relato por
Álvaro Salazar

M

añana mi nombre saltará a los teletipos y recorrerá las redes sociales para ser manoseado hasta lo indecible. Para unos seré un nuevo triunfador, para otros no seré sino un canalla más; en cualquier caso, me convertiré en una nueva luminaria que habrá de agitar, durante un tiempo al menos, el gran teatro de las luces y las sombras. Es natural entonces que me conceda unos instantes para echar la vista atrás y contemplar el camino que he dejado a mi espalda, pues mis pasos me han traído hasta aquí y, en gran medida, soy mis propios pasos. Para ello, me valdré de la metáfora, ya que el fiel relato de los hechos raramente permite descubrir el significado y alcance de los mismos (además, ya repasaré mi biografía mañana en los medios). Es hora de hablar de mí para mí. Comenzaré por el principio.

Nací un día cualquiera en un lugar adecuado y, cuando pude caminar por mi cuenta (es cierto, tardé demasiado, si bien la mayoría de la gente muere sin conseguirlo y, de éstos, la mayor parte habrá vivido ignorándolo), salí al camino con pasos titubeantes. Y no lo fueron a causa de la duda (pues, careciendo de destino, no tendría caminos entre los que elegir), sino por simple temor ante la intemperie. Mis primeros pasos fueron, a la sazón, ciegos. Y penetré entre maizales…

Posiblemente (pero hace tanto tiempo de aquello…) al principio me dejara llevar por la rectilínea disposición de los plantíos y por la robusta arquitectura de sus formas mucho más fiables que la de los campos de mijo, cebada o centeno que habría recorrido hasta entonces. Además, aquellos cultivos me ofrecerían el amparo de su altura frente a la desnuda amenaza de las noches y los días, contra la de los cielos abiertos y los inciertos horizontes. Y, aunque mis pasos seguirían siendo ciegos, es posible que ya no fueran titubeantes, pues, por fin, caminaría a cubierto.

Ya digo, hace ya mucho tiempo de aquello. Sin embargo, aún resuenan en mis oídos las voces que escuché entonces. Ocurría que aquellos sembrados tenían dueño o había quien creía serlo (ésto es ahora intrascendente) y, al descubrir mi paso en el cimbreo de las cañas, me lanzaban increpaciones llamándome intruso o, aún peor, advenedizo (que me llamaran así me ponía malo, lo confieso), y he de decir que faltó muy poco para que me volviera por donde había venido. Pero resistí, y terminé por acostumbrarme a sus voces y, con el tiempo, incluso llegaron a alagarme: ladran, luego cabalgamos, me decía disfrutando de mi recién estrenado protagonismo (y hasta es posible que les provocara caminando en diagonal o dando saltitos para romper la íntegra rectitud de las formas). Me había convertido en una amenaza y mis pasos, aunque entonces lo ignorara, iban tomando cierto sentido. Y seguí caminando y, ya por fin, salí a campo abierto.

* * *

Había dejado atrás los sembrados y las recriminaciones de los labradores, y avanzaba con las velas henchidas por la rutina: un paso y después otro, siempre hacia adelante, sin concederle demasiado espacio a la reflexión tantas veces paralizante (quien sabe, tal vez mi desconfianza hacia la reflexión venga de entonces). Lo cierto es que la llanada me ofrecía su fisonomía ondulante y, ya digo, caminaba sin hacerme demasiadas preguntas y sin mayores preocupaciones, más allá de ir evitando, en lo posible, los arañazos que, de vez en vez, me propinaban los cardos que crecían entre las piedras. Recuerdo cielos rojos de sangre y horizontes lejanos (lejanos porque lo eran) cincelados por magníficas cordilleras grises ya sin rastro de amenaza, y el aire corría limpio y, además de respirarlo, era posible degustarlo, y el espíritu se nutría con ese aire y esos cielos y horizontes; aquellos amaneceres… No lo negaré: aún hoy me asalta la nostalgia de aquellos amplios días, soleados tantas veces, en los que el impulso vertical de una montaña alentaba mi mirada y la visión de una simple hormiga la alentaba también. Caminaba alucinado…

Y tanto caminé, que las montañas terminaron por acercárseme, y los horizontes se fueron cerrando dulcemente sobre mí. Un día, el camino me llevó a un apacible valle recorrido por los meandros de un risueño riachuelo donde pastaban los corzos. Me detuve, me senté sobre una piedra y me dije que aquel podría ser un buen lugar para pasar una temporada. Pero, de pronto, los corzos, que hasta entonces habían ignorado mi presencia, levantaron la cabeza y se quedaron muy quietos olisqueando el aire. Antes de que pudiera ver al grupo de hombres que habían asomado por detrás de unas rocas a media ladera de la montaña que abrazaba el valle hacia el norte, los corzos ya habían echado a correr y, en un instante, desaparecieron. En cambio, yo permanecí sentado en la piedra observando cómo aquellos hombres se iban aproximando a paso lento. Vestían pieles, portaban lanzas y palos y algunos llevaban zurrones colgados del hombro. Desde luego, en nada se parecían a los agricultores con los que había mantenido trato en el llano.

Cuando pasaron a mi lado, apenas me miraron. Esa actitud me tranquilizó y, relajado, dediqué la tarde a observarlos. Algunos pescaban y otros iban de mata en mata recogiendo frutos rojos que guardaban en sus zurrones; les imité y comí de esos frutos: eran dulces y jugosos. Al atardecer, el aire se perfumó con el aroma del pescado asado y la boca se me hizo agua.

Transcurrieron los días y seguía siendo trasparente para ellos, lo cual ya no era una ventaja, pues su habilidad para cazar y pescar era evidente y yo ya estaba cansado de mi monótona dieta a base de frutos y raíces. Y claro, llegó un momento en el que mi deseo de formar parte del grupo fue mayor que mi temor a ser rechazado y expulsado de aquel valle. Estaba decidido. Llamaría su atención. Comencé por acercarme a uno de los recolectores para arrojar en su morral los frutos que yo había recogido, al tiempo que le ofrecía la mejor de mis sonrisas; y, aunque mi contribución a la recolecta no fue rechazada, ni sus gestos, ni su semblante dejaron entrever reacción alguna. Continuaba siendo transparente. Sin embargo, obtuve mejores resultados con el segundo de mis intentos de aproximación al grupo. Me encontraba entregado a mis ejercicios matinales, cuando vi que uno de aquellos cazadores acosaba con su lanza la madriguera de una liebre. Me aproximé con intención de ayudarle y llegué a tiempo de arrojarme sobre el animal que había salido de su madriguera como una centella esquivando el lanzazo del cazador con un zigzag de gavilán en pleno picado. Y, aunque únicamente pude atrapar el polvo del suelo, mi fallida maniobra arrancó grandes risotadas a cuantos la habían presenciado. Aquella tarde, el cazador al que intenté ayudar me acercó un pedazo de liebre.

Fui, por fin, uno de ellos; y mi vida comenzó a dar un vuelco radical.

* * *

Una mañana radiante, abandonamos el valle declive arriba sin motivo aparente; pues la tierra nos ofrecería sus presentes y únicamente había que extender los brazos y alargar las manos para alcanzarlos. Pero claro, ésto no era exactamente así, pues, para otorgarnos sus dones, la tierra nos reclamaba intrepidez y arrojo y habilidad y perseverancia. A pesar de su dureza (o gracias a ella), aquellos tiempos nómadas, plenos de incertidumbre, de complicidad y de ayuda mutua en el esfuerzo, de ansiedad ante el incierto resultado que no siempre llegaba, de alegría en el éxito y de decepción en el fracaso, fueron, desde el principio, un milagro. Me recuerdo feliz, entregado con confianza casi ciega al descubrimiento cotidiano, como nunca antes lo había hecho, como jamás volvió a suceder. Sentía que abarcábamos el mundo…

Sin embargo, aquel sentimiento de asombro y dicha duró justo hasta el invierno siguiente, cuando el jefe del grupo (resultó ser el mismo cazador del episodio de la liebre; desde entonces, habíamos ido forjando una creciente y recíproca complicidad) me hizo ver que el mundo era mucho más ancho de lo que yo entonces creía y que, por supuesto, quedaba fuera del alcance de nuestra corta y estrecha solidaridad comunitaria. Recuerdo que, llevándome a un aparte, me confesó que estaba pensando en unir fuerzas con otros grupos para poder, así, alcanzar los amplios valles que quedaban más allá de las montañas que acostumbrábamos recorrer; se llevaría consigo a dos o a tres de nosotros, a los mejores y más diestros, y yo sería uno de ellos. Aquella confidencia me resultó una revelación, pues era la primera vez que confiaban en mí y aquella confianza me mostraba mis propias capacidades (tan inseguro era yo entonces).

De nuevo me encontraba en marcha, esta vez convertido en un hombre nuevo en pos de un tiempo nuevo también en el que las montañas se abrirían a valles inmensos y éstos darían paso a nuevos horizontes. Para recorrer aquellas vastedades, debíamos sellar alianzas que no dudábamos en romper a conveniencia, lo cual fue dejando a nuestras espaldas una buena cantidad de voluntades rendidas o quebradas, de odios y pasmo ante nuestra audacia. Habíamos dejado de ser nómadas para convertirnos en conquistadores. Al principio, para estar a la altura, necesité del sostén del hombre que me llevó consigo, pero llegó el día en el que hube de afrontar los retos con mis propias fuerzas. Recuerdo que uno de los primeros se me presentó cuando fui designado para consolidar nuestra posición en una aparcería que acabábamos de sumar a nuestra red (para entonces, palabras como red, posicionamiento, estrategia o sinergia ya formaban parte de nuestro vocabulario).

He de decir que aquella misión no me agradó, pues supuse que me exigiría el empleo de la fuerza y no sentía ninguna inclinación ni gusto por la violencia (aún hoy, si puedo, evito su uso). Pero era el primer cometido que me confiaban y no podía fallar. De manera que ejercí el mando con mano de hierro. Y reconozco que tuve suerte de que, en aquella ocasión, el uso de la fuerza no resultara gratuito. Así, cuando mis compañeros regresaron, las cosechas se hallaban recogidas y la autoridad del lugar presentó su más humilde y entregado juramento de lealtad. Recibí mis primeros parabienes. Y llegaron nuevas misiones.

* * *

El nombre de la alianza a la que me debía, era conocido del uno al otro confín y nuestra fama comenzó a precedernos. Muchos se opusieron a nuestro avance, pero otros (cada vez fueron más) vieron en él una oportunidad para medrar y, claro, lo apoyaron e, incluso, lo propiciaron. Y, entonces, comencé a verme como forjador de futuros colectivos (yo, que había carecido de destino propio). Fueron años duros. Y ahora pienso que lo fueron, no tanto por las arduas y largas jornadas de trabajo o por las dolorosas (en ocasiones) y transcendentes (casi siempre) decisiones que me vi obligado a tomar o a asumir como propias, sino porque a lo largo de esos años tuve que despojarme de esa moral de ave de corral que mis padres me legaron: la estrecha y pordiosera humildad y la piedad castradora, la honradez del pobre y su corta mirada de jugador de ventaja, el ansia de justicia que no es sino mera ilusión y dislate, la desconfianza y censura del poder propia de quienes no levantan medio palmo del suelo… (Y si he podido escribir estas líneas sin que la mano me tiemble es gracias a estos años de metamorfosis; ahora miro las cosas tal como son: sencillas y terribles).

Pues bien, es hora ya de abandonar los territorios de la metáfora y agarrar las cosas por el pescuezo.

Yo, que en estos años de ascenso al poder he recurrido a los grandes valores de la cooperación y el trabajo en equipo, a los vacuos conceptos de la inteligencia colectiva y la emocional (¡Santo Dios!), a los del liderazgo distribuido y la democratización del poder, os digo que no son sino simples florecillas silvestres que adornan los salones (y mientras perfumen el aire seguiré cultivándolas). Y es que la vida es lucha y la realidad se forja desde el triunfo del fuerte sobre el débil, así de terribles son la realidad y la vida. ¿O acaso alguien piensa en serio que hemos abandonado las cavernas que nos vieron nacer como especie entonando los aleluyas de la humana fraternidad? Por favor… La ambición de poder, el poder de la ambición, la voluntad inquebrantable de poder: éste y no otro es el motor de eso que llamamos progreso. Se precisa fortaleza de ánimo para comprenderlo y aceptarlo; vivir en esta verdad es, a la postre, un proyecto moral.

Y esto es todo. Los hechos concretos (y confesables) que me han traído hasta aquí, al igual que la suerte que ha corrido mi antiguo jefe (nadie debiera llorar por él: tuvo su momento y ahora tiene una indemnización cercana a las ocho cifras) lo recogerán mañana los noticiarios. Una última cosa antes de regresar al trabajo. Aunque sé que a partir de mañana comenzará mi declive, pues es ley de vida (quien haya de recoger mi testigo, se encuentra agazapado en la sombra como yo lo estuve hasta ahora), seguiré en la lucha. Que nadie lo dude.

 

línea roja Mañana mi nombre

 

Álvaro Salazar Agustino

Álvaro Salazar Agustino (Balmaseda, 1959). Es economista y trabaja como consultor en estrategia y gestión de organizaciones. Siempre le gustó leer y subir al monte y, desde hace un tiempo, viene escribiendo con cierta regularidad. Ha publicado una novela —Si viéramos con los ojos, se titula—, ha escrito otra titulada Nadie. Nunca. Nada y va publicando narraciones en su blog: http://bernatxo.wordpress.com/

👓 Lee otros relatos de este autor:
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🖼 Ilustración relato: The Elusive Luc Bernier, By Bosticko (Own work) [CC-BY-SA-3.0], via Wikimedia Commons.

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