José Luis Martín

La visita

Pasad y sentaos, que es vuestra la casa,
acercad la silla a la mesa, si os place la pitanza.
Poned los pies sobre ella, si es vuestra gana,
que todos los días no recibo, a quien a la muerte encarna.

Descanse la hoz con la que se siega de raíz el habla,
deja en suspense la sangre y la guadaña,
permite que aún respire de recuerdos el alma,
del olivo joven donde abracé por igual el ansia y la nada.

De la muerte, ¿quién mejor que tú lo sabe?, nadie se escapa,
ni siquiera el monje que toca la campana,
tampoco el padre que bendice la mañana,
ni aún el hijo que sediento acaricia la luz del alba.

Advertí tú presencia cuando mudo me quedé sin palabras,
cuando de mi boca salían junto a las canciones, las lágrimas,
cuando mis labios quedaron sellados de risas y chanzas,
cuando ni siquiera mis ojos, encontraron luceros de escarcha.

Diluidos fueron los versos que al viento arrojaste,
los que nacen y crecen, sonetos de sangre,
los que te llevaste, estrofas, ripios y lápices,
la tinta y el mismo tintero, la inspiración y el aire.

Ya tú esqueleto aterido de frío, como tu presencia blanca
se había filtrado ladrón por todos los resquicios,
por las paredes y las puertas, por las ventanas,
por las junturas que creíamos cerradas del alma.

Acaso esperabas ser recibido de chirimías y danza,
de ruidos y tambores, de trompetas y gaitas,
como si no fueras música de infernal zarabanda,
de negros crespones, de triste son, bacanal y holganza.

Mal sorprendes al hombre en su eterno onírico sueño,
pues despiadado le rompes las coordenadas del baile,
mudándole a propósito el paso del ritmo que espera,
los trillados senderos de la imaginación y de la quimera.

Eres la conclusión del hombre en su materia,
ese punto final de las cosas que suponemos sin retorno,
el adiós inesperado de una tarde sin grandezas,
patético suspiro que se escapa de la boca abierta.

Borrarás de mi frente, ¡maldito!, la memoria,
quitarás la risa ruin de mis labios,
el pulso sonoro de mis brazos, lasos
el latido de mi corazón a la carrera.

Hacerme desaparecer como el agua de la noria,
como la sed sumida en el polvo seco del oasis,
como pálida flor ahogada entre brezales,
muerta amapola que deshoja el viento de la tarde.

Serás de mis ojos su postrera visión,
discutible el mérito que te cabe de la hazaña,
pues a pavesas reduces las ansias,
y a ceniza palpitante la respiración cansada.

Tú, que acompañas complacido mi miedo diario,
tú, que desgarras mis entrañas con uñas de orate,
convirtiendo mi corazón en cuerdas de guitarra,
mientras suena siniestra la postrera canción.

Atiza la lumbre y calienta los huesos,
esos blancos y mondos que enseñas bajo la saya.
Debes de tener frío por lo que tiritas,
acaso tiemblas evocando tú próxima infamia.

Vienes furtiva y callada a matar los recuerdos,
toda la riqueza que atesora el alma,
mensajero sin honra de fétido aliento,
triste vampiro sediento de la sangre helada.

Escogiste ladina entre la noche y el alba,
la raya que separa la luz de la sombra,
la línea sutil donde el hombre se encalla.
Acaso porque a esa hora, maldita la hora,
el hombre tiene dormida la guardia.




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jlmartin[at]inm.es


Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©




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