relato por
David R. Morán

A

costumbrado a pasarse las horas en la pulpería Mi Esperanza, Stein, una vieja gloria acabada del ajedrez, replicaba a diario las mismas jugadas que antaño le dieron una relativa gloria dentro del deporte ciencia, como se le suele identificar. Una frase que al propio Stein le era desagradable, ya que nunca pudo encajar en la razón de su mente cuadriculada; le parecía chocante, extraída de un saco de vanidades pútridas. No conciliaba cómo su inextricable amor por los trebejos podía tener una relación directa con semejantes profesiones. Para Stein, el ajedrez era un simple juego y nada más; como los sudokus, las sopas de letras, crucigramas, el parchís, el póquer y alguno que otro juego estratégico de guerra. La diferencia, según le comentaba al rival que tenía sentado al otro extremo de la mesa, era la actitud con la cual se asume el juego. El rival de Stein, un señor en edad de jubilación (como casi todos los jugadores que llegan a practicar en la pulpería Mi Esperanza) conocido por su apellido: Cálix, se reía de los comentarios despectivos y opiniones un tanto acaloradas que provocaron los títulos de ciencia y deporte en el volátil buen humor del antiguo maestro; ya que cuando se mezclaba con amargura, surgía una especie de cóctel sarcástico y soez que no todos los clientes habituales de la pulpería soportaban, porque luego pedía más cervezas de lo acostumbrado hasta emborracharse sin remedio. Además, cuando Stein mudaba el ánimo a tales extremos, no había ajedrecista en la colonia Miraflores que pudiera ganarle una tan sola partida. Peor si jugaba con negras, con las cuales era prácticamente imbatible. Por alguna razón desconocida para la camarilla de jugadores aficionados de Mi Esperanza, a Stein se le hacía notar un desprecio hacia las piezas blancas, a tal punto que era casi una costumbre para él practicar la cortesía (evidentemente falsa, por supuesto) de cedérselas a cualquier contendor. Cálix, que en ese instante jugaba precisamente con blancas, sabía a lo que se pudiera atener si no espantaba antes ese mal humor, despertado por algún cliente que llegó por allí, los saludó con mucho respeto, y se le ocurrió soltar la frasecilla «Deporte Ciencia» en la cara de palo que exhibe a diario Stein.

—Es usted muy modesto —le dijo Cálix, queriendo refutar de alguna manera las opiniones de Stein. Pero tan breve como sutil contestación sólo agravó más al viejo maestro venido a la ruina. Lo peor, es que ahora se habían metido con su malformado orgullo, herido por el roce de los elogios indirectos.

Cálix decidió agachar su cabeza, clavar la mirada en el tablero y taparse la boca con un dedo índice. Obligó a sus oídos a divagarse con el sonido de los automóviles que pasaban cerca del patio de la pulpería, sitio donde se ubicaban las bancas y mesas de madera pintadas con los colores que daban uniformidad al logo de Cola-Cola. Sólo así Cálix tenía una posibilidad de que Stein dejara su verborrea de frustraciones, resentimientos sin resolver y prestara una genuina atención a la partida. En otras palabras, que mostrase algo de respeto por su rival. Pero Cálix olvidó por un instante que Stein jugaba casi por instinto, despreocupado, ante todo si las blancas arrancaban la batalla con Peón D4. Cálix restregó su mano en la cara al advertir un poco tarde dicha certidumbre.

Stein no dejó las perogrulladas de neurótico con aquella voz ronca y escandalosa por la que era conocido en toda Miraflores, mientras hacía movimientos circulares con el cigarro en su mano izquierda, hasta proponer la Apertura Siciliana de la cual Cálix no poseía el mejor de los dominios que digamos. Cálix tenía que hacer algo para que Stein olvidara la maldita frase Deporte Ciencia, o en menos de quince jugadas todo el dinero que estaba en juego iría a parar a los bolsillos del porfiado rival.

Una vez que los experimentados jugadores terminaron la apertura, con un posicionamiento más o menos equilibrado, el momento de hacer uso de la memoria garrotera había llegado a su fin, para dar paso al pensamiento lógico-deductivo, en decir: señores, vamos a pensar en serio. En este punto, Cálix había mermado sus posibilidades de obtener la victoria, según un ardid intuitivo que lo engullía de a poco. Si bien tenía un claro posicionamiento en el centro del tablero, se percató que, por el mismo temor que le inspiraba la agresividad de Stein, cuyas piezas eran como berserkers dispuesto a llevarse a quien estuviera de frente, había elaborado una defensa tan cerrada que anuló prácticamente toda posibilidad de ataque a su favor. Se atrincheró a sí mismo. Stein, por el contrario, tenía abiertas dos diagonales en su flanco de Dama donde podía atacar al Rey enemigo, haciendo uno que otro intercambio de piezas y robándole a las Blancas la iniciativa del primer turno.

Tras escapar por un instante de su notable preocupación, Cálix advirtió un regocijo inesperado que se fue apoderando de él. Y sin dejar de pensar en un desenlace que le concediera las tablas, notó que ponerle fin a esa peculiar variante de la apertura, un tanto desvariada, había traído consigo el silencio. Pero frágil, después de todo, ya que pudo leer en el rostro de Stein una pasividad tan inestable como la nieve agolpada en el pico de una montaña, cuyo menor sonido provocaría la avalancha de su perdición. Un alud silencioso de trebejos negros que lo aplastaría de un momento a otro. Al estar contrariado por alguna idea y jugar con Negras, Stein solía volverse otra vez el campeón que una vez fue. De lo contrario, era un pinche aficionado cualquiera; vulnerable, en ocasiones, hasta del intelecto ajedrecístico más vulgar, ignorante y poco entrenado. Nadie sabía exactamente por qué le ocurría esto, y su marcada aberración a las Blancas de la cual ya se habló.

Entrada la fría tarde de octubre, comenzaron a llegar otros aficionados al ajedrez ocupando los puestos libres. Compraban alguna cerveza o refresco para obtener el derecho a jugar algunas partidas en la pulpería Mi Esperanza. La hora pico del pensamiento lógico matemático de los que no tienen nada qué hacer había llegado. Stein no perdía la oportunidad de jugar con todo el que le plantara cara, hasta caer la noche. Tan sólo el olor al asado, que provenía del negocio contiguo a la pulpería, despertaba su apetito alejándole de las cuadrículas de juego. Era el primero en venir y el último en irse. Cosa de casi todos los días ¿Cómo no se podía notar que Stein era una de esas almas opacas, desesperanzadas, casi al borde de la locura o el suicidio?

De forma inesperada, alguien se atrevió a interrumpir el encuentro. Cálix se restregó los ojos, por debajo de los lentes, con la esperanza de no ver a otro idiota que se le ocurriera decir esas dos temidas palabras que desataran al demonio ajedrecístico, ahora reprimido, dentro de Stein tras volver a la calma. Se trataba, pues, de una joven, que lucía cabello corto y negro, también usaba lentes, con mejillas recochas muy afines a la gordura del cuerpo y de baja estatura, aunque mostró un porte imponente y decidido. Nadie la había visto por allí. No era cliente habitual de la pulpería y tampoco parecía ser vecina en Miraflores. Traía una camisa roja con un emblema indescifrable para los ojos de Stein, que casi salieron disparados por encima de las amplias bolsas rugosas y amoratadas que eran sus ojeras. La muchacha, de voz grave, se dirigió a los jugadores sin tomar el debido cuidado de presentarse, e interrumpiendo por completo el juego lazó un amplio discurso:

—Señores: ¿Por qué algunos de ustedes se la pasan aquí metidos todo el día sin hacer nada productivo por nuestra sociedad? ¿Es que acaso no entienden que, con su apatía, contribuyen indirectamente al retraso y pasotismo que garantiza el avance de la corrupción en nuestro país? ¿No sería preferible abandonar aunque sea por unos breves días nuestra malograda pasividad para dedicarnos en una lucha a favor del bien común? La participación activa de todos y todas los ciudadanos y ciudadanas, de su talento, esfuerzo y valentía, entregados a un objetivo, haría crecer nuestra patria y liberarla de la inmoralidad de las oligarquías imperantes que se roban la riqueza producto de los que mucho trabajan… pero poco ganan, en beneficio de los que se enriquecen ilícitamente y poco aportan o nada a la sociedad. Si no tomamos la responsabilidad en nuestras manos, a favor de las presentes y futuras generaciones ¿Qué destino le esperará a nuestra patria? Debemos actuar ahora. Siendo conscientes de nuestra problemática y manifestando públicamente el descontento que nos provocan estos malos gobiernos. Debemos aportar soluciones y colaborar con aquellos que, bien intencionados, libres de los intereses foráneos y ataduras convencionales, quieren ayudarnos a forjar un futuro mejor para nuestras familias; con trabajos que respeten la dignidad del ser humano, con la educación que nos haga mejores personas y enseñe a pensar, con la seguridad que nos ha robado el crimen organizado, en evidente confabulación con los grupos de poder que tiranizan al pueblo; con una economía centrada en la persona y no en el dinero fiduciario de banqueros y demás acaudalados inescrupulosos. Señores: ¡Despertemos ahora antes que sea demasiado tarde, tengamos una participación activa en los asuntos críticos antes que sea muy tarde! No podemos seguir, señores, guardando estas actitudes tan individualistas, donde nuestro egoísmo impera sobre las necesidades de los más pobres y marginados, que son la mayor parte de nuestra población. No permitamos que muchos compatriotas sigan autoexiliarse a otras naciones en busca de una mejor vida, llevándose su talento, separándose de sus familias, porque en su patria no encuentran trabajo, seguridad y servicios sociales efectivos. ¡Señores hemos de actuar ya! Por eso les pido que tomen conciencia y no se subestimen, con la participación de todas y todos los hondureños y hondureñas, podemos salir adelante ¡Abajo la indiferencia, la pereza, el egoísmo, la mezquindad económica! Hagamos patria, señores, antes de que acaben con nuestros anhelos. ¡Todavía podemos! La patria es algo más que una selección de fútbol que gana partidos internacionales; no nos dejemos embobar por evasiones lúdicas que promueven los medios controlados por las oligarquías mafiosas…

En ese momento, el exaltado discurso de la joven provocó en ella, sin proponérselo, un arrebato del brazo que, tras un violento abanicar, barrió con algunas piezas en el tablero donde jugaban Stein y Cálix. Los trebejos salieron disparados del tablero y fueron a rebotar a la pared y terminaron rodando con frenesí por el piso.

Cálix, al ver que la joven portaba una ristra de panfletos, supuso que se trataba de alguna activista fanática que no tiene el menor respeto por los demás. Irrumpiendo con su anuncio político sin ninguna clase de consideración. En cambio, Stein, que era muy versado en jugadas ejemplares en el mundo del ajedrez, poco o nada le interesaba la política a estas alturas de su vida. Unos finos pelos blancos mal rasurados salían de sus mejillas secas, que le daban ese aspecto decrépito al entrar a sus cincuenta años. Cuando la activista destruyó el orden que Stein y su contrincante crearon en ese plano dimensional, que le parecía lo más bello y lógico al jugador que comandaba las negras, en contraposición con el intrincado mundo de los discursos políticos, Stein reaccionó de inmediato como lo hacía en el ajedrez: ¡A contra golpe! Agarró con fuerza el tablero, derribando las últimas piezas bien colocadas que le darían la victoria, y con la ira de los berserkers, lo usó como arma en contra de la activista. Le asestó un tremendo golpe en la cabeza hasta quebrar el tablero. La activista cayó sentada en el suelo; un hilo sangriento dividió su rostro en dos partes.

Se armó tremendo zafarrancho en la pulpería Mi Esperanza, pues la activista no actuaba sola, sino en compañía de otros camaradas. Entre los jugadores y proselitistas se entabló una serie de discusiones severas sobre quién tenía la culpa de semejante agravio; si la activista, con su inoportuno y mal educado proceder, o Stein, con esa reacción tan violenta, que dejó como resultado una persona herida.

Entre el barullo que se escuchaba a cuadras de distancia, y con el alma en vilo del propietario del negocio, Stein, que de varios manotazos logró que los proselitistas dejaran su chamarra ancha y pesada en paz, decidió hablarles a todos, no sin antes proferirle una serie de insultos a la pobre activista.

—¡Quién putas se han creído ustedes al venir a interrumpir así mi juego con esa clase de demagogia! —gritó Stein con los puños cerrados. Los activistas le abucheaban; los jugadores se reían de él, porque tenía problemas para articular lo que iba diciendo, y muchas veces tartamudeaba debido a la cólera apenas contenida.

—Que sus principios políticos están por encima de los intereses de cada persona. ¡Y una mierda! —Stein empezó a recoger las piezas esparcidas por el suelo con rapidez. Era alto y espigado, su cabeza, algo calva, poblada de muchas canas, brilló ante la luz artificial. Anochecía, como negra y sin escape fue la hora que atacó a latigazos su espalda huesuda.

Tomó un puñado de trebejos del suelo, propiedad del dueño de la pulpería, y los puso otra vez sobre la mesa, frente a Cálix. Se trataba de las piezas blancas. ¡Las Blancas! «¿Por qué ese gesto?». Cálix observó cuando su rival cogió del suelo cada Peón, los Alfiles, las Torres, la Dama, el Rey y los Caballos, eligiendo con selectividad. No fue una coincidencia. Stein las había preferido. Es más, las Negras fueron desechadas, algunas las pisoteó hasta hacerlas crujir, partiéndolas en pedazos. Luego le dio el dinero que correspondía a la parte de su apuesta y dijo suavemente al rival:

—Tenga, amigo, otro día que vuelva me da la revancha por favor.

Cálix hizo un gesto suave con sus manos donde rechazaba aquella malograda victoria. No quería ganar en semejantes circunstancias. En realidad, el dinero no le importaba más que a Stein; quien se apañaba la vida, en gran parte, con las apuestas que ganaba en el ajedrez. Vivía no muy lejos de la pulpería, a dos cuadras de distancia. Un señor le alquilaba un pequeño cuarto de su casa y le proporcionaba alimento de forma caritativa. No sólo Cálix sabía de esto, sino que también el resto de los jugadores que frecuentaban Mi Esperanza, y competían con este viejo campeón que sólo podía jugar con maestría siendo dueño de las Negras y provisto de un humor de perros. Ni los proselitistas, con su activista portavoz, ni otros clientes de la pulpería, ajenos al mundo del ajedrez, sabían, en concreto, quién era Stein y lo que se jugó por la patria.

A causa del escándalo llegó la policía. A recabar testimonios sobre lo ocurrido, viendo a una persona lesionada, decidieron apresar a Stein, quien no tuvo más remedio que dejarse poner las esposas para evitar ser aporreado. Entre los silbidos de cada proselitista, Stein avanzó con la cabeza gacha, pues nunca supo encontrar argumentos que le defendieran de aquel trillado discurso con el cual tantos habían subido al poder, y otros más lo aspiraban. Fue metido a la patrulla policial.

Stein pasó un buen tiempo y la cárcel antes que la justicia atendiera su caso. No sólo perdió la libertad por un período, sino que ahora era catalogado como agresor de mujeres. Y cuando la prensa supo del caso, inmediatamente lo relacionó con su olvidada época de ajedrecista profesional, echándoselo en cara públicamente, presentándolo como el típico héroe con pies de barro. El campeón de otros tiempos, ahora era reconocido por la activista y sus camaradas gracias a un breve reporte de prensa. Tras cumplir su condena, Stein regresó a Miraflores, y volvió a ser parte del decorado activo de la pulpería Mi Esperanza cuando era desafiado a una partida. A Stein le valió chancleta el desprestigio social de que fue blanco. Se reía de esas cosas mientras fumaba un cigarrillo y mostraba la podredumbre de su dentadura amarillenta. Solía decirles a los contrincantes que «la vergüenza no sirve para nada». Era un cínico, que dio lo mejor de sí para otros cuando estaba en desventaja, y sabía que todo ello no había valido la pena para enaltecerlo como ideario político. Porque entendía mejor que nadie que la gloria era una aventura fugaz y olvidadiza, y que la pena, aunque cruel, siempre fue su mejor y más fiel amante.

—¡Y una mierda!

 

separador relato David R. Morán

David R. Morán (1976). Escritor hondureño graduado en Psicología por la UNAH. Actualmente dedicado al quehacer literario. Ha publicado en la revista electrónica Groenlandia los poemarios La Conspiración de la Sirena (2008) y La Guerra Ajena (2013). También escribió, junto al poeta español Luís Amézaga, la obra Reloj de Arena (lulú, 2012), un dietario anecdótico y reflexivo en forma epistolar. Recientemente auto-publicó su primera novela El Artificio de la Realidad (Bubok, 2014). Reside en Tegucigalpa, ciudad donde nació y sobrevive.

Contactar con el autor: davidmoran7 [at] gmail [dot] com

 

🖼️ Ilustración relato: X 89d6084d, By Ninaeva художник Нина Силаева (Own work), [CC-BY-SA-3.0 or GFDL], via Wikimedia Commons.

 

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Revista Almiarn.º 77 / noviembre-diciembre 2014MARGEN CERO™

 

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