Novela Río

Capítulo XVI

Cuando Elvira lo vio recostado, sobre los escalones, cubiertos de pasto, con los pies apoyados contra la enamorada del muro, no pudo evitar que floreciera su sonrisa. Era la imagen que esperaba encontrar, al volver del Colegio, antes de doblar la esquina, cuando deshojaba la margarita que había arrancado de algún cerco, preguntándose, intrigada: "¿Estará hoy o habrá salido con los amigos?" Al verlo allí se borraron los bailes en los salones del hotel de lujo en Suiza, los paseos lacustres, la fondue de frutas al chocolate de "Edelweiss" y fue otra vez el mismo muchacho de los ojos de oro de la adolescencia, que despertaba la atención de sus compañeras de secundaria: "¿Es tu novio, Elvira? ¿Y qué esperas? Es guapísimo Si a ti no te cae, acuérdate de las amigas y no te olvides de invitarlo a la fiesta de fin de año".

Él se levantó de inmediato al descubrirla frente a la verja, azorada y pendiente de su presencia en el selvático jardín de la casa deshabitada, semiescondido entre la pujante maleza y le bastaron la llamitas alegres de los ojos de Elvira para saber que lo había perdonado.

No hubo preguntas, nada había que agregar al lenguaje sabio de las miradas. Para guardar el largo beso, siguieron las caricias y las lágrimas, detrás del viejo cedro, entre secretos y susurros de hojarasca y luego, llenar la mochila en pocos minutos con la primera prenda y salir a la carrera hasta el bosque más meridional de España.

Una casa de piedras y troncos en el corazón del monte umbrío fue la morada tutelar de los amores. No tenían que dar cuenta a nadie, bastaba con un llamado a la notaría para que no se preocuparan ese fin de semana. Eran ella y él en medio del edén, enriqueciendo el paisaje, siguiendo la fascinante invitación de la primavera, que prodigaba su hermosura entre silbidos e íntimas confidencias del follaje para incluirlos en su paleta, entre los colores anónimos de la escondida fauna silvestre.

Y finalmente, la súbita propuesta, al caer la noche del domingo, frente a los leños ardientes de la estufa que eternizaba los suspiros.

—Nos casamos en mayo y te vienes conmigo y con mi madre a Sudamérica, voy a reservar tres pasajes.

—No tan de prisa, que tengo que ver a Elena, creo le han revocado el fallo o le han dado libertad condicional. Está en Granada, porque no anda bien de salud ¿Tú no sabías?

Lo alcanzó a ver de pie, erguido en el refugio de la terminal de autobuses, hasta que su larga silueta fue un punto, perdiéndose en la lejanía y cerró los ojos.

Las imágenes de las últimas horas pasaban vertiginosas, como las secuencias de una película fantástica, donde ella había sido la heroína, se había sentido amada y era totalmente una mujer.

"Eras la tempranera, niña primera, / y amanecida flor /
Negros ojos sinceros / paloma tibia de montero...".

Evocaba de nuevo a Gastón, sentado al borde de un peñasco, pulsando acordes desconocidos, con la vieja guitarra que le había alquilado a un músico ambulante en el mesón, mientras ella miraba, arrobada, el claro arroyo, que se había poblado, de pronto, con rostros funambulescos, bajo la desmayada luz que se filtraba por el hayedal.

Se vio otra vez a sí misma, sobre el espejo líquido, meciendo la cabeza hacia un lado y hacia otro, para descubrir cada nuevo semblante, que aparecía o se amalgamaba con el anterior y luego recordó que se había acercado al borde de las aguas para sentarse en la orilla con un lápiz y una servilleta de papel del almuerzo campestre, pues quería hacer un boceto.

"Eres mi tempranera /de mis arrestos, prisionera...".

—¿Qué cantas?

—Una zamba que bailaba mi padre, cuando era muy pequeño.

—¿Y cómo te acuerdas de la letra?

—Tú me la has devuelto, de golpe, eres la protagonista.

Ella le había sonreído, concentrada en el enigmático dibujo, pero, se estremeció otra vez al recordar el escalofrío, porque, al inclinar la cabeza hacia la derecha, había descubierto una calavera riente, que cruzaba perpendicularmente su imagen.

—¿Qué has dibujado tú?

—Al hombre de las mil caras y la de la muerte sobre la mía.

Gastón se había reído con ganas, cambiando inmediatamente de ritmo:

..."No soy el amor, amante / la muerte que Dios te envía...". Ven aquí, minina, vamos a engañar juntos a la señora blanca para siempre..." .


Hicieron lo que pudieron, no fue negligencia, yo mismo estuve en Yeserías y controlé la historia clínica: recibió tratamiento hormonal y guardó reposo, pero a veces la placenta tiene anomalías o no se prende bien y la crisis emocional también pudo haber influido. Claro, la golpiza fue el factor determinante, aunque la cosa ya venía mal: a nadie le resulta fácil superar la muerte de la madre y sobre todo en una situación así. ¿Era la más mimada, la menor, no? Ah, hay otra hermana, no sabía, aunque, desde luego, el ambiente opresivo no es lo más adecuado en ese estado. Lo importante es que ahora esté acompañada por vosotras, el entorno familiar. Me ha dicho que le gusta Granada. Bueno, es todo, por ahora, que se alimente bien, porque está débil. Le voy a recetar vitaminas, y hierro y que se controle la presión, hay un poco de anemia. Debieron darle más sangre en su momento. Pero como es RH—, no la consiguieron. Que coma lentejas, verduras, carnes rojas, no puede valerse sola, está muy deprimida, necesitaría psicoterapia, un poco de contención y sobre todo a sus hermanas. Me dijo que hizo unos años en Arquitectura, unas revistas de Arte y Decoración no vendrían mal.

La hermana la esperaba en la estación. Se saludaron efusivamente, ya que hacía tiempo que no se veían y Elvira le entregó, sonriendo, unas latas azules, muy vistosas, con golosinas.

Carmen estaba sola, su esposo se había quedado a cargo de los niños en Madrid, pues Elena la necesitaba a su lado. Había sido siempre la más dispuesta, la más servicial de las Fleyer y también la más cariñosa.

—Pero ya eres toda una mujer, Elvira, estás preciosa, qué largo está tu cabello!, si te llega hasta la cintura... ¿y ese chaleco?..., lo compraste allá, ¡qué bonito punto y las guardas de colores!

—A ti se te ve muy joven y más delgada, de verdad, Carmen.

—Gracias, niña, no hagas cumplidos, que la balanza dice otra cosa.—le dijo la hermana mientras ponía en marcha el coche— En unos minutos llegamos.

—¿Pero qué es lo que le pasa a Elena, ¿ha obtenido al fin su libertad?

—No, Elvira, parece que consiguió un permiso temporal, a causa de su salud, está muy deprimida.

—Por la muerte de mamá seguramente y también ¡con semejante sentencia! ¿Por qué rechazaron el recurso de apelación?

—No lo rechazaron, pero es probable que la causa se abra nuevamente, aunque ella no lo sabe. No sé, hay un pez gordo de la política que parece que estaba planeando un complot y ella tuvo mucho que ver con uno de sus laderos hace algunos años.

Elvira recordó súbitamente una de las fotos que había descubierto en la habitación de su hermana: aquel hombre de anteojos y barba entrecana, arengando al grupo de estudiantes y los frecuentes llamados telefónicos: "De parte de Álvaro Elzaguirre, ella ya sabe, avísele que hoy nos reunimos en lo de Iván, que no falte" y, poco después, la inesperada decisión de Elena de irse a vivir sola, seguida de la angustia de doña Lucía por sus cambios de costumbres, de vestuario y de humor.

—No va a curarse nunca, si sabe que van a reabrir la causa, con esa amenaza y el fallecimiento de mamá, ¿cómo no va a sentirse tan deprimida?...

—Hay algo que no sabes, Elvira, no es solamente psicológico...

—¿Qué más puede pasarle, Carmen?

—Parece que le diagnosticaron un embarazo, cuando estaba en Yeserías y luego se puso mal, en noviembre, tú estabas en Suiza.

—¿Cómo? No sabía nada, pero, ¿Elena va a tener un hijo?

—Mira, después hablamos de eso, estamos llegando, sonríele, que ha preguntado mucho por ti y por supuesto, no le menciones nada de lo que te he dicho, si algo la ha animado un poco, ha sido la noticia de tu viaje, porque estaba preocupada por lo del secuestro, no quería que te quedaras sola en "La Moraleja", cuéntale detalladamente tus paseos, las recepciones, los pormenores de la exposición, para que se distraiga... Ah..., ¡pero si mañana cumples veintiuno, Elvira!, ¿o me equivoco?


Mientras esperaba la llegada de la hermana, Elena evocaba la última vez que la viera, cuando todavía estaba en la cárcel. Una música suave le llegaba desde la radio que Noelia dejara sobre la mesita y sin ofrecer resistencia se retrotrajo al tiempo de los recuerdos.

—Fleyer, Elena, tiene visita— anunciaba la voz destemplada del guardia de turno.

No pudo evitar que un estremecimiento la sacudiera de pies a cabeza; siempre que le avisaban que alguien venía a verla temía que fuese Gastón o Elvira y que el desgaste de los días de encierro traicionara, con alguna palabra, el secreto que se había jurado guardar para siempre.

Sin embargo, una gran alegría distendió su corazón entristecido, cuando la vio a Elvira algo demacrada y frágil, esperando en la sala. Las hermanas se abrazaron y no pudieron evitar que el llanto les nublara los ojos.

Elvira se inquietó al ver a Elena tan desmejorada; el semblante denotaba una palidez desmedida, aunque no hubiera perdido el encanto habitual.

En un ligero intercambio de palabras entrecortadas, se informaron mutuamente de los últimos sucesos y Elvira le contó sobre el futuro viaje a Suiza y los proyectos de trabajo.

A medida que la conversación se volvía más íntima, una pregunta precisa pero punzante rondaba los labios de Elvira y esperó un momento en que la charla languidecía para lanzar el dardo:

—Elena, tengo que hablarte de un tema decisivo para mí. He dado mil vueltas para encararlo, pero no puedo irme de aquí sin hacerte una pregunta.

Elena sintió que las paredes se cerraban sobre ella, oprimiéndola, y parecía que todo daba vueltas a su alrededor.

—Quiero saber algo que hace rato me atormenta: ¿ Has tenido alguna historia importante con Gastón?

La respuesta que con tanto cuidado armara en esos días solitarios, llegó rápida y convincente.

—¿Cómo se te ocurre?

—Pero, ustedes se veían algunas veces...

—Fueron encuentros casuales en algún bar de la universidad; él siempre estaba con sus amigos, nos saludábamos, conversábamos un rato y eso era todo; cada cual seguía su camino.

Al tiempo que pronunciaba las frases, Elena percibía que su seguridad era tan concluyente que hasta ella misma se estaba persuadiendo de lo que decía.

Elvira creyó en esas palabras, y, en principio, un alivio saludable disipó la inquietud que la dominaba; pero el tiempo de visita llegaba al límite y felizmente, ya que este tema había traído a la charla una evidente tensión, tuvieron que despedirse con la ternura acostumbrada.

Cuando Elvira dejaba atrás el presidio, notaba que esa sensación de bienestar, que minutos antes le devolviera la confesión de su hermana, dejaba paso nuevamente a la comezón de la duda...


Entró de puntillas en la habitación en penumbras y apagó la radio. Elena dormitaba, envuelta en los cobertores. Un haz de luz se colaba por la rendija de la ventana y se derramaba sobre su pelo, irradiado como un sol sobre la almohada. Se acercó al borde de la cama y rescató otra vez del pasado aquella ingenua analogía entre su hermana y las princesas de los cuentos maravillosos, que le contaba su padre:

—"Y Florencia bajó de la torre por el columpio de pañuelos enlazados que le había fabricado su amigo, el mago...".

...Porque a Ludmila le brotaban flores de los labios con cada palabra y sus lágrimas eran perlas al tocar el aire y el agua que vertía sobre sus manos se poblaba de pececillos de colores...

—¿Eran parecidas a Elena?

—Igualitas a ella. ¿Tú la quieres mucho a tu hermana, verdad?

—Pues, claro, ella me enseña a dibujar castillos y me presta las sandalias plateadas de los quince y se sienta a mi lado cuando tengo pesadillas.

—Me complace que se lleven bien...

Elena se movía inquieta en el lecho y cambiaba de posición, pero, a los pocos minutos, como si hubiera presentido a la hermana entre los sueños, se incorporó y abrió los ojos con una expresión de extrañeza y alivio.

—¿Cuándo llegaste?

—Hace un momento, no quería despertarte.

—¿Sabes lo que me ha pasado?

—Elena, deja de pensar en eso.

—Al principio yo no quería, pero cuando murió mamá me aferré a la ilusión de una vida nueva que justificara la mía, que repitiera la de nuestra madre, no sé, como un regreso de ella en otro ser y ahora nada, me siento tan vacía, tan arrasada...

—Vamos, Elena, deja dormir esa pena...

—Pero muerde hasta lo hondo, lacera el corazón...

Elvira la besó en la frente.

—Tienes el afecto de tus hermanos, el mío y quién sabe todavía si no te espera otro cariño más grande... Por lo pronto deja de hablar de cosas irreparables. Tienes el cabello enredado... ¿Quieres que te haga la torzada, la trenza hacia adentro, te acuerdas cuánto nos costó aprenderla?

—Hueles muy bien, Elvira... ¿Cómo se llama tu perfume?

—"Instante inefable", en castellano, claro.

—Yo tenía muchos y me los han robado todos en Yeserías Pero qué envase más bonito, parece un reloj de arena, no lo gastes en mí, es una miniatura ¿te has comprado la colección allá?

—Claro..., ¿quieres que te cuente las aventuras de mi viaje?


Atravesaron el puente que unía la ínsula con la zona continental y Santiago aparcó cerca de la Rodoviaria. Caminó hasta la plazoleta de la terminal: era una estampa colorida y animada, un ir y venir de gente, bolsos de playa y vendedores ambulantes.

Se acercó a uno de los ómnibus que estaban estacionados esperando la partida e interrogó a uno de los chóferes, sin barreras de comunicación: cada cual con sus sones restituía cuerdas dispersas de la lira perdida de Virgilio y volvió a la camioneta, donde su mujer lo interrogó con la mirada.

—Es cerca de aquí, Lena.

Retomó la avenida, había mucho tránsito, avanzó unos trescientos metros y giró a la derecha, hacia la zona comercial. Conducía despacio, a través del sube y baja de calzadas estrechas. A la izquierda, Lena descubría altos bloques de cemento, trepando a horcajadas por las veredas ascendentes, pero, a la derecha las casas viejas, se asomaban como una triste procesión de espectros olvidados. Pensó que la calle parecía dividir el tiempo y el aire estaba quieto en la desierta calma de las dos de la tarde. Vio plantas exuberantes, que avanzaban por el palier tras los cristales de los edificios, adueñándose del espacio silencioso, diluyendo aquel calor pesado de la siesta en un balsámico refresco verde.

Tal vez el cambio brusco de la B o el negro fondo del cartel fueron los detalles que atrajeron, su mirada, pero el corazón le dio un vuelco, al leer claramente ESCRIVANIA en letras amarillas y más abajo: Gastón Farrán.

La oficina parecía cerrada. Descendieron y llamaron repetidas veces por el portero eléctrico, pero no obtuvieron respuesta. Lena se sentía decepcionada. Fue entonces cuando Santiago observó a una mujer que hacía la limpieza en el local de Floricultura vecino y se acercó para preguntar el horario de la notaría: Le respondieron que el señor Farrán estaría en el Cartorio o quizás en Canas Vieiras, porque él vivía allí, frente al océano y tenía otra oficina en la costa, porque esas playas se habían desarrollado mucho con el turismo. de los últimos años.


—Ah, Gastón, te ha llamado tu novia desde Granada, dice que no la esperes, creo que me dijo que Carmen tuvo que regresar a Madrid y tiene que quedarse unos días más, y que no te preocupes por su cumpleaños, que cualquier día es lo mismo para ella...

—Gracias, Fernanda, pero, ¿por qué no llamaste a mi madre para que hablara con Elvira? —observó Gastón, fastidiado.

—Bueno, ¿no te pongas así, hombre!, que tu madre había salido a renovar su pasaporte por lo del viaje de vosotros a América, después le avisé.

—¿Y por qué os vais, ahora que estamos todos juntos? —preguntó Andreíña con tristeza.

—Porque Gastón quiere casarse, visitar su terruño, comprar una casa para su novia, para su madre, él ya es grande y seguramente habrá una gran boda, si ella es de Granada, ¡habrá que alhajar la residencia como un palacio moro!

—No creo, Fernanda, Elvira es de Madrid y muy sencilla —agregó Nuria que volvía del jardín y había escuchado el final de la conversación.

—¿Y yo no te veré más, Gastón? —insistió la niña, desilusionada.

—Claro que sí, ya vendré a visitarte y te dejo mi bohardilla para que guardes tus muñecas que están perdidas por toda la casa.

—Pero las flores se van a secar...

—No, si tú las riegas, las flores tienen que estar tan bonitas como ahora, cuando yo vuelva, mira que te he contado mis secretos, no los olvides —trató de consolarla Nuria.

Gastón subió a su ático, pensativo. ¿Y si Elena le hubiera contado algo a Elvira? No, ella no lo hubiera llamado en un caso así... Ni tenía que pensar en eso, además Elena ni debía acordarse siquiera, se había lanzado a la aventura como él y no era del tipo de las resentidas, aunque ¡con todo lo que le cayó después, cualquiera podría enojarse con el mundo! Pero no, ni siquiera lo tendría en cuenta, aunque igualmente había que poner distancia, por si acaso, ¡el mar de por medio y que el tiempo transcurriera! Pero..., pobre Elena, ¿por qué tanta mala suerte? Lo que le habían ratificado en los tribunales era alarmante: que el fiscal había reunido nuevas pruebas, que se había desbaratado una conspiración, que la involucraban definitivamente con uno de los principales cabecillas y que el juez estaba estudiando la posibilidad de reabrir el caso.

—Pero..., ¿ cómo has hecho para que te justifiquen tantos días de ausencia en el trabajo? —le preguntó Noelia, al encontrar a su cuñada preparando el almuerzo para la hermana.

—Me dieron un mes de compensación, porque los acompañé a una exposición de telas fuera del país, son muy atentos, y además, ahora hay un período de receso, tendría que reintegrarme después del veinte, pero no sé, hay algo muy importante para mí que tengo que resolver antes.

—En estos dos meses, creo que los he conocido a todos a fondo por este problema de Elena, sois muy unidos.

—Sí, la desgracia nos acerca, pero la felicidad nos dispersa, parece ser el lema de nuestra casa. Vosotros en cambio, sois siempre familia.

—Sí, es cierto, pero, ahora, me han hecho un poco de vacío los parientes, no se acostumbran a los casamientos mixtos, pero el amor es más fuerte y tu hermano tiene tantos argumentos a flor de labios, que siempre lleva las de ganar. Por algo tiene muchos ofrecimientos en la televisión. ¡Qué buena compañía eres tú!, la veo a Elena más repuesta desde que llegaste, está mucho mejor, te has dedicado mucho a ella. Parece mentira que hubiera estado tan mal, cuando la conocí en el verano, parecía una reina de belleza.

—¿Y cuándo fue que la conociste?

—Fue un sábado, creo que a fines de junio en una fiesta gitana, estaba deslumbrante, no había tío que no la devorara con los ojos y te aseguro que le tuve un poco de envidia, estaba muy tostada y, como es rubia y con esos ojos claros como faroles, causaba sensación, creo que había pasado por la Costa Blanca para la fiesta de San Juan y, como sus amigos después se marcharon, se aburría sola y cayó por Granada.

Elvira se quedó tiesa como una estatua ante el casual descubrimiento, su cuerpo estaba inmóvil, pero su mente corría como una torrentera cristalina que aclaraba las zonas oscuras. Sus dudas desaparecían y dejaban su lugar a la certidumbre del engaño y era una sensación rara, ambigua, que hubiera preferido no experimentar, pero la había invadido de golpe y era irreversible, ya no se podía regresar al momento anterior, cuando todavía asomaba la esperanza: Elena había estado en Alicante al mismo tiempo que Gastón, entonces, el traje y la rubia y los amigos y la negativa en Yeserías y el rostro de él en el café de las cortinas blancas y las palabras de Carmen a su llegada y ¿quién había pensado en ella, en el horror de la ratonera, en su vida, en su honra? Que no, que no deseaba llegar al final tan temido, pero era el auténtico, el único y quisiera morirme, ahora mismo, Dios mío, ¿por qué, por qué me han hecho esto, si yo los he amado siempre a los dos?

—No está, pero Gastón ya tiene los pasajes, ¿cómo que no puedes volver?, pero, hija, si son tantos hermanos ¡que viaje otro a hacerle compañía!, piensa en ti, en tu novio, en el futuro de los dos... Yo sabía que la cola de ese vestido, no iba a acabar de pasar nunca... ¡Tendrías que ver el álbum de fotos de mi hermano y lo elegante que estaba su mujer!, ¡pero si era un regalo de Gastón para el casamiento de su tío y a mí no habían querido decirme que estaba noviando! ¡Y tenían razón!, me doy cuenta ahora con lo de vosotros... Yo tuve la culpa por meterme, perdóname, Elvira, que las suegras a veces no nos damos cuenta y hablamos demás. Si no me crees, busca en cualquier diario: las fotos del matrimonio de Enrique se publicaron en todas las secciones de sociales. ¿Cómo lo vas a dejar otra vez? Yo te juro por mi vida que Gastón te adora, las madres conocemos el corazón de los hijos, aunque quieran disimular... ¡No le hagas esto, Elvira!, pueden casarse en América, si no hay tiempo para la boda.

Nuria colgó y cerró los ojos pensando en su pasado: a veces la mentira era un remedio saludable y la verdad, una puñalada sádica y artera.


Tomó el diario que había comprado en la mañana y se dispuso a leerlo, en el cómodo diván, cerca de la puerta que mostraba el encanto del pequeño patio andaluz. Uno de los titulares la sacudió y se quedó con la mirada clavada en una imagen. “Arde una casa de citas, en las afueras de Madrid”, decía la noticia y no existía duda de que se trataba de “Las diez rosas”.

La foto mostraba largas lenguas de fuego que brotaban como brazos de un pulpo gigante, desde las claraboyas del escondido club nocturno.

No podía creer lo que veía. Se hablaba de un sospechoso incendio provocado, según las declaraciones de algunos testigos, por los dueños del lugar: un conocido fotógrafo y una astuta meretriz que tenía algunas cuentas pendientes con la policía internacional. Al parecer, estaban prófugos; habían logrado escapar luego de llevar a cabo una obra siniestra, forzados por la inminente caída de los sucios manejos que habían fraguado, y ahora quedaba, oculta bajo las cenizas, la extraña fusión entre una secta de la antigua Libia y un influyente foco subversivo. “Ardiendo juntos, rezaba en el Acta del Protocolo Notarial”.

Elena leía con avidez, ¿habrían muerto algunas de sus ex compañeras? Aquellas pobres muchachas que huyendo de la pobreza y buscando un refugio, habían caído presas de los manejos de Katia y del Tigre. Ellas a veces le hacían notar veladamente su situación privilegiada. No sabían que el haber sido una favorita de Madame Lenoir le permitiera entrar por la puerta grande, llegando y saliendo de allí, cuando quería. Asimismo se hacía la desentendida ante estas insinuaciones; lamentaba la esclavitud de las jóvenes, pero como detestaba los rituales, nunca participaba de ellos y se cuidaba muy bien de cerrar la boca, pues ese era el precio de su libertad.

Miró nuevamente, con incredulidad, la instantánea y le pareció ver en un trozo de pared cómo retorcía el cuerpo una maliciosa serpiente, entre las candentes rosas. (Continúa...)


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CAPÍTULO I - CAPÍTULO II - CAPÍTULO III - CAPÍTULO IV - CAPÍTULO V - CAPÍTULO VI CAPÍTULO VII - CAPÍTULO VIII - CAPÍTULO IX - CAPÍTULO X - CAPÍTULO XI - CAPÍTULO XII - CAPÍTULO XIII - CAPÍTULO XIV - CAPÍTULO XV - CAPÍTULO XVI CAPÍTULO XVII - CAPÍTULO XVIII - CAPÍTULO - XIX y EPÍLOGO

Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

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