Novela Río

Capítulo XIX (y Epílogo)

—Quiero ver a la Hermana del Rosario.

Habían sido compañeras en la Escuela de Enfermería y, años después, en distintos hospitales de Madrid, pero luego que la trasladaron a la Casa de Salud de Gerona, la había perdido de vista.

Fernanda no podía olvidar cuánto la había ayudado la religiosa, después de la muerte de su primer marido.

Era el momento de devolverle la visita. No tenía muchos familiares y sus únicas relaciones eran las de don Enrique Miranda.

Pero María del Rosario había sido una verdadera amiga y ese viaje a los Pirineos era la oportunidad.

La vio venir con su sonrisa serena y el hábito blanco de San Vicente. Su figura alargada parecía perderse en la túnica como la de una santa. Bueno, casi lo era: dedicación exclusiva a los enfermos y al bien del prójimo le encendían una aureola invisible o, tal vez, la toca almidonada era la pantalla que no se la dejaba ver. Ahora la había encontrado en esa clínica perdida en la montaña, retirada del mundo, dedicada a la fisioterapia y a los casos neurológicos severos.

Se alegró tanto al verla casada tan bien y, claro, no era para menos, la señora de un notario de prestigio, que venía a hacer una contribución para la obras pías y le traía de regalo esos zapatos tan cómodos.

—Y qué amable ha de ser tu esposo, Fernanda, que te ha traído hasta aquí, has tenido suerte, me alegro tanto, ¿y Andrea?

—Se ha quedado en el parque de juegos, es que ha visto muchos niños en sillas de ruedas y como tiene tan buen corazón...

—Va a salir médica, si la traes a sitios como éste.


“De noche, cuando me acuesto, le rezo a la virgen de la Macarena...".


Lenita sonreía en los brazos amorosos que la acunaban. Elena juró que nadie volvería a separarlas.

Atrás había quedado el Tigre y una historia amarga que se empeñaba en sepultar para siempre.

Ahora sentía la necesidad de buscar un alivio para su alma, entregar de algún modo todos sus sufrimientos como una ofrenda para sentir la paz de la purificación. Entonces pensó en la Macarena; de pequeña doña Lucía la había llevado algunas veces a Sevilla para Semana Santa, y allí fue testigo del llanto de su madre y de las conmovedoras súplicas a la virgen; quizás le pidiera valor para soportar las repetidas infidelidades del padre.

Recordaba las procesiones y la enternecedora imagen sobre un paso de filigrana de plata cubierto de flores y velas blancas.

Cuando llegara a Granada, sería la primera visita que haría con la niña y ante las impávidas lágrimas del rostro de la virgen, haría una promesa: dar vuelta la página de su turbulento pasado y comenzar una nueva existencia, pues ahora tenía alguien por quien velar.


Un juramento y el amor la unían a esa niña, pero, acaso, ¿Gastón no tenía derecho a conocer la existencia de su hija?

Elena estrenaba la emoción de la crianza con una alegría indescriptible, aunque, en lo más recóndito de su ser, la duda sembraba su semilla urticante.

¿Era justo para Lenita desconocer que tenía un padre honesto del otro lado del océano? ¿La cegaba el propio cariño hacia esa beba, entregada, en pleno vuelo, por un ángel que había perdido las alas antes de tiempo? ¿Era, tal vez, el temor de que Gastón se la llevara lejos?

Tenía la sensación de que se escudaba en la sagrada promesa que le hiciera a su hermana moribunda para no sentir culpa.

Pero no, Elvira había sido terminante. Se la había confiado a ella, porque conocía su secreta desesperanza.

Tal vez no deseaba que Lenita repitiera su historia de orfandad, que la criara una madrastra, ¿quién mejor que una hermana?, aunque no podía culpar a su propia madre por las diferencias en la infancia. Doña Lucía también había sufrido. Quizá la había criado con menos paciencia que a los legítimos, aunque a veces pensaba que aquella frialdad se debía más al cansancio, que al fastidio por tener que criar a la hija de una amante de su marido.

Por otra parte, Gastón se había ido y se casaría alguna vez, era tan enamoradizo, tan voluble...

Habría un pacto de silencio que ninguno de sus hermanos iba a traicionar: la pequeña era suya.


Estrépito...Sirenas... Ese olor... Boom..., galope, galope. Caída. Booom... Oscuridad. Nada... Nada... Soy..., ésa que soy... ¿Quién?... Nada... Nadie... ¿Dónde?... Niebla.... Boom...Voy hacia adentro... Hacia abajo. Es una ciénaga... Me hundo... Me pierdo... Boom... Nada..., nadie... Correr... Árboles... Quiero asirme... Dolor... Galope... Galope... Bajo..., bajo... Sótanos..., giro..., mareo... Ahogo... Boooooom... Esa niña de rosa... Tu sonrisa..., los ojos amarillos eras... Me laten las sienes... Esa niña arrastra las sillas... Me espiabas...Viene hacia mí... ¿Será ella? El silbido, el mareo, empiezo a temblar... Negro, negro, negro..., ratas..., escaleras... Siento asco... La mujer del pañuelo..., que sonrisa dulce, un tazón de leche. Quédate con nosotros... Máscara. ¿Quieres compañía, pequeña?... Perra rabiosa... La sala blanca, la médica... Dolor... Nieve..., bosques..., perfumes..., hogar..., fuego... Mi hermana con él..., está con él... Negro profundo..., él se va se va..., huyo estoy huyendo... Esa niña..., ese niño..., te estoy queriendo... Esa niña...


Los primeros tiempos en Granada no habían sido muy fáciles. Elena trabajaba en publicidades, recomendada por Ramiro, y ganaba suficiente dinero para alquilar la casa y pagar el colegio de la niña; poco quedaba para los gastos personales.

Lenita estaba pupila en un colegio y los fines de semana los pasaba con Elena, paseando o visitando a Noelia y Ramiro para jugar con su prima Rocío. Las pequeñas se entendían muy bien, aunque no tuvieran la misma edad y a veces la chiquilla se quedaba a dormir en casa de los tíos, cuando su madre debía modelar o participar en alguna filmación fuera de la ciudad.

Pero a medida que pasaban los días, le costaba cada vez más desprenderse de la pequeña y rechazaba los trabajos que requerían una ausencia prolongada. En esa época, le habían ofrecido la participación en escenografías del canal donde trabajaba Ramiro y descubría que esta nueva actividad la llenaba de placer, al tiempo que le permitía estar más horas en casa.

Éste era otro de los vuelcos significativos que había dado su vida. Antes la había malgastado y una prolongada adolescencia le había impedido madurar; fue necesario que el dolor la golpeara con su mano más cruenta para que reaccionara y tomara las riendas de su destino. Ahora saboreaba cada minuto y disfrutaba del hogar, sorprendiendo todas las semanas a Lena con alguna decoración especial en las habitaciones. Una muestra era el cuarto de su hija que había pintado de un color lila claro, contrastando con los cortinados que pendían vaporosos. La ventana daba al jardín y de las rejas había colgado pequeñas macetas con rojos geranios y cuando se abrían, por las noches, un delicado aroma de violetas se enredaba en las cortinas y poblaba la habitación.

Algunas veces iban al cine o a comer algo afuera, pero era en casos excepcionales, ya que el presupuesto no alcanzaba para muchas diversiones.¡Cuántas momentos de incomodidad había pasado cuando debía aceptar los galanteos del dueño de la tienda para que le siguiera fiando algunos artículos que de otro modo no hubiera podido conseguir!

Muchas madrugadas, la visitaban los fantasmas de un tiempo que trataba de olvidar. A pesar de que el atentado había quedado sumergido en la fatalidad del pasado, no podía desprender de su memoria la cara desfalleciente de Elvira cubierta de sangre y las manos que poco a poco se enfriaban entre las suyas, sellando así una alianza más poderosa que la muerte. La vida de Elvira se escurría ante sus ojos atónitos, pero la sentía más cerca que nunca.

Luego habían sido inútiles todas las averiguaciones para saber qué había sucedido con ella. Nadie supo darles una pista.

Los locales externos de la galería fueron los más afectados por la explosión y no había quedado ningún sobreviviente. La última noticia que recogió Luis fue que algunos cadáveres que no habían podido ser reconocidos, habían ido a parar a una fosa común. Allí estaría sin duda el cuerpo de Elvira. De todos modos, no se insistió demasiado en la identificación, ya que pesaban sobre la familia ciertos antecedentes y temían que se vinculara a Elena con el hecho o que reabriesen su causa.

Lo cierto era que Elvira no estaba en ningún hospital de Madrid, por lo tanto con dolor debieron aceptar que había muerto.

La familia había hecho un pacto de silencio acerca de este hecho, Lenita nunca debía enterarse de la verdad, era una promesa que Elena había hecho a su hermana. Todos colaboraron guardando el secreto, pero Elena se había alejado poco a poco de sus hermanos con la excusa de la distancia, pues temía que alguien traicionara este acuerdo. Se había aferrado a Ramiro y a su cuñada Noelia quien muchas veces había realizado un esfuerzo para no revelar esta historia, quizá sentía que de algún modo era una deslealtad hacia Elvira con quien se encariñara en los últimos tiempos...

Otras veces volvía aquella terrible pelea con la colorada, como la apodaban las compañeras de presidio. Una mujer burda, de pocos cabales que se había dedicado a molestarla desde que entrara. Le canturreaba algunas tonadas socarronas, envidiosa tal vez de su elegancia y belleza, apenas disimulada por la desteñida ropa de la prisión.

Pero aquel día, la agresividad llegó al punto máximo cuando la persiguió gritándole aquella palabra que tanto le removiera las entrañas “golfa, quieres dártelas de señorita y no eres más que una golfa”... Y luego el empujón que la hiciera rodar por las escaleras y la noticia más terrible: había perdido a su hijo.


¡Qué felicidad le producía ver a Lenita que poco a poco se iba convirtiendo en una mujer!

El tiempo se había deslizado casi sin darse cuenta y se hallaba escondido, tal vez, entre los primeros pasos de la niña, los cuadernos, las primeras salidas..., y también en aquellos diseños que cautivaban a Elena y la abstraían de todo lo demás.

Ya pronto Lenita sería una mujer y ella advertía que nuevamente la soledad la visitaría, como en los viejos tiempos.

Sin querer se había olvidado de sí misma; siempre preocupada por cuestiones ajenas..., pero ¿y su corazón?, ¿ no volvería a latir con fuerza como en aquellos momentos que viviera con Álvaro?

Una tarde, el destino le preparó un sorpresivo acontecimiento que cambiaría el color de sus días, que ya empezaban a tornarse grises. Fue en ocasión de una actividad alejada del centro granadino. Le habían encomendado preparar unos bosquejos para un video que se realizaría en los alrededores del Monasterio de la Cartuja; debía registrar cómo el paisaje se transformaba a medida que transcurrían las horas del día, y los diferentes efectos de la luz sobre las viejas paredes del santuario. El lugar estaba impregnado de paz y Elena pensaba cómo harían aquellos monjes para romper el silencio nada más que treinta minutos cada siete días.

Se hallaba sentada sobre un montículo, abstraída por la solemnidad reinante, mientras el diseño descansaba sobre su falda, cuando advirtió que una sombra se proyectaba sobre el papel.

Al volverse, vio una figura apuesta; un hombre maduro, pero con cierto aire juvenil y con una sonrisa que le iluminaba el rostro. Llevaba una cámara y parecía muy interesado en el trabajo de Elena.

Comenzaron a hablar con naturalidad y ella supo que se llamaba Ignacio Valderrama, que estaba de viaje ya que trabajaba para un periódico madrileño. Había sido enviado para hacer una nota sobre ese monumento y este fue el tema de la conversación que se prolongó durante un largo rato. Así descubrieron muchas afinidades; Ignacio había abandonado arquitectura y ahora viajaba y buscaba, como periodista, la belleza de las obras que lo deslumbraran siendo estudiante.

Se mostró muy interesado en volver a verla, sin embargo como ella había adquirido ya una experiencia valiosa, no mostró demasiado interés; sugirió que ella estaría allí, trabajando toda la semana en el proyecto. Si quería verla, ahí la encontraría.

De esta manera comenzó una relación inesperada, que le traería emoción y deseos de soñar. Los dos tenían ocupaciones absorbentes y podrían verse sólo en algunas ocasiones, no obstante el vínculo perduraría hasta los últimos días de la vida de Elena.

Cuando Lenita comenzó la universidad, la relación se profundizó; Elena tenía más tiempo libre y pudo vivir una historia que la llenaría de dicha. Al fin había encontrado un hombre sensible que descubriera a la mujer que nadie conociera verdaderamente.


Pip-Pip-Pip-Pip... Anular..., voy anulando...

Tu madre... El vestido. ¿Para quién? ¡Buenos diseños! Pip... ¿Ha muerto?..., ¿he muerto?... ¿Ella y tú?..., ¿cuándo? Pip... Pip... Borrar... Pip... Cefalea... Borroso... ¿Es una celda?..., ¿un quirófano?... Picos nevados..., tiemblo... Esa mujer..., ¿una santa?...

El mar... Hay mucha luz..., me encandila... Respirador... Pip-Pip-Pip-Pip... Monitores... ¿Grillos?...

¿Eres tú?, te estaba esperando...

¿Quién te dijo que cruzaras la frontera?

Acuarela verde..., océano..., veo el fondo..., mis pies... ¡Es un espejo mágico!

¿Quién se olvidó de la niña? Zoom...

Eterno mediodía...

Danza de burbujas..., madreperlas..., estrellas marinas..., bailo contigo en el fondo de un acuario..., ingrávidos flotamos..., cabalgamos delfines..., rescatamos los besos...

¿Y los niños?..., zoom...

Abajo..., arriba..., abajo..., arriba-arriba-arriba..., zooooom.


La tibia mañana granadina sorprendió a Noelia en casa de Elena, ordenando las cosas y acomodando la ropa que luego llevarían a alguna entidad de beneficencia. A medida que circulaba por las habitaciones, el hálito dulzón del perfume, que todavía quedaba flotando en el ambiente, empañó sus ojos. El recuerdo de su cuñada, que días atrás los dejara para siempre, surgió con toda nitidez; parecía que en cualquier momento, la vería entrar con su aire de reina como aquella vez, en el Sacromonte, despertando sus infundados celos.

En todo ese tiempo transcurrido, había podido conocerla a fondo, compartiendo confidencias y recibiendo apoyo cada vez que Ramiro viajaba embarcado en alguna campaña publicitaria. Los consejos de Elena le habían dado fuerza para amoldarse a la nueva vida y cambiar los hábitos de su mundo y de su gente.

A su vez, ella se había convertido en una verdadera hermana, cuando la desgracia irrumpiera en la familia y con las anécdotas de su abuelo, un gitano aventurero que había recorrido el mundo, aliviaba los sinsabores de esas tardes de otoño, cuando Elena caía presa de una melancolía inquietante.

Ahora a ella le correspondía mantener la casa como si nada hubiera pasado; Lenita se lo había rogado, que se encargara de todo, pues el dolor le impedía volver allí; esperaría un tiempo hasta que las lágrimas se secaran y se mitigara la tristeza.

Noelia verificaba que todo estuviera en su lugar, respetando los gustos de la ausente: las ventanas abiertas para que entrara del jardín el fresco aroma de los jazmines; las cortinas descorridas para que se vieran los plateados chopos del parque y el almohadón de pana, junto al sillón favorito. Lenita debía entrar y pensar que su madre había salido de viaje y todo estaba preparado para recibirla en cualquier instante.

Instintivamente se dirigió al cuarto de Elena, mientras recorría con la vista los numerosos afiches con las distintas publicidades que su cuñada realizara y que ahora empapelaban una pared de la sala.

¡Qué éxito había tenido y qué feliz estaba el día en que pudo comprar esa casa con el dinero que había ganado!

Pero había algo que siempre le había despertado la curiosidad, los innumerables cuadernos que su cuñada apilaba en uno de los estantes del placard. Allí estaban, al alcance de su mano...

Con cierto recelo, iba abriendo algunos, aunque notó con extrañeza que muchas páginas habían sido arrancadas y que otras quedaban incompletas, tal vez para ocultar un secreto que nunca debía revelarse.

Le llamó la atención una frase que por un descuido quedara al pie de una hoja “y Elvira, ¿también la odiaría?’’.

Pensativa, releyó las palabras una y otra vez, ¿por qué debía odiarla Elvira?...


EPÍLOGO

E voce amada amante/ Faz da vida um instante/ Ser de mais para nos dois.

Georginho abrió la puerta y se quedó mirándola perplejo. Tenía frente a sí a una joven alta con el pelo renegrido y sus mismos ojos de gato, dorados y delineados hacia arriba. Ambos se quedaron atónitos, estudiándose con interés, en el diáfano espejo de la sangre: la piel mate, los pomulos altos, las mínimas pecas junto a la nariz respingada, sobre la roja boca de fruta y la ligera fuentecilla en el mentón, apenas pronunciado.

Santiago seguía atentamente la escena, pero no se animaba a interrumpir aquel encuentro trascendente. Fue Geraldo, quien se acercó desde atrás, al ver la puerta de reja entreabierta, pero su serenidad duró poco, al descubrirse también él en la versión estilizada y femenina del semblante exótico de Lena.

—Busco a Gastón Farrán, ¿vosotros sois sus hijos? —preguntó la visitante conociendo por anticipado la respuesta.

—Claro, pasa, nuestro padre no está, pero salta a la vista el parecido ¿Tú eres...? —preguntó Georginho, visiblemente impresionado y envolviéndola en una mirada suspicaz.

—De la misma familia, supongo, pues somos idénticos los tres —ratificó la joven con una sonrisa de simpatía en la que se insinuaron tímidamente los hoyuelos, aunque se sentía un poco suspensa e intrigada, porque desde algún rincón le llegaba el perfume preferido de su madre.

—¡Qué bonita casa! —intervino Santiago por decir algo. Ella es Lena y yo, Santiago Mendizábal, su marido, no nos habíamos presentado.

—Geraldo y Georginho —aclaró una alegre voz de mujer desde la cocina.

—Entonces la llamada del abuelo fue por ti, te ha hecho un gran honor, a nosotros dos ni nos registra —pensó en voz alta Geraldo—, y siquiera nos adelantó nada por el contestador, si será intrigante, el viejo.

Una anciana les alcanzó una bandeja con jugos de frutas.

—É sua irmã, garotos.

—Llévales un ananá fresco, Lúa.

—¿Salada?

—Está bien agrégales unos trocitos de papaya y maracuyá con jugo de naranjas.

—Ven, mamá, hay visitas de España —llamó Geraldo cruzando una mirada de duda y complicidad con Georginho.

—Ya voy.

La bocina del auto y el tintineo de las llaves anunciaron la inminente presencia del jefe de la familia.

Gastón entró casi de espaldas, con el protocolo bajo el brazo y una pila de carpetas entre las manos, pero demoró unos segundos en volverse como si presintiera el poder hipnótico de aquella faraona de flequillo y pelo lacio, que lo estaba enfocando. Se quedó inmóvil. Quería avanzar, pero sus pies estaban pegados sobre la alfombra del living y las piernas no respondían a la orden de su cerebro. La hija, tantas veces nombrada por su mujer, no era el recuerdo huidizo y confuso de la otra Fleyer, tenía existencia real y estaba allí, de cuerpo y alma en la casa paterna, tangible y etérea al mismo tiempo, como una deidad egipcia , flotando, en su ligero vestido de linón al soplo de la corriente de aire, que se colaba por la puerta abierta de par en par.

El hombre sintió que se le nublaban los ojos y su pulso se aceleraba, fuera de control. El vértigo de treinta años atrás, en raudos pantallazos, iluminando como un faro poderoso su conciencia latente: el inesperado llamado del tío, la toca blanca de la religiosa vicentina , el rostro adorado de Elvira sentada en la silla de ruedas, inerte y fuera del mundo, hasta que la presencia de él, le devolviera la mitad de la vida, la sonrisa triunfal de Andreíña: “Yo fui quien la reconoció, Gastón, ¿estás contento?”, las argucias de don Enrique para fraguar el permiso de salida y actualizar el pasaporte, el casamiento apresurado en la capilla de la clínica de rehabilitación y esa pregunta incomprensible y perturbadora, reiterada una y otra vez al despegar el avión del aeropuerto de Gerona: “¿Y dónde está Elenita?”.

—¿A quien te refieres?

—A nuestra hija.

—No tenemos hijos todavía.

Pensó en aquel reclamo insistente, que le había punzado como un íntimo reproche del subconsciente soterrado, aquella pregunta que lo había aguijoneado siempre como regresión al estado de coma en que la había dejado el atentado. A veces había pensado que era el alfilerazo de la vieja herida que nunca terminaba de cerrar, y luego la lenta recuperación del cuerpo y del sentido, a través de los años, los ciegos huecos del pasado, el olvido absoluto del núcleo familiar al que había pertenecido, las recomendaciones de tantos especialistas para que no forzaran sus recuerdos: “Ella prescinde de una parte de la vida que le resulta traumática, los golpes en el cráneo han dejado secuelas y tal vez se hayan encapsulado experiencias dolorosas. Sólo ha querido recuperarlo a usted y a su entorno, es una suerte, amigo, otros no vuelven”.

Pero aquella frase, repetida como una letanía en los momentos de descompensación, previos a las convulsiones de los primeros tiempos, cobraba ahora una significación rotunda y sobrecogedora: “¿Dónde está Lenita?”.

El escribano rebobinaba el pasado a través de un carrete iterativo y sinfín, en una caótica sucesión de viñetas aceleradas que adquirían coherencia irrefutable en el momento crucial del reconocimiento de la hija, cuya existencia había ignorado a lo largo de treinta años.

Dio unos pasos por el salón, midiendo las pisadas, como si caminara sobre el suelo de la luna y la abrazó emocionado.

—Soy la hija de Elena, nací el primero de enero de 1972.

—Pero..., no, tú eres...

Gastón la miró con los ojos velados por el llanto, pensó un segundo en aclararle toda la verdad, pero enmudeció de golpe, porque vio el gesto que le hacía su esposa, por detrás de la hija.


Allí estaba Elvira, recortada a contraluz, en la abertura de la cocina que daba al comedor diario: había presenciado toda la escena y los observaba, serenamente, con los codos sobre la mesada-ventana, donde se apoyaban las bandejas: “Ahora no”, había leído Gastón en sus labios, al mismo tiempo que le hacía una señal para que esperase, aunque los miraba a todos, desde lo hondo, mientras avanzaba hacia el grupo, tan espigada como siempre, disfrutando de la estampa de su familia reunida, con la misma expresión luminosa y sublime de la adolescencia, plácida, entera y plenamente feliz...


F I N


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Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

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