relato por
Baltasar Lotroyo
¡…a
ntes de usar!», reza el cilindro de espuma de afeitar que sostiene en la mano. «Sí —piensa—, oigo. Debería agitarme con la que está cayendo».
Observa intensamente el cilindro de latón con sus colores tranquilizantes azul y gris que gritan «¡Agítese!».
Sin quitar la mirada de la lata, pero dejando que esa mirada se desenfoque hasta que queda sólo una vaga nube gris y azul, se pone a registrar su consciencia. Es decir, sus pensamientos más recientes y entonces los recuerdos, y las cosas leídas o vistas en la tele o en la pantalla del ordenador, más las oídas o imaginadas en el curso del trajín diario, aquí o en cualquier pueblo o desde la ventana de su casa. Y se pregunta, «¿por qué no me siento más agitado?».
No pretende agitarse por las cosas que tanto parecen agitar los redactores de los periódicos y el telediario. Las estafas de unos empresarios y los pelotazos de los políticos repugnan pero no le pueden agitar a esta altura de la vida. Son demasiado frecuentes, se podría decir rutinarios, pertenecen a la estructura misma, es decir el tejido de las relaciones entre el comercio voraz y agresivo, los jueces enchufados o manejables, y los políticos que no encuentran obstáculo para sucumbir a la tentación. Son las corruptelas necesarias para la estabilidad del sistema.
Los llamados «crímenes de género», igualmente frecuentes, tampoco lo agitan. Le entristecen, lo deprimen, pero a menos que ocurriese delante de sus ojos, en su presencia, donde tendría posibilidad de intervenir, como noticia abstracta y ajena no puede permitir que le agiten.
¿Entonces qué? Si no se agita por nada, nada cambiará.
Entonces busca más lejos en su archivo mental, entre los recuerdos más lejanos. A un tiempo en que él no sólo se agitaba, sino se enorgullecía de poder agitar a los demás. En esa época en que él y sus compañeros, muchos pero no todos veinteañeros como él, corrían a los lugares más concurridos, como las calles más comerciales, las plazas públicas y estaciones del metro, el campus universitario, para repartir folletos o sorprender con gritos o detener el remolino con una instantánea y brevísima obra de teatro callejero. Era cuando él y ellos buscaban cualquier oportunidad para discutir con los que sostenían una opinión contraria, deleitando en mostrar lo absurdo de sus argumentos —a favor de la guerra, por ejemplo, o en contra de la libertad de las mujeres o de los creyentes en alguna fe que no fuera la suya—, o sosteniendo que el régimen era justo y su capitalismo dirigido el mejor camino al bienestar. ¡Uuf! Qué golpe de adrenalina le daba aplastar semejantes argumentos, convirtiendo a sus adversarios en muñecos de trapo para mostrar a todos los oyentes su falsedad, y —lo más importante— quitarles los frenos para que empezaran a actuar por cambiar las cosas. Y él no tenía, ni la tenían sus camaradas, ninguna duda sobre cómo se debieran cambiar, de cómo sería una sociedad libre y abierta con respeto a todos. A todos, hasta a los equivocados defensores del status quo, los dejarían vivir tranquilos en sus errores siempre que no los impusieran a los demás.
Pero ahora es ahora, y han pasado años. Ahora no se agita ni agita a otros. Qué pena.
Vuelve a examinar todo lo que acaba de recordar. Piensa en el resumen que hace Hobsbawm del pensamiento de Marx y Engels y cómo evolucionó ese pensamiento. Y cómo lo extendieron y quizá lo distorsionaron los que les siguieron, en los muchos «marxismos» que tomaron distintos caminos y muchas veces se enfrentaban hasta con violencia. Cómo cambiar el mundo, tituló su libro el viejo historiador inglés. Bonito proyecto, el único que vale la pena. Y Hobsbawm instó a sus lectores a abrir una vez más las páginas de Gramsci, y él, el que todavía sostiene en la mano esa estúpida lata de espuma de afeitar, volvió a leerlas. Por nostalgia, quizá. En busca de algo perdido. El optimismo de la voluntad frente al pesimismo del intelecto.
Y se imaginaba la figura del jorobado y enfermo Gramsci, llenando sus cuadernos de reflexiones y análisis para instruir y agitar a un público imaginado que muy probablemente nunca llegaría a conocer sus cuadernos. Pero tuvo una suerte póstuma, si a eso podemos llamarlo suerte. Su camarada Togliatti pudo salvar los cuadernos y publicarlos. Y todavía nos agitan esas páginas, sí, aunque sólo pretenden «interpretar la realidad e indicar líneas posibles de acción».
Y el hombre con la lata de espuma reflexiona sobre su realidad que hoy hay que interpretar. Los estragos al medio ambiente global, las hambrunas en extensas regiones del planeta, la violencia suicida de los desesperados y los enloquecidos por verse atrapados en un mundo de enorme riqueza enormemente mal distribuida, los oprimidos que oprimen porque no saben o no se atreven a rebelarse contra sus opresores. Y piensa en las líneas posibles de acción.
Y entonces sonríe y agita la lata y se dispone a afeitarse.
Baltasar Lotroyo. (Valencia, Venezuela, 1963). Vive actualmente en Carboneras, Almería (España), donde encuentra muchas cosas de que agitarse. Ha publicado varios ensayos relativos a los países de América, y relatos en antologías como Con el mar de fondo (Carboneras, 2007) y en revistas electrónicas, y comentarios literarios y otros en su blog Lecturas y lectores (http://lotroyo.blogspot.com.es/).
Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 65 / septiembre-octubre de 2012 – MARGEN CERO™
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