relato por
Pedro Molina
F
ui porque quería ver su pierna de embuste. Me había hablado de ella en las cartas, en las que me decía que dizque la había perdido «corriendo detrás de un iraquí rápido y fuerte».
Si hubiera sido un nene, me hubiera decepcionado al verlo. Cuando pequeño, lo había construido sacando rasgos de diferentes hombres —Sherlock Holmes, mis maestras de la escuela, Carl Sagan— y juntándolos. Su ausencia me daba espacio para inventarme el papá que yo quisiera.
Me encontraba frente al Ocho de Blanco cuando escuché su pito pujado. A lo lejos, se parecía a ese tipo que me había inventado hacía años, pero ya frente a mí era otra cosa.
—Arturo —le dije y me miró con una sonrisa pesada seguida de un abrazo.
Nos pusimos a caminar. Me tenía que parar mucho porque cada par de pasos me viraba y él estaba lejitos. Llegó un momento en que me cansé y quise volver a la universidad. Pero decidí quedarme pues sacó unas fotos de yo cuando bebé. Salía con él en casi todas y en las que estaba solo, en la grama del parque infantil o algo así, su figura casi siempre me daba sombra del sol. Me veía feliz con él.
—¿Ese soy yo?
—Sí —me contestó y viró la foto un poco—. Trata ahora.
—No lo veo, Arturo.
—Es que tienes que verla al sol. Mira.
Yo la estaba viendo al sol, con la luz correcta.
—¿Y ahora?
Encogí los hombros.
Llegamos a un café en la Ponce de León, un comeyvete. Él en llamadas me había dicho que me llevaba allí a menudo. Pero ya sentado, como que me puse a mirar bien el lugar, por dentro. A mirarlo bien.
—¿Y cómo está Vanessa? —me preguntó después de pedir el café.
—Ahí, bregando.
—Ah. ¿Sabes que por casa encontraron un perro los otros días? Se había perdido hacía tiempo y un día apareció por allí y todo el mundo feliz de verlo.
—Qué leal.
—Sí, sí…
Y se quedó mirando al techo hasta que cogió el salero y empezó a virar los granitos en la mesa. Se me salió un «qué carajo».
—Ey, cuidado con la palabritas —me dijo—. Ayúdame aquí.
Y empezamos a dibujar caras en la mesa esparciendo la sal; bueno, la mayoría del trabajo lo hizo él. Cuando terminamos, me preguntó por las novias.
—Yo me acuerdo que tú me contabas de todo eso, de tus noviecitas.
Y sin pensarlo me reí y me puse rojo.
—Papi pero qué vergüenza.
Y él también se empezó a reír. Ya después yo paré y él siguió. Pensé en qué decir mientras él, nervioso, jugaba con la taza de café. Hasta que me la viró encima.
—Perdón, perdón —me dijo pasándome las servilletas.
Me paré de la silla de cantazo y miré la camisa.
—Toma, toma.
—Ya Arturo, cállate. Un perdón no arregla un carajo. Un perdón nunca arregla un carajo. Nunca. No importa cuánto lo quieras, ¿ok?
Cogí mis propias servilletas y él bajó la cabeza.
Miró por la vitrina a su espalda. Yo chequeé la hora.
—No fue fácil tomar la decisión, pero tenía que hacerlo. A mí me hubiera encantado estar aquí con ustedes. Tú eres un muchacho inteligente. ¿Qué es lo que tú estudias? ¿Física?
Asentí. E inspeccioné el salero en el medio de la mesa. Era de esos que empiezan ancho en la base y se van haciendo finitos hasta la punta de metal.
—Pues no tenía chavos y esa era la única manera. Y tú sabes cómo uno llega de esos lugares. Tú lo sabes. Uno llega como con miedo y después hace cosas estúpidas. No es la misma persona, ¿me entiendes?
Ya era casi hora de mi clase.
—Yo quería estar con ustedes, créeme, pero no fue fácil.
Su cara estaba blanca, blanca y afeitada. Me hizo pensar. Abrió la boca y en vez de decir algo, movió la cabeza de lado a lado.
—Tómate el café —le dije.
Miré el reloj y ya era hora. Recogí mi bulto.
—Tengo que irme.
Buscó la hora en la pared.
—¿No te puedes quedar un ratito más?
Le dije que no con la cabeza y me acomodé el bulto.
—Pues déjame acompañarte entonces —me dijo.
Se empezó a levantar de la silla pero yo lo paré haciéndole señas con la mano.
—No. Estoy bien solo. Quizás para la próxima.
—Oh. Pues te llamo entonces, Gerry.
Le estiré la mano y dejé los chavos de lo mío. Sin querer choqué mi cadera contra la mesa, desfigurando las caras de sal. En la calle no había nadie. Tragué pesado y me eché a caminar a casa. Creí escuchar a un pájaro pitar como él lo hacía.
Un día, después de que dejó de llamarme tanto y yo de abrirle las cartas —por casa no pasaba ni loco, porque sabía que si mami lo cogía se iba a joder—, me senté en mi cama y lloré. Me lo quité todo de encima y me sequé la cara. Pensé en el café y me encojoné porque la mancha nunca me llegó a salir de la camisa.
Pedro Molina. Es un joven autor que está a punto de finalizar el bachillerato (licenciatura) en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.
📩 Contactar con el autor: p.molina.parrilla [at] gmail [dot] com
🖼️ Ilustración relato: Foto por formulario PxHere
Revista Almiar – n.º 89 / noviembre-diciembre de 2016 – MARGEN CERO™
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