Novela Río

Capítulo XVIII

—Elena, qué alegría tenerte aquí, al fin eres libre.

La voz de Noelia dejaba traslucir el cariño que sentía por su cuñada, quien después de tantos sufrimientos había conseguido la excarcelación y sólo debería volver a Madrid de tanto en tanto, para constatar que llevaba una vida normal y tenía un trabajo fijo.

Ahora podría alquilar una pequeña casa, pues ganaba bien con las publicidades y empezaría a descubrir el verdadero valor de las cosas, luego de aquellos días terribles de encierro.

Además, estaba Lenita, que llenaba de tibieza el hueco que quedara en su corazón cuando perdiera la ilusión de tener un hijo. A veces, acompañaba a Elvira y disfrutaban de largas caminatas en las que el rostro de la pequeña se coloreaba vivazmente con el aire y el sol.

También había nacido en ella un especial interés por la naturaleza, descubriendo el color cambiante de las hojas o el aterciopelado aroma de una flor; antes no podía disfrutarlos porque casi siempre salía de noche.

Pero había algo que la emocionaba y que había ablandado su corazón; era el gesto de Elvira que para mitigar su melancolía le había puesto su nombre a la niña y a cada instante experimentaba una inclinación especial por su ahijada.

No obstante, en esos días se reavivó un extraño sentimiento de añoranza, pues el remate de la casa había provocado un aluvión de recuerdos que iban y venían; pensaba en su madre, en los dolores que tal vez le causara y no lograba desprenderse del sentimiento de culpa que la perseguía. Sabía que muy pronto debía regresar a Madrid con su hermana para terminar con todos los trámites y esa preocupación le creaba un extraño malestar, difícil de explicar. En su interior algo le decía que no hiciera ese viaje, pero no podía vivir así temiendo siempre que ocurriera algo.


El día anterior los hermanos Ayala Fleyer se habían repartido los adornos más queridos de la casa familiar, el resto del mobiliario se había subastado y la residencia estaba totalmente desocupada, semioculta por el pastizal, esperando su destino.

Antes de retirarse por última vez, los nietos de doña Lucia no pudieron sustraerse a la tentación de gritar por los corredores los nombres de sus padres o de sus tíos para que los duendes del eco los repitieran indefinidamente.

Retumbaban por todas partes pasos a la carrera, palmadas y portazos, entre risas alegres, bisbiseos y sonajas de llaves y, al mismo tiempo, rebotaban por los pasillos los nombres alargados de Rafaaa, Lauraa, Silviaa como si la casa entera les cantara la despedida a los que habían sido sus moradores.

Después, los chiquillos insistieron para que los mayores estamparan su firma sobre los vidrios polvorientos de las ventanas, así rubricarían por última vez su protagonismo en las íntimas historias de la familia numerosa que había alojado la vieja casona.

Cuando todos se retiraron, Elena buscó unos tazones resquebrajados que a nadie le interesaban y preparó un té para las dos. Elvira descansaba, sentada en el último peldaño de la escalera, con la pequeña dormida entre sus brazos. Tendrían que esperar la noche para que Ramiro las llevara de regreso a Granada, porque tenía una reunión con locutores de otros canales y, como la tarde estaba esplendorosa, decidieron salir a caminar. Elvira sintió que su alma languidecía al mirar la bohardilla, la notaría estaba a oscuras y recordó que sus hermanos habían comentado que Don Enrique estaba de vacaciones.

Las vidrieras de bebés las atraparon durante una hora en la zona comercial y luego se sentaron en el banco de una plaza para disfrutar del día. A pleno sol, el césped y las copas de los árboles viraban al verde nilo al reflejarse en los ojos dorados de Lenita.

—Me gustaría ver, si encuentro mi perfume en el negocio de enfrente, sólo me quedan unas gotas en el envase —dijo Elvira—. Cruzo un instante, no tardo.

La vio atravesar la calle, la brisa y la luz jugaban con el pelo de su hermana y Elena pensó en un bosque a la hora de la siesta. La fina silueta adolescente no había sufrido cambios con la reciente gestación y sintió que admiraba el temple de Elvira, aquella forma de ser espontánea y llena de coraje.

Meció el carricoche y le sonrió a la niña que gorjeaba los primeros sonidos, y, quizás un poco soñolienta, paseó la mirada por la galería de negocios de la acera opuesta. Había un solo automóvil aparcado frente a la perfumería.

La plaza estaba animada de una paz alegre. Sentada en el borde de la fuente, una mujer leía el diario y detrás del alambrado, la algarabía de chiquillos celebraba el brillante día de abril. Se sentía bien, su libertad provisional estaba confirmada y el sentimiento fraterno se había enaltecido con la calidez de las confidencias. Elvira y ella, ahora eran auténticas amigas y esa palabra le resultaba tan luminosa como la tarde y fortalecía el cariño. Se dejó estar, algo adormilada, en un estado casi placentero entre el sueño y la vigilia, percibiendo el intenso aroma de los eucaliptos como si respirara el aura de la libertad, cuando, inesperadamente, la violenta explosión la ensordeció y vio volar por el aire los pedazos del auto en llamas.

En un gesto instintivo levantó a Lenita que comenzaba a llorar y la abrazó contra su pecho. Se alzó una enorme nube de polvo, inmediatamente después del estrépito y una descarga de cascotes se desplomó sobre la galería. Toda la gente de la plaza miraba espantada en la misma dirección y el corazón le dio un vuelco, cuando vio el profundo agujero negro en lugar de los atractivos escaparates. "Yo le cuido a la beba, vaya por su amiga" —le dijo la mujer del diario y Elena cruzó, angustiada y confundida la calzada, escrutando el vacío a través del aire enrarecido por el olor acre del explosivo y las espesa cortina de humo.

En la acera todo era confusión, ayes de dolor, cristales rotos, pedazos de mampostería y hierros retorcidos, a lo lejos aullaba una ambulancia y las alarmas estridentes de los bomberos o de la policía desafinaban por todas partes. Buscó, desesperada, entre sombras y escombros, saltando sobre cuerpos cubiertos de hollín y de piedras.

La encontró tendida detrás de un mostrador, había un reguero de fragancias y cristales en torno a ella, al lado de la estantería desarticulada. Tenía los ojos abiertos y el cuero cabelludo le sangraba, pero todavía no había perdido el conocimiento.

—Ya viene el auxilio —le dijo Elena, arrodillándose a su lado.

—¿Y la niña?

—La están cuidando, no te agites.

El hilo de sangre fluía por detrás de la cabeza. Elena tanteó en el suelo y sus dedos se humedecieron con el contacto del cabello de su hermana que se pegoteaba sobre un charco oscuro que teñía de negro la penumbra. Iba a tratar de levantarle la cabeza, pero temió hacerle daño.

—Guarda el anillo..., de Nuria —le dijo balbuceando.

—Resiste, vas a recuperarte.

—Te van...., a involucrar..., si te encuentran.

Elvira temblaba, la piel de sus brazos estaba fría y tartamudeaba frases entrecortadas con creciente excitación.

—Vete..., con la niña.

—Ya vienen los socorristas.

—Me sentirá..., a través de ti..., por el perfume...

Se dio cuenta de que su hermana apenas podía respirar.

—No te canses, calla.

—¿Quién la criará..., si te encierran?

—Pronto llegará el auxilio...

—Serás su madre.

Era un mandato que tenía la gravedad de una sentencia.

—¿Qué dices, Elvira? ¡por Dios!

El desasosiego de la joven herida iba en aumento.

—Nunca le hables..., de mí.

—¿Cómo voy a negarte, Elvira?

La voz era bajísima.

—Prométemelo.

—No me hagas a prometer algo tan cruel.

El cuerpo de su hermana vibró por unos segundos, antes del desmayo.

Elena se cruzó con los paramédicos en la mitad del cráter abierto por la bomba. Más allá del espanto y las lágrimas, le pareció que fosforecían entre las sombras.

Atravesó la calle, desgarrada, bajo un apresurado sol crepuscular que hechizaba de rojo la plaza.


La ambulancia partía llevándose a Elvira; Elena la dejó ir como si fuera el fin de una pesadilla; no podía acompañarla porque ahí, a unos pocos pasos había dejado a la niña.

Se volvió de repente, empujada por un vago temor, y cuando pensaba que le daba la espalda al infierno, notó con desesperación que el coche estaba vacío. Quiso gritar, pero parecía que alguien le apretaba la garganta; miraba desolada y sólo veía gente enloquecida corriendo de aquí para allá, socorriendo heridos; cada uno ensimismado en su propia tragedia y Lenita que no aparecía.

No supo cuánto tiempo permaneció en ese estado, casi cataléptico, hasta que la despertaron las voces de los primeros periodistas que acudían al lugar...

—La pequeña, se han llevado a la pequeña, alguien que me ayude, por favor.

Sus gritos se perdían en la tarde, en el polvo que flotaba por doquier y nadie le respondía...


Volver a transitar por aquel pasaje le resultó la travesía más penosa.

Durante su tiempo de expiación en Yeserías, se había jurado mil veces que no iba a frecuentar más a esa gente. No había pagado una culpa política, ya que nunca se había involucrado en la conspiración, pero el encarcelamiento había sido una purga espiritual con un final patético y desgarrador, ya que a la muerte de su madre había seguido la cáustica frustración de eternizarse en un nuevo ser.

Paradójicamente, su destino le había ofrecido una nueva alternativa con Lenita y, aunque la niña no había anidado en sus entrañas, la sentía tan suya como si la hubiera tejido célula por célula. Tal vez con la crianza podría sepultar definitivamente el empujón, la caída y todo lo que sobrevino después.

Pero parecía que no, pues el atentado del domingo no sólo había reavivado su dolor, también había enlutado la primera plana de los matutinos y la radio repetía los nombres de los muertos a cada rato. Lo curioso era que el de su hermana, no figuraba entre las víctimas, aunque estaba segura de que no tenía pulso, cuando salió de aquélla tumba de escombros y perfumes.

Rafael y Luis habían visitado la morgue de varios hospitales en vano. Era como si a Elvira se la hubiera tragado la tierra y, en efecto, esa expresión popular aclaraba mejor que cualquier otro planteo la verdad más temida, pues estaba convencida de que la joven había muerto.

Por otra parte, tenía que sobreponerse a la amargura para tratar de recobrar a la niña, pues no le quedaban dudas de que la secuestradora había sido la mujer del diario, aunque ignoraba si trabajaba en combinación con los anarquistas o tal vez sólo se trataba de una loca que robaba niños.

La semana había transcurrido sin otras novedades, tenía que regresar a Granada con las manos vacías y su pesadumbre iba en aumento, pues ni por un segundo había podido cumplir con la sagrada promesa que le hiciera a su hermana. No obstante, no tenía que dejarse abatir, porque los minutos eran de oro y tenía que actuar rápido.

Junto a Carmen había recorrido varios orfelinatos con la esperanza de algún arrepentimiento, pero no había noticias de abandonos recientes. Tampoco se había recibido ningún tipo de comunicación para pedir rescate y la hipótesis de la mujer "robaniños" crecía con el correr de los días.

Como el caso no parecía resolverse, estaba decidida a jugarse y eso significaba buscar, de algún modo, algún contacto con el Tigre. No había creído en la versión de que hubiera salido de España: estaría escondido en alguna guarida hasta que pasara el tiempo y su nombre se olvidara. Muchos le debían favores y tenía contactos por todos lados, seguramente destrozaría con la garra derecha lo que le colgaran en la izquierda. Además, lo conocía bien como para suponer que debía estar con ganas de revancha, porque lo habían comprometido y, con su astucia, no podía ignorar quiénes habían sido los responsables del atentado. Tal vez, si se lo proponía, hasta podría averiguar si tenían alguna vinculación con los que se habían llevado a la chiquilla.

Recorría con angustia la glorieta, era como si el tiempo no hubiera transcurrido y pensó en que la última vez que había visto al Tigre, había huido de él y ahora la vida, burlonamente, la lanzaba a su encuentro.

Miró de soslayo el estudio fotográfico cerrado. Al fondo de la callejuela vio la entrada del bar y alcanzó a descubrir tras la barra a los habituales clientes de la noche, las cortinas del salón se corrían al atardecer para acentuar la intimidad y disimular los encuentros furtivos de los visitantes.

Aunque desde afuera no se las veía, podía adivinar los rostros vacíos tras el maquillaje cargado de las mujeres, sentadas junto a las ventanas, a la espera de alguna propuesta galante, según el estilo acostumbrado del lugar.

Pensó que volver al whisky era peligroso, pues había dejado de beber desde su viaje a Costa Blanca y temía que el alcohol la desquiciara nuevamente, pero era difícil disimular en un sitio que olía a etílico más fuerte aún que una sala de guardia. Debía mantenerse sobria, mientras aguardaba que apareciera alguno de los conocidos, y se le ocurrió decirle al camarero que no se sentía bien, que le trajera té, pero que se lo sirviera en un vaso ancho para no desentonar con el ambiente.

Miró sin empaque el salón. No veía las caras de otras épocas, tal vez el grupo del Tigre se hubiera disuelto después de la desaparición de "Las diez rosas", aunque le escocía la sospecha de que alguno de sus laderos anduviera rondando, era un presentimiento y no se equivocó porque, después de eludir, una por una, las miradas atrevidas y los piropos picantes, a la una en punto de la madrugada, vio aparecer al cordobés con su inconfundible traje oscuro y su sonrisa socarrona. Era el amigo dilecto del Tigre y apenas la vio se acercó a ella con su andar altanero, haciendo rechinar los zapatos de charol sobre el piso de madera.

—Otra vez por aquí, rubia, a ti no se te olvidan las manos generosas, pero creo que hoy no tienes suerte, pues el que buscas anda perdido, ya sabes que está en la mira de los grises, algunos se dieron vuelta, pues parece que los apretaron mucho y un gallo cantó o una gallina...

—Sabes bien que yo no he sido, Anselmo, sólo vine hasta aquí para encontrarlo, necesito hablarle con urgencia, es algo grave, muy doloroso para mí, te dejo mis señas de Granada por si lo encuentras, dile al Tigre que se comunique conmigo, que lo necesito y ya me voy —le dijo mientras se levantaba, antes de que el otro se acomodara en la silla.

—Como quieras —le contestó el hombre alzando la copa, y meneando la cabeza, algo sorprendido, aunque con más indiferencia que decepción.


Pues no, ¿cómo se iba a ir sin su hija?, ¿dónde está Lenita?, ella nunca la había perdido, había sido un mal sueño el de la cárcel, sólo había variado el entorno —como cambiar de casa o de cuna— para nacer en libertad, si hasta el padre era el mismo y, al no existir su hermana, el lazo con la niña se había estrechado hasta sentirla carne adentro.

Era como si su embarazo nunca se hubiera interrumpido, se había prolongado, simplemente, en el cuerpo de Elvira.

El impulso maternal la sacudía hasta las raíces, sentía otra vez bajo su piel los primeros serpenteos, los lloros distintos de la recién nacida: "éste para comer, éste para jugar, algo le duele, tres gotas en una cucharadita de agua, el biberón tibio, levantarla, mecer la cesta, está sonriéndome, quiere que la acaricie, el íntimo arrullo de la nana..., qué hermosa es...".

Lloraba sin reparo, la congoja contenida se deshacía ronca a través de la queja quebrantada, mientras andaba a oscuras, por adentro y por afuera del pasaje.

La niña era su hija como lo había sido antes de Elvira y las palabras de su hermana le latían en las sienes como la revelación más secretamente deseada: "serás su madre".


—Despierta, Elena, han dejado un mensaje para ti en portería; ¿será alguna noticia de Lenita o de Elvira...?

Era Silvia que la sacudía con insistencia, pero ella apenas tenía noción de dónde se hallaba. Los acontecimientos de los últimos días la habían sumido en un nerviosismo irrefrenable, y antes de acostarse había tomado un sedante, ya que hacía varias noches que no lograba dormir.

Cuando reaccionó, se incorporó de un salto y corrió a la habitación contigua. Las palabras de Anselmo se leían con claridad: "Si todavía no te has marchado a Granada, llámame al número que te dejo, tengo noticias para ti".

Marcó con premura y del otro lado reconoció la voz del amigo del Tigre.

—Me ha dicho que también él quiere verte, que te ha estado buscando y que sabe algo que te interesa mucho.

—Pero, ¿dónde está?

—Un poco lejos, ya verás, pero antes debo recomendarte que te conviene guardar el secreto.

—Por supuesto, cuenta con ello; habla, hombre.

—Él está parando en Manzanares, en el Hoyo y casi nunca sale, pues no puede mostrase en público.

—¿Entonces?

—Te espera en la casa, una vieja mansión, no te asustes, está un poco destruida, pero la reconocerás porque en la entrada verás el nombre "Aqueronte". Escucha mis indicaciones y llegarás fácilmente; el único inconveniente es que debes cruzar el río; un viejo servidor se encargará de ello. Te aclaro que tal vez te cueste reconocer a tu antiguo amigo, ha cambiado su manera de vestir y lleva la cabeza cubierta, sabes, por precaución. Ah, me olvidaba, debes ir sola.

Elena le aseguró con evidente inquietud, que iría al día siguiente y luego de cortar, sintió que un hormigueo le recorría todo el cuerpo.

Después de tranquilizar a Silvia con una excusa, salió para dar una caminata y aclarar sus ideas. En la puerta se cruzó con José que volvía protestando, como siempre, y le preguntó si había alguna novedad sobre la hermana y la niña.

Una vez en la calle, dio rienda suelta a sus preocupaciones: “¿Qué tendría entre manos aquel hombre siniestro; acaso él estaría implicado en la desaparición de la pequeña...?".

Esa noche tampoco durmió. Aprovechó cuando la casa estuvo en absoluto silencio, para buscar en la guía dónde quedaba exactamente el lugar y planear cómo llegaría hasta allí. Debía tener mucho cuidado, pues no podía despertar las sospechas de su hermana.


El anochecer la descubrió arreglándose para el encuentro. Hacía tiempo que dejara este hábito y le parecía retornar al pasado en el rito, casi olvidado, de maquillarse cuidadosamente y elegir la ropa adecuada. Sin embargo, al mirarse al espejo, no encontraba a la Elena de antaño; su figura ya no era tan provocativa y había dado paso a una mujer más madura, pero no por eso menos interesante.

Pretextó una reunión con viejos amigos; tal vez, no volviera a dormir; que no se preocuparan, pues estaba muy tensionada y la salida le ayudaría a relajarse un poco, no podía seguir viviendo así...

Cuando la puerta se cerraba, alcanzó a oír las palabras de su cuñado: “Otra vez ésta empieza a las andadas...”, e imaginó su mirada inquisitiva.

Libre de suspicacias, huyó entre las sombras. El coche que contratara llegó puntualmente y se internó en un laberinto interminable de callejas... Abrumada por el insomnio de tantas madrugadas y mecida dulcemente por el ronroneo del motor, caía en breves intervalos de sueño, de los que despertaba sobresaltada.

Había perdido la noción del tiempo y vio que atravesaban una zona de bañados cubiertos de cortaderas y luego espesos matorrales. Finalmente, cuando se divisaban algunas elevaciones del suelo, arribaron al lugar señalado, en medio de un paisaje serrano.

Pagó al chofer y lo despidió, lista para enfrentarse cara a cara con su implacable destino.

Cuando se dio vuelta, se enfrentó con un sendero enmarcado por fragantes coníferas y exuberantes helechos que subían y bajaban formando una espesa cortina, que la brisa de la sierra agitaba con suavidad. Comenzó a caminar, con un temor que iba en aumento y hubiera desfallecido, a no ser por el penetrante olor del tomillo, que se desprendía de las pisadas y le refrescaba el alma con efecto balsámico.

Después de andar un trecho, semioculto por la vegetación, apareció el río, esmaltado de pequeñas luces y más allá, divisó un puentecillo de madera que llevaba a la otra orilla. Con un ligero estremecimiento, contempló recostada sobre una de las estribaciones la figura de la sombría casona.

Olvidando las palabras de Anselmo, se encaminó hacia el puente, pero al acercarse vio que la entrada estaba cruzada por dos maderas ; entonces reparó en la pequeña embarcación, amarrada en la ribera y en la figura insólita de un anciano que le hacía señas con una farola. Se aproximó y al subir una rara sensación se adueñaba de todos sus sentidos, mientras se preguntaba si en realidad esas aguas no la llevarían de vuelta al infierno del pasado.

Del otro lado, el camino se empinaba flanqueado por tupidos arbustos hasta llegar a un gran portón de hierro, donde unas letras gastadas y castigadas por la herrumbre anunciaban “Aqueronte”.

Apenas lo hubo traspasado, tuvo la visión completa de la mansión, sumergida en las tinieblas del parque. El resplandor de la luna le permitió distinguir algunas estatuas que saludaban su paso como tétricas figuras emergiendo de la crecida maleza.

La casa se veía deteriorada y con escasa luz. Cuando se decidió a subir las escalinatas, sintió que en cualquier momento podría desvanecerse. El aldabón produjo un golpe seco en medio de la calma desafiante. Nadie contestó; estaba preparada para uno de los juegos predilectos del Tigre, la intriga.

Notó que la puerta no parecía del todo cerrada, y al empujarla cedió para mostrarle una amplia sala. Algunas bujías ardían en la penumbra, de manera que pudo ver los muebles cubiertos con lienzos, tal vez ocultando el esplendor de épocas pretéritas.

—¿Hay alguien aquí? —se animó a preguntar, mirando con recelo las escaleras que conducían a la planta alta.

Sin embargo, no hubo respuesta y no se atrevía a subir, así que salió al jardín y comenzó a recorrerlo hacia la parte trasera. Casi oculto por unas enredaderas, creyó ver el reflejo de una luz muy tenue, que provenía de un cenador guarnecido por gruesos cristales esfumados.

Hacia allí se dirigió, dudosa, y respiró profundamente antes de entrar. Entonces percibió la silueta, de espaldas. Cualquiera hubiera podido confundirse, pero ni el traje negro ni el sombrero que le ocultaba a medias el rostro, podían engañar a alguien como ella, que lo conocía tanto.

Se acercó temblorosa y le rozó apenas el hombro. Cuando él se volvió, Elena notó que el brillo de esos ojos era igual al de las fieras cuando están a punto de atrapar a su presa y una sonrisa triunfante de satisfacción le acentuaba las marcadas facciones.

—Muñeca, qué emoción tenerte aquí, sabía que volverías...

—No es lo que tú piensas, no soy aquella que conociste...

—Es verdad, te noto cambiada, pero me gustas, como siempre.

—He venido para hablar de un tema muy grave, tómalo con seriedad.

—Bueno, no te alteres, ¿acaso alguna vez he dejado de ser serio?

Elena no podía ocultar el malestar que le causaba la proximidad de este hombre, que en otro tiempo le despertara cierta inquietud, pero que ahora rechazaba desde el fondo de su ser.

Tratando de evadirse y tomar aliento, miró hacia fuera donde la calidez nocturna y las enramadas que se mecían suavemente, no eran el marco apropiado para este desagradable encuentro.

—Aunque no lo imaginas, creo saber a qué has venido— dijo el Tigre con tono burlón, mientras la arrastraba a uno de los bancos de piedra.

Ella sabía que era imposible rechazarlo, conocía sus maniobras y si no se entregaba a sus caprichos, nada conseguiría.

—Entonces, ¿has tenido que ver con el atentado? —se adelantó angustiada.

—No te apresures, preciosa, todavía no he dicho nada.

—Acaso no sabes que vengo por la niña.

—Aquí quería llegar.

—¿Has sido tú?

—Cuando me dejes hablar podrás enterarte.

Elena sintió que su impaciencia la traicionaría y no podría controlarse.

—Hace tiempo que estoy siguiéndote los pasos, desde que me enteré por alguien de Yeserías que estabas embarazada; luego te fuiste y te perdí el rastro. Entonces fue cuando me enteré del remate de la casa y pensé que volverías a Madrid. Una mujer te ha estado vigilando y, precisamente, estaba en eso el día del atentado, fue pura casualidad. Creyó que lo mejor era traerme a la chiquilla.

—No lo puedo creer, qué pretendías.

—Simplemente, saber algo que me tiene obsesionado, ¿esa niña es hija mía?

—Ni tuya ni mía. Ya que tienes tan buenos informantes, no te dijeron que perdí el embarazo. Manda a alguien a la cárcel y allí podrán comprobar, en mi historia clínica, que es cierto lo que te digo. Esa niña es hija de mi hermana Elvira, de quien no hemos sabido nada desde ese terrible día. Entiendes la locura en que estoy viviendo... ¿Dónde está la pequeña, y de mi hermana, sabes algo?

—Cálmate, está bien cuidada; pero nada sé de tu hermana, de quien no guardo un buen recuerdo. A mi favor, te aclaro que estuve tratando de ubicarte, pero desapareciste; luego pensé que tarde o temprano acudirías a mí.

—¿Cómo puedes ser tan cruel?

—Si lo fuera, me habría marchado y nunca te hubieras enterado. Si es verdad lo que me dices, luego de comprobar en Yeserías que no me mientes, tendrás a la pequeña contigo.

—¡Quiero verla!

—Mañana será tuya, pero antes, no crees que tendrías que darme una compensación; piensa que si no fuera por mí...

Y sin esperar una respuesta, la tomó del brazo para conducirla hacia la casa. En el camino, Elena sentía que las lianas que caían como lazos de los árboles, le apretaban el cuello hasta asfixiarla; no podía aceptar lo que le estaba proponiendo, sin embargo lo había temido desde el principio; si quería a la niña debía jugarse el todo por el todo.

—Ven, tengo una sorpresa preparada para ti, una velada íntima; si deseas, tómalo como una despedida, fuiste muy ingrata al irte, de repente, sin avisarme siquiera...

Ya no tenía fuerzas para responderle y se dejó llevar. Entraron y muy seguro la condujo por una escalinata de mármol que arrancaba al costado izquierdo de la entrada. Desde ese momento, las imágenes se sucedieron en su mente como en una película feliniana, primero la alfombra roja, luego las pequeñas luces del pasillo, y finalmente la puerta que se abría y en el fondo de la habitación, una mesa, con dos velas ardiendo y a un lado, la enorme cama protegida por un cobertor color carmesí...


"Manhã, tão bonita manhã/ dá vida a uma nova canção...".


La dulce voz de la radio festejaba la hora y Lena miró los morros que se desgranaban en verdes imposibles bajo el lánguido abanico de la brisa, saturada de selváticos perfumes.

Todo parecía resplandecer: el mar y el cielo, se abrazaban, malecón abajo, en una perfecta armonía azul, cruzada de tanto en tanto por un lienzo blanco de gaviotas.

Santiago detuvo el auto y cruzaron la carretera para mirar el paisaje esplendente con la pequeña isleta, a la derecha, como un minúsculo botón de jade.

Un vendedor de helados les ofreció "Brigadeiros", suaves delicias de cacao con grana de chocolate, que saborearon, sentados sobre la playa de azúcar.

Se besaron intensamente en medio del silencio y la soledad de la mañana y luego se sumergieron en el agua translúcida, entre la espuma cálida y la caricia satinada de los peces.

Lena pensó en aquel amigo entrañable de su madre, Ignacio Valderrama, a quien había visto llorar como a un niño el día de su muerte: "Pero si tú no eres mi padre, debes saber algo de él, ella te habrá contado alguna vez, Nacho...".

Y el gesto de duda, la palidez y el titubeo en la respuesta del hombre, antes de mencionar la antigua notaría de Carabanchel.

..."E a minha voz vai até a eternidade..."

—Bonita canción, a tono con este paraíso —dijo Santiago. (Continúa...)


◻ ▫ ◻

CAPÍTULO I - CAPÍTULO II - CAPÍTULO III - CAPÍTULO IV - CAPÍTULO V - CAPÍTULO VI CAPÍTULO VII - CAPÍTULO VIII - CAPÍTULO IX - CAPÍTULO X - CAPÍTULO XI - CAPÍTULO XII - CAPÍTULO XIII - CAPÍTULO XIV - CAPÍTULO XV - CAPÍTULO XVI CAPÍTULO XVII - CAPÍTULO XVIII - CAPÍTULO - XIX y EPÍLOGO

Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

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