Novela Río

Capítulo IV

La habitación de Elvira estaba contigua a la de su hermana Elena. La casa era grande, tenía dos pasillos principales a partir de la puerta, el de la derecha, que conducía al antiguo despacho de su padre, con su antedespacho para el mecanógrafo, su pequeña sala de espera, y una recámara llena de libros a la que se accedía por una puerta falsa disimulada entre los paneles de madera que rodeaban la pequeña chimenea del despacho. Ese era el cuarto de fumar del padre, donde falleció entre humo hacía varios años. El recuerdo que Elvira tenía de él siempre se lo representaba en aquélla habitación pequeña, llena de estanterías de madera con muchos libros gruesos, sentado con un libro y un cigarrillo en su sillón de orejas, junto a la ventana de cristales de colores o, si ya era de noche, bajo una lámpara de pie con flecos dorados que esparcía una luz íntima y temerosa alrededor de él, pero no aclaraba el misterio de los rincones en penumbra.

Su padre, en lo que Elvira le recordaba, era un hombre grande, casi anciano, corpulento, con el cabello muy matizado de blanco y unas gafas de oro que brillaban en la penumbra. Su cuarto de fumar y él tenían un fuerte olor a humo y a moho antiguo. Ella era la hija más pequeña, la última, casi inesperada, y ya no le conoció en los tiempos en que aquel hombre grande y fuerte armaba bulla por la casa riéndose, enfadándose con su mujer y levantando a sus cachorros por el aire. Su recuerdo era el de un gigante vencido que tosía sobre un pañuelo blanco, se limpiaba la gran nariz roja, y se volvía a concentrar en su libro, tan grueso y derrengado como él, con una sonrisa fugaz. A pesar de su aspecto formidable, ella le quería simplemente por aquélla media sonrisa y porque no la echaba de allí, como a sus hermanos mayores, sino que, si no hacía ruido ni le interrumpía, podía estar un rato escondida por las tardes a su lado sin que nadie viniera a buscarla para cumplir alguna obligación escolar o la rutina doméstica de lavados o limpieza. Nunca se preguntó por qué la admitía a ella y a nadie más en su refugio, pero le gustaba recordarlo.

Girando desde la entrada, hacia la izquierda, el pasillo se extendía bordeando varias puertas. La primera correspondía a una sala grande con balcones, amueblada a la antigua con butacones de plumas, grandes cuadros al óleo de paisajes floridos en marcos de oro, lámparas de cristal y cortinas de brocado rojo. A continuación estaba la puerta corredera de un comedor de muebles pulidos. Por el comedor se entraba a un pasillo oscuro, amueblado con alacenas viejas y negras, que tenía dos cuartos interiores, y que llegaba hasta la cocina y el lavadero al fondo. Si no se desviaba uno por allí, sino que seguía recorriendo el pasillo de la izquierda, se llegaba por fin a la zona habitada de la casa: la alcoba de los padres, varias para los chicos y las niñas, y en un nuevo giro del pasillo, la sala de estar, con la máquina de coser y la tele. Aquel había sido el cuarto de las peleas de los pequeños por coger el mejor sitio, y los muebles, algo más modernos que en el resto de la casa, estaban bastante desvencijados de tanto como se habían subido encima jugando a que conquistaban el castillo o tomaban al asalto el fuerte apache. Una gran mesa de madera guardaba el recuerdo de aquellos días de gloria en que Elvira fue una astronauta pionera que grababa su nombre sobre la cara oculta de la luna.

Ahora, según los hijos se habían ido marchando, la casa estaba limpia y tranquila y los dormitorios habían dejado de ser compartidos. Cada uno de los hermanos conservaba un lugar propio todavía: uno tenía metidos sus libros y sus esquíes y sacos de montaña, en un armario que nadie más abría; otra conservaba una estantería llena de sus muñecas favoritas, que continuaban en el mismo sitio que el día en que salió del dormitorio vestida de novia para no volver. Su hermano el que trabajaba en la tele, seguía conservando su cuarto, que le venía muy bien porque allí tenía su ropa de repuesto y acceso privado a uno de los cuartos de baño, lo que le permitía una cierta holgura para sus costumbres de galanteador cuando pasaba por Madrid en sus rápidos viajes. Elena guardaba también muchas cosas en su cuarto antiguo, y como volvía por casa de su madre un par de veces por semana, no se podía decir que se hubiera marchado en realidad.

A través del tabique, Elvira empezó a oír los ruidos de su hermana Elena revolviendo en el armario, hasta que con un gritito de contento encontró lo que parecía ser, por el taponazo, un botellín de espumoso. Unos momentos de silencio, y a continuación un nuevo restregar que procedía del entrepaño de arriba, como si Elena estuviera arrastrando una caja para sacarla de lo alto del armario. Y debió caérsele encima porque sonó un fuerte golpe y un juramento atroz. Otro minuto durante el cual el sonido no traspasaba los tabiques, y después vuelta a frotar por el entrepaño superior, luego la puerta del armario al cerrarse. Una vez guardado lo que fuese, Elena salió de la habitación con su taconeo característico y se perdió cerrando cuidadosamente la puerta de la escalera. Se había ido.

Elvira esperó un poco por si volvía, pero al fin se decidió a entrar en el cuarto de su hermana, directamente hacia el armario de marras. Olía muy bien el interior del armario, a buen perfume, y la ropa que contenía era cara. En el estante superior había dos sombrereras. La primera contenía un liviano tocado de gasas y flores color crema, como para una fiesta, con un ligero velo que caía sobre la cara. Elvira se lo probó y le pareció que en el espejo redondo, recargado y oscuro, propio de su hermana, había aparecido una protagonista de las revistas del corazón. Bonito sombrero, qué bien le sentaba y qué inapropiado con los vaqueros que llevaba puestos.

La segunda sombrerera, más grande, contenía algo pesado. Elvira tuvo que arrastrarla con trabajo hasta el borde del estante. Aquel era el mismo ruido que se había escuchado hacía un momento, luego allí era donde se guardaba el objeto misterioso que había obligado a su hermana a una visita rápida tan a deshoras. Como sabía por experiencia que la caja tendía a volcarse, buscó una silla y se subió para alcanzar mejor. Y al fin abrió la tapa de la sombrerera.

Dentro había varias cosas cuidadosamente empaquetadas: una bolsa de plástico con algo rectangular y pesado dentro, un abultado sobre tamaño carta corriente, un estuche de joyería, y cubriendo el fondo de la sombrerera, un cliché usado, es decir, con algo escrito en él.

Desenvolvió la bolsa de plástico, y sacó de dentro lo que en aquel tiempo se llamaba "una vietnamita". Se trataba de una bandeja metálica, rectangular, del tamaño de un folio de papel, y honda, de unos cinco centímetros de profundidad. Se encontraba llena hasta el borde de la correspondiente pasta de un tono ámbar translúcido y consistencia de gelatina. Aquel artilugio, que en principio parecía una fuente para horno colmada de masa de bizcocho, era en realidad un aparato muy útil con el que se podían sacar rápidamente multitud de copias de un escrito. Se escribía a máquina el texto sobre un cliché de imprenta, como el que estaba también en la sombrerera, y luego se aplicaba ese cliché sobre la superficie plana de la gelatina seca de la bandeja. Allí quedaba una huella en tinta del escrito, contra la que se presionaba una hoja en blanco, que resultaba bastante bien impresa, o al menos, se podía leer. Se hacía lo mismo con varias hojas blancas sucesivas, mientras duraba la huella de tinta en la gelatina, y cuando la copia salía ya borrosa, se volvía a colocar el cliché y se empezaba de nuevo. Barato, rápido y efectivo. Por eso era muy usado por los estudiantes para las tiradas de propaganda clandestina con que a veces se cubrían los suelos de los vestíbulos y los pasillos de las universidades y los institutos de bachillerato.

Elvira intentó leer el rastro de tinta que quedaba en la vietnamita, pero no pudo porque se encontraba dispuesto al revés. Pensó llevarlo al espejo para que una nueva inversión de la imagen le permitiera descifrarlo, sin embargo su curiosidad pudo más y siguió desenvolviendo cosas, muy perpleja. ¿Qué hacía aquello allí?

Le tocó el turno al sobre, que en un momento quedó vacío, con el contenido desparramado aprisa sobre la cama. Dos hojas de papel de carta llenas de letras (es decir, una carta). También dos fotografías: Elena, hermosamente desnuda en brazos de un señor mayor, y en la otra la misma Elena, ahora vestida, entre un grupo de jóvenes acodados a una mesa, escuchando lo que decía en el centro uno con bonita barba entrecana y gafas de intelectual. Otra sorpresa. ¿Qué era aquello?

Por fin, Elvira llegó al estuche de terciopelo. Dentro encontró un envase para carrete de fotografía, metálico, lacado de amarillo huevo, y con la tapa a rosca. Por supuesto en su interior se hallaba un carrete, en este caso ya revelado. Elvira escudriñó los diminutos negativos y vio que entre ellos figuraban las dos fotos de marras que acababa de contemplar, entre otras donde se veía a diversos grupos de gente joven.

Contemplando su botín, Elvira estuvo un rato decidiendo qué convenía hacer. Por una parte, estaba dispuesta a enterarse por completo de lo que ponía en todos aquellos escritos. Por otra parte, debía devolver lo antes posible el tesoro a su escondrijo, por si volvía su hermana a buscarlo, lo que era cosa muy probable, ya que sería una locura dejar todo aquello en un lugar tan vulnerable como el armario del dormitorio. Como la muchacha tenía una excepcional sangre fría, se le ocurrió un plan y lo puso en práctica. Buscó una cuartilla en blanco, aplicó el cliché en la bandeja, y sacó una copia de lo que contenía. Se metió el sobre con sus fotos y su carta, en el bolsillo, y guardando lo demás a toda prisa, volvió a meter la sombrerera en el altillo del armario.

Pensativa, salió de la habitación, pensando que su conducta no era digna de elogios. Curiosear la intimidad de su hermana y sus secretos no era leal, pero la conducta de Elena la preocupaba ¿Y si necesitara ayuda? Tal vez no sabía cómo defenderse y estaba obsesionada por el viejo seductor de la fotografía. pero la ropa cara y de buen gusto no encajaban con la actitud de una persona sometida.

Su casa, indudablemente, no era un lugar propicio para analizar lo que había encontrado. Pensó en llamar a Claudine y decirle que le permitiera pasar por su atelier, pero tampoco se animaba a revelarle las cosas privadas de su hermana. Eran amigas, sí, pero para contarle los secretos propios, no para publicar la vida privada de Elena que, por otra parte, ni ella misma alcanzaba a comprender. Salió a la calle y buscó un taxi sin saber todavía qué dirección tomar, cuando sintió que la tomaban suavemente por el brazo y, al darse vuelta, se encontró con la sonrisa franca de Gastón que la empujó hasta el café de las dos esquinas.

—Casi te atropella el taxi, ¿acaso estás sonámbula? —le susurró Gastón, mientras se acomodaban frente a una mesa del fondo, pegada al vidrio que daba a la acera.

Elvira lo miró con enojo:

—No es tan así, tú eres el entrometido que cambia mis planes.

—¿Y cuáles son tus planes, niña, si se puede saber, mira que tienes tus secretillos...

—Yo no los tengo, pero ando con algunos ajenos.

—¿Y de quién, si se puede saber, o no?

—Mira, Gastón, no estoy para bromas, creo que mi hermana Elena está metida en un lío de aquellos, en algo no muy bueno, por la noche rondan sus amigos, y tiene guardadas ciertas cosas que... pero no sé si debo contarte, es mi hermana.

El mozo se acercó a la pareja.

—Un café y un cortado —ordenó Gastón.

—Mira, niña, que lo que me cuentas yo ya lo he sabido por otras bocas. Tu hermana frecuenta a los amigos del Tigre. La he visto varias veces con ellos y ésa no es buena gente.

—¿Quién es el Tigre?

—Un pesado internacional que vive de las mujeres, un corrupto que siempre logra salir nadando con la gracia de quién sabe. La policía lo conoce, pero es intocable, está bien relacionado...

—¿Y tú cómo sabes todo eso?

—Tu hermana es muy linda para pasar desapercibida y el Tigre es muy feo y conocido en el ambiente de la noche.

—¡Si mi mamá supiera esto, se muere de vergüenza y mis hermanos cómo no han descubierto esto?

—Están casados y viven para su familia, además tú no sabes porque eres la pequeña ingenua, pero todos los Ayala Fleyer formaron la cofradía del silencio y los pecados de la familia siempre quedaron puertas adentro.

—¿Dime, Gastón, tú que pareces saberlo todo, conoces a un tío llamado Juan Bossen, un frustrado novio de Elena.

—Ése es un inútil, la sigue, la sigue como perro abandonado, pero no ha tenido tiempo para sacarla de las garras del Tigre, la contempla de lejos, con cara de estúpido, pero no hace nada.

—Si lo sabré yo, pero entonces, qué hago ahora con estos papeles y estas fotos: no sé si mostrártelas.

—¿Qué dicen los papeles?

—Mira, si no viene el mozo.

—No, mujer, está conversando con el cajero.

—Esta copia la saqué de un mimeógrafo casero que mi hermana tiene escondido entre sus cosas privadas. ¿Qué se lee?

—No alcanzo a entender, fíjate no son caracteres latinos.

Gastón tomó el papel que le alcanzaba Elvira. Su rostro comenzó a empalidecer y la expresión de sus ojos perdió brillo.

—Ya me imaginaba que el Tigre estaba metido en esto.

Gastón, se levantó, pagó los cafés y tomó de un brazo a Elvira.

—¿Quieres que te alcance a alguna parte, voy a tratar de ayudarte, Elvi, antes de que Elena cometa un disparate. Y por favor, no hables con nadie de esto ni siquiera con Claudine.

—Pero, Gastón, ¿en qué andas tú para saber tanto?

—¡Te acuerdas, Elvi, de nuestros viejos sueños?

—No me digas que montaste la agencia.

—En eso estoy, Elvi, nos vemos, te llevo a lo de Claudine o a tu casa?

—A lo de Claudine, no tengo ánimo de volver a casa. (Continúa...)


◻ ▫ ◻

CAPÍTULO I - CAPÍTULO II - CAPÍTULO III - CAPÍTULO IV - CAPÍTULO V - CAPÍTULO VI CAPÍTULO VII - CAPÍTULO VIII - CAPÍTULO IX - CAPÍTULO X - CAPÍTULO XI - CAPÍTULO XII - CAPÍTULO XIII - CAPÍTULO XIV - CAPÍTULO XV - CAPÍTULO XVI CAPÍTULO XVII - CAPÍTULO XVIII - CAPÍTULO - XIX y EPÍLOGO

Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

Sugerencias

Web Martínez Corada

Martínez Corada (Literatura y fotografía)

enlace aleatorio

Enlace aleatorio