarse la universidad. Buscó trabajo pero lo único que encontró fueron puestos de cajera, camarera…

De pronto a Dani le asaltaron todos los recuerdos de los cinco meses que había pasado con Eli, uno detrás de otro. Y todos tenían algo en común: una chica débil y con un velo de tristeza oculto detrás de sus ojos, pero feliz. ¿Cómo era posible? ¿Cómo alguien con una historia tan triste podía irradiar esa felicidad y ese amor? Dani pensó que la mayoría de las personas hacen de un problema trivial un gran castillo de arena, se deprimen y se angustian por tonterías. También pensó que todo el mundo debería ser como Eli, o conocer a Eli. El corazón le latía a mil por hora.

—Al principio —prosiguió Cristina— tampoco quería hablar con nosotros de lo que le ocurría. Creo que en nuestra casa no llegó a pasar un solo mes sin caer enferma. Hace como un año, su salud empeoró tanto que ya no pudo evitarnos por más tiempo y nos lo contó todo. Pero en marzo se fue. Cuando llegamos a casa nos había dejado una nota. Tenía la estúpida idea de que era una carga para nosotros. Según decía, no quería que sufriéramos por su culpa, qué tontería…

—Hasta que en agosto regresó —intervino Sergio—. Dijo que no tenía otro sitio donde ir. Al principio pensamos que debía estar realmente mal para volver, pero luego, por algunas cosas que nos contó, entendimos que su vuelta no tenía que ver con su salud.

—¿Entonces? —preguntó Dani.

Sergio y Cristina se miraron como si buscaran ayuda el uno en el otro.

—Será mejor que vayamos a ver como está.

El médico les informó que Eli tenía una úlcera en el estómago de un tamaño importante. Cuando salieron Sergio y Cristina Dani entró solo en la habitación.

—¿Cómo estás?

—Debo tener tan mal aspecto que no tendría mucho sentido mentirte. Hecha una mierda —dijo sonriendo.

—Oye… puedes volver a vivir en mi casa, si quieres.

—Dani, yo…

—Lo sé. Sé lo que te pasa. Me lo han explicado todo.

—¿Lo sabes?

—Sí. Y no me importa. Aunque no logren dar con la solución.

—Si ya sabes lo que me pasa, también sabes que no puedo hacerlo.

—¿Por qué no?

—Porque estoy enferma, Dani. Ahora me estoy recuperando de nuevo poco a poco, pero teniendo el sistema inmunológico debilitado, cualquier pequeño virus, cualquier herida, podría hacerme mucho daño… ¡No puedes cargar conmigo!

—Qué tontería. ¡Los cinco meses que he pasado contigo han sido geniales, ya los firmaría yo para el resto de mi vida!

El tiempo pareció detenerse en la habitación, y Eli sintió cómo se le aceleraba el corazón. Dani se dio cuenta que acababa de decirle entre líneas, sin pretenderlo, lo que realmente sentía por ella.

En ese momento un dolor intenso se apoderó de Eli, que empezó a retorcerse. Un médico y una enfermera entraron y le hicieron salir de la habitación. Se quedó en el pasillo, esperando que le dijeran algo. Cinco minutos después salió la enfermera.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella—. ¿Le ha dado alguna noticia importante?

—¿Qué? ¿Por qué lo dice?

—Porque se ha resentido de la úlcera. Necesita descansar.

Dani fue a la sala de espera, donde estaban Aroa y Aitor, y también Sergio y Cristina, y de pronto comprendió algo que cayó como una losa sobre él. Eli no quería volver a vivir a su casa, así que ya no pintaba nada allí. Ahora Sergio y Cristina cuidarían de ella.

—Vámonos —les dijo a sus amigos.

—Pero…

—¡Vámonos!

De camino al coche Aroa se fijó en el rostro de Dani. Entonces hizo como si recordara algo de pronto.

—¡Ay, se me ha olvidado una cosa, esperadme aquí!

—¿Qué se le habrá olvidado?

—Ni idea.

Pero Aroa pasó de largo la sala de espera y fue directa a la habitación de Eli. Estaba sola.

—Aroa, creí que os habíais ido.

—Quiero saber por qué Dani ha salido de aquí con una cara que parecía que se le hubiera muerto alguien.

Eli apartó la vista hacia un florero que había junto a la cama.

—Conociéndole —prosiguió Aroa— seguro que se ha ofrecido para cuidarte. Y por cómo estaba hace un momento, apuesto a que has rechazado su ofrecimiento.

—No solo eso —contestó Eli aún sin mirarla—. Es que…

Aroa no parecía muy sorprendida.

—Ya lo imaginaba.

—¿Y qué más da eso? —Eli por fin la miró—. Mírame, esto es lo que le espera conmigo. ¿Tú querrías vivir con alguien así?

—Tú sabes que te vas a recuperar. Eres una mujer totalmente independiente. En cuanto a tu pregunta, eso es decisión suya.

—Pero no quiero que pase por eso, no quiero atarle a mí. Aunque él quisiera… puedo recuperarme, sí, pero también puedo pasarme la vida enferma, eso no lo sabemos. Y eso no solo sería duro para mí, también para las personas que estén a mi lado.

Durante unos instantes hubo un silencio incómodo.

—¿Sabes lo que pienso? —dijo finalmente Aroa—. Seguro que lo que dices es verdad, que no quieres que nadie sufra viéndote enferma y cuidándote. Pero por lo poco que te conozco, sé que la autocompasión no va contigo. Creo que aparte de todo eso, en el fondo, tras esa forma de ser simpática y sociable, te cuesta confiar en los demás. Y te entiendo. Después de lo que has pasado en tu vida, me parece que eres un ejemplo de vitalidad y alegría, pero tienes razones más que suficientes para no confiar en nadie. Temes que te hagan daño.

—Puede que tengas razón —dijo Eli mirando por la ventana—. Pero a veces pienso que ese miedo es algo que está enquistado dentro de mí. Aunque intente vencerlo, no puedo. Me pregunto cómo podré confiar plenamente en alguien algún día.

Aroa reflexionó durante unos segundos.

—¿Sabes una cosa? Dani sabía que hoy estabas en este hospital.

Eli giró la cabeza para mirarla, sin dar crédito a lo que acababa de oír.

—Eso es imposible. No podía saberlo. ¿Cómo iba a saberlo?

—Inconscientemente.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

Entonces Aroa le relató la serie de casualidades que habían llevado a Dani al mismo hospital el mismo día que ella. Eli no dijo nada, estaba alucinada.

—¿Qué probabilidades hay de que se den todas esas circunstancias juntas? Creo que hay cosas que no se descubren con la razón.

Eli no respondió, no sabía qué decir.

—Dijo Paulo Coelho que cuando quieres algo todo el universo conspira para ayudarte a conseguirlo —dijo Aroa sonriendo.

Dani no volvió a su casa. Temía que los recuerdos que había construido allí con Eli le resultaran insoportables. Se quedó tres días en el piso de Aitor sin apenas hacer nada ni salir. Al cuarto, decidió regresar. Pensó que la mejor forma de evitar deprimirse era obligarse a cocinar, limpiar, comprar y a hacer las cosas por sí mismo. De esta forma estaría activo.

Volvió temprano, nada más amanecer. Al entrar tuvo la sensación de que había algo raro. No recordaba haber dejado las persianas subidas, y de la habitación del despacho salía una ligera corriente, como si estuviera la ventana abierta. Fue hacia allí y se asomó.

—Hola —dijo Eli sonriéndole desde el escritorio—. He visto que no has terminado tu cuadro.

Se levantó y dio unos pasos hacia él.

—Después de lo que me dijiste, no me parecía justo que te hubieras ido sin contestarte.

Al oír esto Dani sintió que el corazón se le iba a salir del pecho.

—No sé lo que me va a deparar mi salud en el futuro. El médico me ha dicho que nunca había visto a alguien tan fuerte como yo. Puedo enfermar en el momento menos pensado… ya sabes, cualquiera de esas tonterías de las que la mayoría se cura fácilmente… a mí podrían causarme muchos problemas. Y no solo eso. ¿Y si te pegó algo?

—¿Y si nos morimos todos mañana tragados por un agujero negro?

Eli volvió a sonreír.

—El médico también me dijo que, debido a la debilidad de mis defensas, es recomendable que no tenga hijos…

—¿Te acuerdas de lo que dijo Jack Lemmon?

—Adoptaremos —Eli se empezó a reír recordando esa escena.

—Cuando me dijiste aquello en el hospital —dijo ella— abriste la caja del gato.

—¿Qué caja? ¿La de aquél gato del nombre raro?

—Sí. Yo también quiero abrir mi propia caja, no puedo marcharme sin saber que ha sido del gato de Eli.

—Y…

—Está vivo y es un gato monísimo.

 

relato El misterio de Eli

Álvaro Pulido de Blas es un autor novel con muchas ganas de escribir.
Contactar con el autor: alvaropuli [at] hotmail [dot] com

 

🖼️ Ilustración relato: The thin walk amongst us, By darwin Bell from San Francisco, USA (the thin walk amongst us Uploaded by Fæ) [CC-BY-2.0], via Wikimedia Commons.

 

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