relato por
Adriana Tuffo
U
na mañana de diciembre vino un circo al pueblo y todos corrimos a ver llegar a los gitanos. Era el primer encuentro, el descubrimiento de los húngaros como les decían los más viejos, eran individuos distintos aun cuando compartían nuestro territorio, ellos no formaban parte de las comunidades que visitaban. Eran los otros. Salimos a la puerta de casa para ver cómo eran esos de los que siempre nos habían hablado. Desde ese día y todas las otras veces se instalaron a la vuelta de casa, en la manzana siguiente, en un terreno baldío que ocupaban los parques ambulantes. Después del almuerzo, cruzamos la calle de la mano con mis hermanos y nos paramos frente a los carromatos recién llegados y cerca de las jaulas de los animales.
Nunca había estado en un lugar como el circo de los gitanos, me asustó un poco el rugido del león viejo, un poco flaco y despeinado, pero me atrajeron los personajes que ensayaban sus juegos habituales, los payasos, los malabaristas y la mujer que adivinaba la suerte. Las visitas se hicieron frecuentes. A la mañana siguiente, mi hermana y yo fuimos a verlos sin pedir permiso a mi madre que estaba dando de comer a las gallinas. Cuando nos acercamos a las jaulas, quedamos boquiabiertas. El oso estaba atado a una cadena, una mona daba de mamar a un tigre de pocos meses de vida y, para calmar los celos de su hijo, le rascaba la cabeza. Caminamos entre las jaulas malolientes y llegamos adonde estaban unos hombres jóvenes que armaban la carpa. Entonces lo vi a Tas, jugaba con los tigres, del otro lado de las rejas yo sólo veía una parte de su rostro y el pelo negro. Por mirarlo, me tropecé no sé con qué y Azuleima me sostuvo para que no me cayera; la gitana se reía, él era su hermano. Era una mujer hermosa, tenía el cabello largo atado en dos trenzas, la falda de color amarillo y un pañuelo medio caído en la cabeza. Nos preguntó nuestros nombres y desde aquel día nos hicimos amigas. No fue fácil para mí tener una amiga diez años más grande y, además, gitana.
La caravana de gitanos comenzó a venir al pueblo dos veces al año. En el verano, cuando terminaban las clases y en la primavera. Nunca supe por dónde andaban mientras transcurría el invierno frío y húmedo de la pampa. La primera vez que llegaron yo había terminado la primaria, cumplía trece años por aquellos días y, de algún modo, esos nómadas cambiaron mi vida. La gitana Azuleima era adivina, leía las manos y tiraba las cartas; ella me enseñó a tejer, también me leyó las manos y predijo algo que sucedería tiempo después.
La adolescencia en esa época no existía tal como la conocemos hoy; con trece años me ocupaba de la limpieza de la casa, del lavado y planchado de las camisas de mi padre que era telegrafista en el ferrocarril que fue inglés hasta que llegó Perón, me encargaba también del cuidado de mi hermana menor; esas tareas me alejaban de la lectura y de las labores con lanas e hilos de seda que era lo que más me gustaba hacer. Sólo algunas chicas estudiaban, las demás íbamos a corte y confección, tejíamos o bordábamos en casa. Los chicos a esa edad se iniciaban en los trabajos rurales o en los oficios, los que no iban a juntar maíz con toda la familia. Azuleima me regaló un tesoro cuando me enseñó a tejer «si no tienes agujas toma dos ramitas… yo te voy a enseñar». Tejí con ramas, con dos agujas, con los días y las noches, los afectos, los recuerdos, el rencor y también el perdón. Azuleima era madre, llevaba siempre con ella a su niña, la caravana iba de pueblo en pueblo, como una gran familia, hijos, padres, abuelos, el clan completo. Todos compartían satisfechos esa vida de errantes atávicos. En mi familia odiaban que fuera al circo a ver a mi amiga gitana, mucho más que ella pasara por mi casa. Cómo una niña iba a tratar a una mujer de ésas. Una bruja que ofende al Señor. Nada de juntarse con los húngaros. Cómo es posible que una señorita se pase las horas en un carromato o entre la mugre de los animales.
A veces me veían niña, otras, señorita. No era chica para enamorarme de Tas, un gitano cautivador de ojos marrones y piel oscura. A pesar de los sermones de mi madre, jugábamos con los gitanos en el arroyo o en el parque, corríamos o saltábamos a la soga con mis hermanos menores; me gustaba pasear de la mano de él. En aquel tiempo, tuve que cuidar a mi madre enferma de tifus, no era una nena, no. Ellos eran gitanos, trotamundos, libres, alegres. Nosotros, una buena familia, religiosos, nómadss también, porque vivíamos en las estaciones del ferrocarril, aunque no recuerdo que fuéramos tan felices.
La cuarta visita de los gitanos se adelantó, era sábado, fines de noviembre, y fuimos a verlos. Tres cosas inolvidables pasaron durante aquel verano. Empecé a tejer con lanas de colores y dos agujas con la gitana Azuleima; se cumplió lo que ella me había augurado, que algo maravilloso iba a ocurrir en mi vida y, la tercera, me enamoré de Tas, el domador del circo. Fue después de que atrapó a un puma suelto entre los carromatos. Éste es uno de esos hechos inesperados que, aún desconociendo lo que sobrevendrá, intuimos que pueden modificar nuestra manera de ver el mundo.
Los animales del circo no tenían libertad, los sacaban a caminar, paseaban por las calles de tierra mientras hacían publicidad y volvían al encierro. Una tarde, cuando la madre del mono de poco más de un año, empezó a gritar y a saltar dentro de la jaula, todos salieron a ver qué pasaba. El travieso monito se había escapado y ella lo reclamaba a gritos. Azuleima había perdido de vista a Zaira, su hija, pues en ese momento estaba dándome consejos; decía con suavidad: «Una lazada, que no se te escape el punto, tira de la lana parejito que, si no, te quedan agujeros, tranquila, que cada vez te va a salir mejor y verás, hija, cuántas cosas podrás hacer». Mientras yo hacía mis primeras lazadas con las dos agujas, entre las jaulas caminaba un puma. Después supimos que había huido del patio de don Otto, un cazador que no siempre mataba a los animales y, por cariño o por empecinamiento, traía algunos al pueblo y los tenía enjaulados o sueltos en su parque. El animal era esbelto y ágil; el gitano Tas, lo recuerdo bien, lo enfrentó con coraje. El puma que tenía casi dos metros de largo de la nariz a la cola se paseaba determinado a cazar. Azuleima estaba tan entretenida en la tarea de enseñarme a tejer, que olvidó a su pequeña hija. El felino, aunque ajeno al lugar, sorteaba seguro las estacas donde habían atado las sogas que sostenían la carpa; se dirigía a los corrales, donde había caballos, mulas, camellos y ponis. Los caniches hacían piruetas, andaban en bicicleta o pasaban a través de los aros, a ellos se les habían unido varios perros de la calle que iban a buscar algunos desperdicios, cuando olfatearon el peligro, comenzaron a ladrar y, ante el peligro, todos huyeron. En la corrida, llevaron por delante a Zaira. El llanto nos sacó del tejido, corrimos las dos y nos quedamos paralizadas. La nena estaba muy cerca del puma. El animal caminaba hacia ella, se detuvo, la olfateó y ronroneando continuó con determinación hacia los corrales.
Zaira no dejaba de llorar. Muchos días después se siguió comentando lo increíble del hecho. La mona Hilda, enloquecida porque había perdido a su hijo, cuando oyó el llanto de la chiquita se escapó de la jaula. El monito jugaba haciendo piruetas en lo alto de la carpa, sin luces ni música, se comportaba como si hubiera estado en medio de una función. Zaira apenas caminaba, iba hacia el carromato con pasos inseguros, tambaleándose como el payaso cuando finge una borrachera, ella pasó muy cerca del puma y todos pensamos en ese momento que podía ser presa del animal. Azuleima gritó espantada; todas llorábamos. Fue entonces cuando Tas tomó el látigo para reducir a la fiera.
Algunos acontecimientos resultan inolvidables en la historia de cada persona, por lo singulares. Los recuerdos de la infancia y de la adolescencia se van atando a ratos felices, pactos familiares, mandatos paternos, culpa, miedo y hasta mitos religiosos. En la vida adulta quedan dentro de un universo ficticio donde uno recuerda u olvida lo conveniente; sin embargo, las emociones son las que dejan huellas, los sentimientos, el amor, la pasión nos marcan, pero suelen pasar desapercibidos porque nos empeñamos en esconderlos, quizás sea pudor o tal vez uno quiera ocultar la pena. Hay historias que guardamos celosamente, y entran en la categoría de lo mágico o milagroso. Historias entrañables se reservan íntimamente, como el primer amor. Lo que queda de ese instante del pasado arrinconado es una especie de folletín, que sigue allí, y podemos encontrarlo donde menos se espera. Recuerdo ahora que el cabello largo del gitano, suelto sobre sus hombros, caía sobre mi cara. Recuerdo los brazos morenos, la sonrisa blanca, perfecta. Pensé que el puma se habría dejado seducir también. Cuando comenzó a llover, me sentí segura, abrigada en su abrazo. Nos refugiamos en una tapera, los dos solos por primera vez; escuché la música de su guitarra conmovida y su voz áspera. Yo amé a Tas desde ese día. Él también me amó, es mentira todo lo que me dijeron después.
Decían las señoras entre mates y los hombres en el Club Unión que las chicas de buena familia no andan por la calle a la hora de la siesta. Que sólo las chicas malas van al arroyo a bañarse. Que los viajantes y los gitanos les roban la inocencia a las pibas fáciles y las abandonan. Que las malas lenguas hablan de esas chicas.
Alguien había dejado la puerta de la jaula abierta, ese hecho casual hizo que la mona escapara y se interpusiera entre la niña y el puma que, para nuestra sorpresa, no demostró interés en la pequeña. Saltó sobre Hilda que fue más ágil y desde el mástil mayor ella comenzó a arrojarle una lluvia de orines. En medio de la confusión, algunos empezaron a reírse. La mona se creyó la estrella del circo e hizo gala de una fuerza fenomenal, arrancó un caño de la estructura para aporrear a la fiera, el puma se enfureció. Y apareció él. Tas lo sometió con el látigo, lo llevó hasta la jaula más próxima y allí quedó encerrado en medio de los aplausos. El animal hambriento no había visto nunca un domador, sin embargo quedó inmóvil mientras él se acercaba. Tas lo enfrentó resuelto y nos devolvió la tranquilidad. Aún lo puedo ver, tan hermoso el gitano.
Después de la captura, llegó don Otto, el puma se entregó manso al viejo. Pasado el susto, el monito bajó del poste y se abrazó a la mona Hilda; Azuleima lloraba de alegría. Tas vino a mi encuentro. Yo no olvido su gesto resuelto, ni su sonrisa. Entre aplausos, caminó hasta mí con el látigo enroscado en el antebrazo, cuando estuvo cerca, me miró a los ojos y me llamó por mi nombre. Ese verano fuimos tan felices, como lo había anticipado la gitana. Al año siguiente, cuando llegó el circo al pueblo, mis padres decidieron mandarme a la casa de mis tíos que vivían en Santa Eulalia. Él ya no regresó con la caravana. De aquella época feliz tengo muchos recuerdos y la costumbre de tejer una lazada y otra lazada para cerrar los agujeros que a una le va haciendo la vida.
Adriana Tuffo. Vive en Argentina y se ha dedicado a la enseñanza de la lengua y la literatura. El relato aquí publicado (así como el titulado Adiós, que también puedes leer en Almiar) pertenece a su libro El juego de contar historias, recientemente publicado.
🔗 Web de la autora: La insoportable levedad
(http://adrianatuffo.blogspot.com.es/)
📸 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 88 / septiembre-octubre de 2016 – MARGEN CERO™
Publicaciones literarias
Almiar, muy buena literatura