Novela Río

Capítulo XIV

Era el corazón palpitante de América que redoblaba como un tambor alegre sobre el pulso espejeante de las calles. Aquí y allá le sonreían los siglos, disfrazados de mil colores a través de personajes anacrónicos con caras empolvadas y bocas de pétalos de flor. Del brazo de su marido, Lena fatigaba las calles, palpitando su sangre acrisolada con los matices del sonriente paisaje que le daba el chispeante recibimiento. Sus ligeros pies dibujaban con airoso donaire los sinuosos balanceos del samba como si hubiera caminado al son de sus cadencias durante toda la vida. Tan eufórica se sentía la joven granadina, que, inconscientemente, iba presintiendo la mitad de su ser vibrando en los compases ondulantes, mientras grababa sus huellas por vez primera y para siempre sobre la calzada húmeda y brillante de rocío. Sentía, embelesada, sobre su bello rostro exótico, el soplo suave de la tierra amiga como la caricia de un hada bienhechora, ¿Iemanjá?, como si esas auras marineras le pertenecieran desde su nacimiento, mientras Santiago la contemplaba con deleite, participando también él de la embriaguez que brotaba de esa Lena transfigurada y dichosa, de esa Lena, a quien él ofrecía el magnífico regalo de un viaje hacia el origen y, poco a poco, se fue incorporando a la comparsa vocinglera, para que ella sintiera que estaba cerca, que la comprendía y que también, él, le brindaba el obsequio de su propia felicidad, de su propia entrega personal, para que Lena no atenuara su fiesta de reconocimiento con un vacío, por la nostalgia de su compañero, para que Lena no percibiera ni una leve ausencia en el hombre amado, para que Lena fuese totalmente Lena y auténticamente Lena, bajo las luces de neón sin una sola sombra que la hiciera distraer del espléndido placer de su esencial descubrimiento.

"A cor dessa cidade sou eu/ O canto dessa cidade é meu Uô ô/ Verdadeiro amor/ Uô ô/ Você vai onde eu vou".

Avanzaron abrazados hasta la playa y caminaron por la costanera.

Lena vio la gente que se dirigía corriendo hacia la orilla, arrojaban flores al océano bajo el plateado creciente de luna, embrujado de constelaciones que encendían fugazmente los magníficos cálices de las alamandas, coronando de oro las crestas azulosas del Atlántico. Sintió el calor de la arena bajo sus pies desnudos y la voz de alerta de su pulso emocionado. Hechiceras de blanco gesticulaban, entregadas a un rito extraño, pero de algún modo conocido y aceptado por alguna oscura y subterránea región de su conciencia.

Lena caminó hasta la orilla, se sumergió y sintió de inmediato la tibieza de las ondas, mientras se bamboleaba dulcemente en las rompientes. Era una mansa cuna de agua que la mecía y la arrullaba quedamente, y una parte de su ser supo que, de alguna manera, había estado antes allí. Una mujer muy anciana le tocó el hombro para ofrecerle una guirnalda de aquellas aterciopeladas tulipas amarillas que le habían llamado la atención, las arrojó al agua, las vio flotar sobre una estela espumosa detrás de su deseo y cerró los ojos para capturar aquel instante feliz.

—¿Cómo se llama esta ciudad?

—Torres.

—¿Falta mucho para llegar a Florianópolis?

—Menos que antes, Milena.


Intentó abrir lentamente los ojos; parecía imposible; los párpados le pesaban una enormidad, como si toda su vida se hubiera concentrado en ellos. ¿Dónde estaba?

La débil luz de una lámpara esparcía por la habitación su sombra velada y a través de las pestañas apenas distinguía una vitrina y más allá, una ventana cerrada.

Yacía en una cama dura y al lado podía adivinar la silueta de una silla pequeña y desgastada. El cuerpo no le respondía; quiso incorporarse pero no pudo. Su cabeza danzaba con un vaivén desagradable; y prefirió sumergirse de nuevo en el denso pantano de su mente.

Como a ciegas, empezó a distinguir un telón rojizo, primero desdibujado, pero luego las figuras fueron cobrando dimensión y nitidez; pudo reconocer entonces el diabólico decorado de "Las diez rosas"; surgía como un pantallazo demencial que le produjo otra vez esa horrible sensación de náusea. ¡Qué fracaso de Álvaro esa obra suya de la cual se enorgullecía!... ¡Quién hubiera dicho, el notable profesor de una de las cátedras más exigentes, había aceptado ese trabajo vulgar, en un lugar que no era, por cierto el más adecuado a su trayectoria! El buen gusto no era su fuerte y allí lo había puesto en evidencia, éste había sido un motivo más de los tantos que los habían separado...

Recordó el momento en que con una sonrisa triunfal le había mostrado su proyecto para ambientar un lugar nocturno; el disimulo de ella para ocultar su verdadera opinión, que hubiera provocado uno de los ataques irascibles que tanto le disgustaban; y luego, el asombro al ver la grotesca obra plasmada en aquélla trampa del infierno, cuando entró allí por primera vez y Álvaro era sólo un doloroso recuerdo.

En medio de tal confusión, su inconsciente le iba revelando verdades que tal vez se había negado hasta ese momento, y descubría detalles que nunca había relacionado pero que ahora irrumpían cono una avalancha demoledora.

Álvaro, sin lugar a dudas, había fingido que su vinculación con Katia era estrictamente profesional y había jugado con su ingenuidad para ocultarle quizás sus avatares políticos.

Ahora comprendía por qué Katia le había pedido a ella que concurriera sólo los días pactados y la noche aquélla, precisamente, no estaba dentro de lo acordado..., por eso nunca había visto antes allí a aquellos hombres, entre los cuales marcharía él, seguramente, amparado en las sombras..., todo iba aclarándose..., entonces, Álvaro no la había querido..., la había utilizado como una pieza más de sus planes y apetencias..., todo había sido una vil mentira...

Un dolor agudo en su vientre la trajo de nuevo a la desagradable habitación. ¿Era otro sueño, o era la cruda realidad?

Se abrió la puerta y una joven de rostro sereno, vestida con un guardapolvos blanco la saludó cordialmente:

—¿Cómo te sientes?, me llamo Trini, soy la enfermera de turno.


¿Cómo que Elvira no lo había esperado la tarde anterior? No podía ser. Nunca había faltado a la cita desde aquel reencuentro maravilloso. Y, luego que se fueron sus amigos, tampoco la había hallado en su casa. ¿Adónde había ido a esas horas? Si ella, desde el secuestro, tenía temor de salir de noche, hasta de cruzar sola hasta la notaría... Era raro. Y era raro, también, que no respondiera a su llamado en la mañana del sábado. Que se había ido a visitar a los granjeros, que la iba a llevar el gerente, un tal Helmut Hadenbalt... ¿Cómo podía entenderse eso en su pequeña? ¿Y qué hacía la hermana mayor en la casa de la madre?, si Laura había sido una de las primeras en fugarse y tomar distancia con la excusa de la vocación de servicio y las escuelas rurales?

Su madre estaba extraña, la había sorprendido, mirándolo de soslayo varias veces durante el almuerzo y muy callada. No era lo habitual en ella, tan curiosa y conversadora...


Entró en el despacho de su tío para hacerle firmar las actas notariales y los permisos que debía presentar el lunes en la Municipalidad, en el momento en que el secretario se retiraba con varias carpetas y papeles sellados. Don Enrique levantó la vista de los folios y le hizo un gesto de complicidad a su ayudante:

—Ya no te acompaña al fútbol, ¿has visto qué distraído anda, Pepe?

—Es que está estudiando mucho el señorito...

—Ya te decía yo que iba a ser abogado, y cuando menos lo esperábamos se decidió..., me parece que se nos casa pronto con Elvirita...

—Tío, no me apures tanto, que esto apenas comienza —dijo Gastón sonriendo— ...todo a su tiempo.

—Pobre niña, ¡los problemas y los sufrimientos que ha tenido que soportar! y ahora le toca ser el único sostén de doña Lucía, que está cada día más vieja, porque los otros hijos sólo se posan por un segundo y echan a volar y para colmo, este golpe de gracia con lo que le ha ocurrido a Elena, una tras otra, esa mujer no se recupera más...

Trató inútilmente de disimular el impacto que le habían causado las palabras de su tío, pero su semblante se había alterado visiblemente y el escribano frunció el entrecejo, preocupado.

—Pero siéntate, Gastón, yo pensé que lo sabías...

—No sabía nada, tío, ¿Qué le ha pasado a Elena?

El malestar se enseñoreaba con él, iba aumentando aceleradamente con la ansiedad y el fastidio. Hubiera querido no volver a pronunciar ese nombre con el que se habían dormido sus labios durante tres tórridos días de junio, lo había guardado celosamente en el baúl de los secretos, pero saltaba ahora, peligrosamente, como los espíritus de la caja de Pandora. Sintió, primero un estremecimiento, seguido de un golpe de calor repentino. Había temido muchas veces que aquélla azarosa aventura trajese consecuencias desdichadas; día a día quería convencerse de que nunca saldría a la luz, si en definitiva ella lo había dejado, lo había lanzado prácticamente a los brazos de Elvira, como si se hubiese dado cuenta antes, de que esa relación pasional no tenía futuro. Por otra parte, a él tampoco le había costado demasiado olvidarla, un poco de tristeza de que algo bello acabara y nada más... Si apenas supo lo del rapto, no había titubeado en marcharse, pero igualmente sentía angustia de que todo se descubriera, de que aquel error fortuito se cobrara su deuda con el amor verdadero.

Durante los dos meses que siguieron se había concentrado en el estudio y estaba llegando a término. Tal vez a fin de año podría recibirse; Elvira y la carrera eran sus metas irrenunciables. Las cosas parecían normalizarse y las declaraciones de ambos en el juzgado habían cesado, porque el allanamiento en el estudio del Tigre había sido infructuoso. No se había encontrado ninguna prueba para comprometerlo, seguramente, tenía tantos protectores que le cubrían la espalda como manchas en su lomo.


Salió a la calle y subió al auto. Tenía que ayudar a Elena de alguna manera. Se habían dado afecto, pasión, simpatía. Una aventura ciega y avasalladora como una tormenta de verano. Se habían brindado todo con generosidad, con cariño, ¿cómo negarlo?. Hubiera sido vulgar y mezquino preocuparse tanto por ella antes e ignorarla después de haberla tenido, cuando estaba en serias dificultades como ahora. Nada quedaba ya de aquel encuentro pasional, ni orgullo herido ni siquiera nostalgia. Los dos habían actuado de la misma manera, aunque se hubieran alejado por distintas causas. Todo se había evaporado con la lluvia torrencial del regreso precipitado y los momentos de desesperación que siguieron en Madrid, habían amargado en pocas horas la miel de aquellos besos.

Después de escalar el arco iris junto a Elvira en aquel ático encantado, toda su vida anterior le parecía opaca y deslucida. Nada había quedado atrás: el mundo sólo se llenaba de color desde las transparencias de Elvira y a partir de Elvira como si fuera su hacedora.

Sin embargo, a veces se odiaba a sí mismo por aquella imprudencia en Alicante, por su debilidad imperdonable frente a Elena. Habían sido vecinos, casi toda la vida, ¿por qué se había dejado llevar? Él sabía perfectamente que ella era voluble por naturaleza, ¿o es que también él era así?

En la guantera había quedado olvidado un paquete de cigarrillos. ¿De Nadia..., tal vez?

Encendió uno, pese a la falta de hábito. Nunca le había atraído el tabaco, pero en ese momento no podía soportar su cargamento de fragilidad humana. Todo había sido tan inesperado, tan sorpresivo. ¿Cómo había cedido a la tentación? Movió la cabeza y se mordió los labios, turbado: era una pregunta tan tonta como inevitable, ya que la mayoría de los hombres de Adán para abajo se habían indigestado con la deliciosa manzana. Tenía que ver a Elena, conocía muchos defensores de renombre que podrían patrocinarla y le pagaría el mejor. Los Ayala Fleyer estaban en bancarrota y era lo mínimo que podía hacer después de todo. Y no quería pensar en lo que le estaba ocurriendo con Elvira. Porque en el fondo, todo su malestar se debía a la ausencia de Elvira. Lo había dejado sencillamente plantado: irse al campo con esos Hadenbalt o como se llamasen, recién llegados de Suiza, que la habían felicitado por los diseños. Si habían quedado en que él la iba a acompañar... Por la noche iría a su casa y hablarían también sobre ese asunto, la extrañaba y estaba sumamente molesto, no podía mentirse. Escuchó un bocinazo y retiró el pie del acelerador: a cincuenta metros había un embotellamiento que no tenía fin y era tarde para pensar en escurrirse por algún cruce. Hasta las cosas simples parecían haberse confabulado para contrariarlo. El tránsito se había detenido en una larga fila y los numerosos automovilistas expresaban su impaciencia con gritos, ademanes e imprecaciones , que se iban sumando a la queja repetida y estridente de sus claxones, aumentando el nerviosismo de todos. Algunos vehículos salían de los carriles y querían pasar por la derecha y la carretera se iba pareciendo más a la playa de estacionamiento, atestada y desordenada de algún balneario en plena temporada que a una vía de tránsito veloz.

Se había alejado de su casa porque le parecía que allí se ahogaba, y se encontraba ahora más acorralado que en ningún lado. Los coches avanzaban por un minuto a paso de hombre, pero permanecían otros cinco, adheridos al asfalto y el calor se hacía insoportable bajo el sol irredento de las tres de la tarde.

Gastón trató de dominar su ansiedad y fue escurriéndose lentamente por la derecha mediante culebreos y maniobras audaces en total contravención hasta encontrar un claro, calzó la segunda, cruzando como un bólido, ante la sorpresa y los insultos de los conductores, atorados en un nudo ciego y obligó a clavar los frenos a un viejo Renault que se desplazaba lentamente por el primer carril, al mismo tiempo que escuchaba la voz de la mujer que le gritaba irritada.

El tono le resultó familiar y descubrió por el espejo retrovisor la cabeza inconfundible de Claudine con su corte francés, una extravagante camisola colorida y vaqueros desflecados. Había aparcado a cinco metros del cruce y, desde la acera, lo fulminaba con los ojos muy abiertos, haciéndole señas feroces con ambas manos. Frenó a su vez, divertido, estacionó y caminó sonriendo hacia ella. Su humor había cambiado: Claudine era un cascabel y ese encuentro era lo mejor que le podía ocurrir para quebrar la racha.

—Pero ¿qué te has creído?, casi me arrancas el guardabarros, hombre...

—¿Me perdonas si te invito a tomar una cerveza?

—Estás loquísimo, pero sólo te disculpo si la cerveza viene rodeada con todos los platillos que se me ocurran, no he probado bocado con este calor...

—Trato hecho, he almorzado muy poco. ¿Vamos al Munich?, está a pocas cuadras.

—Creo que lo están refaccionando, pero hay un lugar nuevo, "Wolfang", donde atienden muy bien y el ambiente es muy agradable. ¿Quieres conocerlo?

—Por supuesto, Claudine..., yo te sigo... Me enteré de que has estado en problemas...

—Sí, correrías de mi época de estudiante... Me tuvieron demorada unos días, por estar en una lista negra de la facultad, un asunto muy viejo que me costó en su momento la carrera, ¿Te acuerdas cuando me cambié a Bellas Artes?

—Yo estaba todavía en el Bachillerato, pero pensé que había sido por Estructura, porque tengo amigos que me han dicho que no la aprobaba nadie en aquélla época...

—Eso también influyó, pero la verdadera razón era que nos tenían a todos señalados; una vez que te pillan es difícil borrar la cicatriz. Te citan para reuniones, para repartir papeles a la salida, recitales, te van encerrando, por eso me escapé y creía que estaba todo bien, pero ya ves que no tanto... La que está más implicada es Elena...

Se detuvieron frente a una acera adornada con maceteros. En el centro se destacaba un gracioso zapato de barro cocido colmado de petunias. El frente del local era de madera barnizada y había mesas con manteles a cuadros y arreglos florales silvestres. En la mitad del salón un cliente tocaba una melodía nórdica en un viejo piano vertical. Había mucha gente y prefirieron ubicarse en una mesa en el exterior bajo el toldo azul, detrás de un seto de ligustre.

—Aquí estamos más tranquilos y protegidos del sol.

El camarero se acercó y tomó nota del pedido que no se hizo esperar ya que a los pocos minutos la mesa estaba cubierta de exquisiteces.

Gastón estaba intrigado por la conversación que se había interrumpido, pero Claudine había cambiado de tema y se concentraba en la calidez del local, lo bien que tiraban la cerveza, los diversidad de los quesos y los fiambres caseros. Comía con placer y no cesaba de alabar la buena atención que se ofrecía a la gente hasta que repentinamente lanzó la pregunta inquietante ¿"Sabría algo de su flamante noviazgo o era sólo casualidad?".

—¿Pero qué hacías tú por aquí?, me dijo Elvira que la llevarías al campo.

—Es que hace dos días que no la veo y en la casa me explicaron que había ido con los gerentes a la granja...

—Pero, ¡fíjate cómo progresa la Peque! Sabes que ellos son primos de mi cuñada y ella me ha contado que Helmut y Silke estaban encantados con Elvira, dicen que tiene ideas muy originales y quieren incluir sus motivos en los catálogos de la Expotextil... ¡Mira si se la llevan a Suiza...!

Gastón dejó sobre la mesa el vaso que acababa de levantar, no podía creer lo que le estaban anunciando y probablemente, Claudine no sabía nada de su relación con Elvira. ¿O sí?

—¿Qué es eso de la Exposición, Claudine?

—Una propuesta que me habían hecho los Hadenbalt, pero, con esto de la denuncia yo no me puedo mover de España. Estoy libre, aunque no puedo salir del país, o sea que he perdido mi oportunidad y van a llevar a otra y, como la mayoría de las chicas tiene hijos pequeños, la de más disponibilidad es Elvira. ¿No te había comentado?

—No la veo hace dos días, aunque no recuerdo que me hubiese mencionado ese tema... Ya me contará...

Gastón trataba de disimular su disgusto y había perdido el apetito. El encuentro con Claudine, lejos de animarlo le había acarreado más desasosiego. No podía ni imaginar que Elvira se marchara de pronto, si eran tan felices y la necesitaba tanto. Sintió un arañazo en el pecho y era un sufrimiento conocido: ya lo había experimentado antes, cuando no podía encontrarla. Ella era su niña, su novia, su mujer, pero la realidad parecía muy diferente, pues estaba paseando con otro bien lejos y él estaba solo o lo que era lo mismo: con una amiga de los dos, escuchando lo que no deseaba oír de ninguna manera.

Los nervios lo dominaban e, involuntariamente, hizo un movimiento brusco con el codo, que derramó los jarros; la bebida se volcó sobre el pantalón y se levantó de golpe dando un paso al costado, en el preciso momento que la bala zumbaba a su lado y se incrustaba con un estampido que perforó el espaldar del sillón de mimbre.

—¡Al suelo, Claudine! —gritó Gastón, echando a correr hacia la dirección en la que se alejaba rugiendo el Seat negro, ante el estupor de los clientes que se habían tendido para protegerse bajo las mesas, otro disparo voló sobre su cabeza y desbandó a los sorprendidos peatones que buscaban refugio en los locales abiertos. A los cien metros se detuvo, lamentando haber dejado el coche lejos. Era inútil que intentara seguirlos y se exponía indefenso al tiroteo. Volvió sobre sus pasos y vio a Claudine, rodeada de curiosos que comentaban alarmados el atentado. Un policía a escasos metros hablaba por radio con algún comando y, a los pocos minutos, la zona estaba atestada de voces, uniformes y sirenas estridentes.

—"Era un zarpazo del Tigre que lo acechaba y quería cobrarse el allanamiento del estudio fotográfico" —pensó Gastón...

La bala era para él, estaba seguro y no para Claudine quien, dos días después, cuando se reunieron en su atelier, al regreso de la comisaría, seguía insistiendo en que había dos hipótesis: o querían eliminar a todos los que habían militado en Juventud Activa o eran los viejos de aquélla exaltada agrupación que querían sellarle los labios.

Pero Gastón sabía perfectamente que se trataba de una venganza mafiosa y no de un operativo limpieza, aunque se guardó muy bien de decírselo, porque sentía lástima de Elena, de su irreversible situación, de que estuviera atrapada en el foco de ese infierno, expuesta a todos los frentes de las llamas que la estaban devorando. Iría a verla cuánto antes, el próximo día de visita acompañaría a Claudine.

Ya no dudaba de que Elvira no quería verlo, nunca estaba en casa, aunque la había llamado muchas veces. Sólo habían cruzado dos palabras por teléfono el domingo siguiente a la balacera, pero no la había visto en toda la semana y ya era viernes. Se negaba a atender sus llamados, siempre le repetían lo mismo: "que se había marchado hacía un momento" y las veces que tocó el timbre de los Fleyer, la sonrisa casi compasiva de Laura le estaba cantando por anticipado el reiterado ausente.

"... Y cómo es él, ¿en qué lugar se enamoró de ti...?
...Pregúntale, ¿a qué dedica el tiempo libre...?"

Desde la buhardilla había observado, sin éxito, todos los movimientos de la casa de enfrente. O salía muy temprano, cuando él estaba en la calle haciendo trámites o en el horario de la Facultad. Sabía que estaba perfectamente bien, pero no quería comunicarse. Tenía que asumir, sencillamente, que lo había dejado y no se explicaba la causa, porque no podía saber nada de lo de Alicante, sus amigos eran leales y Elena misma no estaba en situación para contarle a su hermana una aventura que la involucraba y había acabado sin reproches ni lágrimas. Eran adultos y sabía que Elena la quería demasiado para lastimarla. Había sido la ocasión, la soledad y la voluptuosidad del aire marinero que los había encandilado. No había duda de que toda la culpa la tenía el Hache Hache o Jota Jota ése de Suiza que la había deslumbrado con la propuesta del viaje.


Elvira evocaba el día emocionante que había pasado con esa gente sencilla que la había esperado con un sabroso almuerzo campestre y los mejores caballos para que montaran ella y sus invitados. Por la tarde habían galopado los tres, guiados por el Currito, quien los llevó por la dehesa hasta el linde del monte bravío.

Helmut había llevado la cámara y filmó panorámicas de lugares inaccesibles en distintos momentos del atardecer para captar fugaces efectos impresionistas con los cambios de luz y sombra. Se sentía contenta, pues recordaba los rostros agradecidos y felices de Amparo y de doña Luciana, cuando vieron las bonitas telas estampadas que les llevaron los Hadenbalt junto con el cajón de vino que habían comprado para los hombres durante el trayecto.

El día había sido completo, porque volvieron cerca de las diez y luego Helmut insistió en ir a cenar a un restaurante típico, que se había inaugurado hacía pocos días. El sitio era muy coqueto y él estaba muy entusiasmado, porque pudo lucirse con el piano y Silke entonó varias canciones en alemán, que después se encargó de traducirle con paciencia. Los bocadillos eran exquisitos y luego siguió el goulash con unos ñoquis pequeñitos que tenían un nombre difícil que empezaba con S, pero que no lograba pronunciar, aunque lo mejor fue el arrollado tibio de manzana ácida con helado de crema. Todavía retenía el sabor acidulado en el paladar.

Había sido un día tan feliz, que había olvidado por unas horas la terrible duda que la asaltaba con respecto a la conducta de Gastón en Alicante. Miró el tocador de madera de palo de rosa que él le había regalado para su cuarto, al cumplir un mes de novios, y el moño azul en el estuche con toda una colección de perfumes en miniatura: "Para que te pongas una gota distinta tras la oreja cada día de la semana, aunque a ti ni te hace falta" —le había dicho con su sonrisa seductora— "No sabía qué regalarte, espero que te guste mi elección".

Le confesó que la había observado a hurtadillas cuando paseaban por el centro comercial. "Es la única vidriera que te atrae y estos frasquillos entonan muy bien contigo que eres toda fragancia".

Indudablemente, si quedaba una remota posibilidad de que el vestido hubiera sido comprado para ella, los cumplidos de Gastón le confirmaban lo contrario: él sabía perfectamente que no le atraían ni la ropa lujosa ni las joyas.

Eran más de las doce de la noche, estaba cansada y ya iba a apagar su velador cuando descubrió la nota de Laura sobre la mesita: "Te han llamado Claudine y Gastón, dijeron que te comunicaras, que era urgente".

Elvira pensó que era tarde para llamar a su amiga, en la casa se acostaban temprano y no le quedaba más remedio que hablar con él. Hizo un esfuerzo para dominar el rechazo que sentía por llamarlo. Se había prometido no hacerlo, mientras no le aclarara quién era la destinataria del traje y el tema tenía que partir de Gastón para no delatar a Nuria que se lo había mostrado ingenuamente, segura de que iba a darle una alegría. Marcó el número y él la atendió de inmediato como si hubiese estado esperándola. "¿En dónde has estado, mi amor, qué te está pasando?". Y cortarlo de plano con la frase seca: "te hablo sólo para saber qué necesitas".

Sintió angustia al conocer el motivo del llamado, hubiese querido correr a abrazarlo para protegerlo de todo mal, pero se contuvo tratando de mostrarse cortés pero lejana, era demasiado grande la humillación y la certeza del engaño. "Tienes que cuidarte tú también, todos esos mafiosos están dispuestos a cualquier cosa, nos vemos".

Sentía un frío intenso, desde el umbral del pintoresco sueño, mientras se deslizaba, cuesta abajo, por empinadas pistas de esquí, en medio de la caliente mañana madrileña y se ovillaba tiritando bajo las sábanas, para cobijarse en la comarca más recóndita del subconsciente, cuando escuchaba rebotar el llamado imperativo e itinerante, que la escocía como ese viento transversal y empecinado que le fustigaba los temporales para clavarle alfileres a través del descenso abrupto por la pendiente nevada. Elvira se debatía incierta y vertiginosa, entre las raudas imágenes de cielo gélido y suelo congelado, mezcladas con las voces blancas que venían de afuera, desde muy lejos, insistiendo, reclamándola, obstinadas, aunque ella se resistía a escucharlas. Un miedo subliminal la aferraba horizontalmente, reteniéndola entre sus vítreos tentáculos viscosos y se fue incorporando lentamente, confundida por el grito ronco y angustioso de su hermana que golpeó como un piedrazo en caída libre sobre los negados oídos, era una granizada de hielo seco que se descargaba con saña sobre los sentidos dispersos y entreabrió los ojos todavía velados por oníricos resplandores para descubrir, aterrada e incierta, el peso de todo el dolor del mundo plasmado en la cara descompuesta de Laura, de pie, cual un espectro inmóvil, suspendido en el marco de la puerta:

—Elvira, mamá está muerta. (Continúa...)


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CAPÍTULO I - CAPÍTULO II - CAPÍTULO III - CAPÍTULO IV - CAPÍTULO V - CAPÍTULO VI CAPÍTULO VII - CAPÍTULO VIII - CAPÍTULO IX - CAPÍTULO X - CAPÍTULO XI - CAPÍTULO XII - CAPÍTULO XIII - CAPÍTULO XIV - CAPÍTULO XV - CAPÍTULO XVI CAPÍTULO XVII - CAPÍTULO XVIII - CAPÍTULO - XIX y EPÍLOGO

Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

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