Novela Río

Capítulo X

“Tristeza não tem fin / felicidade sim / A felicidade é como a pluma / que o vento vai levando pelo ar”.

La lluvia golpeaba intensamente sobre el vidrio, mientras el autobús avanzaba velozmente por la carretera espejada y brillante, como una pista de patinaje.

¿Cómo había podido ocurrir aquello? Su niña mimada en poder de esas fieras… ¿Por qué la había descuidado así? No, no podían habérsela llevado, y ¿qué había hecho para protegerla, él, que la había visto crecer a su lado? Nada.

Ni siquiera la había recordado una sola vez desde el encuentro con Elena como si la hubiera borrado definitivamente de su vida. ¿Cómo pensar en otra cosa que abandonarse a esa pasión avasalladora, a ese vértigo de deseos contenidos que lo rebasaba, que lo desbordaba por entero?

Nunca había amado con esa intensidad, con ese delirio. Sus romances anteriores habían sido simples juegos de amor juvenil, fugaces e intrascendentes. Pero ahora había sentido la fuerza arrolladora de la pasión del hombre, la necesidad impostergable de estar con esa mujer para siempre.

Sentía que estaba naufragando, que había perdido el rumbo y navegaba a ciegas en medio de la tempestad y bajo un cielo de pizarra. Su tiempo interno se reflejaba por la ventanilla, se amalgamaba con él: había cambiado el viento y le parecía respirar un aire denso y ceniciento de borrascas.

Del otro lado del pasillo, una pareja dormía abrazada y Gastón pensó que la dicha también lo había visitado a él, pero ahora lo abandonaba y ya estaba viviendo el tiempo de descuento.

Y era él mismo quien la dejaba ir, cada vez más lejos con cada mojón que se alejaba por la ruta. Primero había abandonado a Elvira, ahora a Elena, viajaba sin brújula con rumbo incierto y vacilante, entre la niebla espesa.

Volvía a Madrid pero, ¿dónde podría encontrar a la niña? ¿Cómo? ¿A quién podría recurrir? ¿A quién preguntar? Si él más que nadie la conocía.

Le parecía que sus actos eran automáticos, sin proyecto ni plan alguno, creía que ya le era imposible controlar su vida, que estaba actuando por impulsos ciegos, que había dejado el timón a la banda, después de extraviar su rosa de los vientos. Veía pasar los puentes y los sentía como barreras como límites infranqueables que lo separaban de la felicidad que iba quedando atrás bajo aquel sol ardiente del Mediterráneo, oscurecido de pronto por la más tenebrosa de las brumas.

Percibió, distante y apesadumbrado, que poco a poco, el autobús iba aminorando la marcha hasta detenerse junto a la banquina. ¿También eso? Más demora, más tiempo interfiriendo inoportuno para perderlas a las dos inexorablemente.

No se trataba de un desperfecto mecánico ni de una parada para merendar. Era un control inesperado de la policía regional. Buscaban a alguien y solicitaban la documentación de todos los pasajeros.

Los hombres caminaron por el pasillo, mirando a los viajantes. Antes de que le llegara el turno, mientras le alcanzaba al gris su tarjeta de identidad, tuvo el presentimiento de que lo buscaban a él:

—Señor, va a tener que acompañarnos, tiene que prestar declaración por un asunto ocurrido, frente a su domicilio, descienda, porque va a continuar el viaje con nosotros.

Las horas se estancaban en el cuartelillo y las preguntas no acababan nunca. No sabía ya cuántas veces lo habían interrogado por lo mismo. La hipótesis del asalto ya no servía, pues las autoridades estaban seguras de que entre los dos hechos había una estrecha vinculación. No podía ser casual que hubieran atacado a dos jóvenes, hijos de familias vecinas, mediando un intervalo de tiempo tan corto. Había una nueva causa penal abierta y otra citación judicial.

Otra vez tuvo que contar ante el oficial los pormenores del ataque punto por punto. La indagación iba más lejos: si en Costa Blanca no había tenido contratiempos, si nadie lo había molestado a él o a sus amigos, si habían sido vacaciones normales, sin incidentes…

Afortunadamente nadie había mencionado a Elena. No quería ocultar nada, pero tampoco agregar detalles que pudiesen perjudicarla inútilmente. Sabía perfectamente que nombrar al Tigre hubiese empeorado la situación. Sólo se basaba en sospechas y ese pájaro de cuentas tenía amigos poderosos. Tenía que hablar con Elena y avisarle, pero ya era tarde para decirle que conocía el cono oscuro de su vida y nunca le perdonaría la simulación. Y por otra parte, ¿qué revancha podían tomar esos mafiosos si se veían acosados por la policía? No, no podía arriesgarse, porque la vida de las dos hermanas corría peligro. Esa gente era capaz de todo, ya lo había demostrado con creces. Tenía que actuar rápido y con suma cautela.

Salió de la comisaría agotado por tantas preguntas, pero con un camino trazado: llamaría a Juan Bossen. Él más que nadie conocía los lugares que frecuentaba Elena, pues estaba obsesionado con ella, más o menos como él —admitió con franqueza— aunque desde mucho tiempo atrás.

Al llegar a la notaría vio al guardia en la vereda de enfrente. No había gente en el despacho de Don Enrique. Seguramente, el escribano, al no contar con su ayuda, había salido por trámites con su secretario. No quiso ir a los fondos que comunicaban con la casa familiar, a la que se accedía por la otra calle para no preocupar a Nuria con el incidente policial. La saludaría más tarde, cuando se relajara un poco. Eran demasiadas tensiones.

La campanilla del teléfono comenzó a sonar. Era Juan Bossen y quería entrevistarlo enseguida, le había rebotado la intención.

—¿Cómo sabe que acabo de llegar? —le preguntó extrañado.

—Quise alcanzarlo en la calle, pero usted fue más rápido, ¿desea que me acerque?

—No, no hace falta, por aquí hay mirones, ya salgo, espéreme en el Café de las Dos Esquinas, todavía mi familia no me ha visto.

—Bien, allí estaré.


Gastón se acercó al licenciado que estaba sentado en una mesa de atrás, y parecía impaciente. Ya no luchaba contra el cigarrillo, estaba entregado.

—¿Y bien, ¿supongo que está al tanto de lo ocurrido? —lo interrogó, dándole la mano.

—Sé que la secuestraron, pero nada más…

—Creo que frustré una tentativa anterior.

—¿Usted, explíqueme? —“Era un día de sorpresas nefastas”, pensó Gastón.

Había venido a verlo hace unos días para saber cómo le había ido con la traducción, era tarde y como observé las luces de su oficina apagadas, no quise molestar a la familia. Esperé un buen rato y ya me iba, cuando la vi a Elvira corriendo y me di cuenta de que la seguía un auto. Pero eso no tiene importancia comparado con lo de ahora… ¿Usted ha sabido algo de Elena?

Gastón sintió el golpe directo al sentimiento. ¡Cómo había sufrido, Elvira, cómo lo habría buscado…!

—Mire, creo que tenemos que ir a los lugares que ella frecuentaba , Yo la encontré hace tiempo, en un club nocturno del centro, y usted conoce algún otro sitio?

—¿Ha oído hablar de “Las diez rosas"?

—Gastón se puso serio y empalideció. Sentía el corazón esponjado, era una andanada de impactos: uno tras otro.

—¿Elena frecuentaba también esa cueva? —preguntó dolorido.

—No sé, pero es la guarida del Tigre. Allí proyecta sus eventos y reúne a sus mujeres…, tiene una socia del ambiente.

—Siempre creí que tenía el estudio en una galería, cerca de la Universidad…

—Ésa es su pantalla, pero esto es otra cosa, ¿me entiende?

—Creo que estoy entendiendo ¿Y dónde está ese monasterio?

—¿Usted anda con coche?

—Sí, lo uso poco, porque me gusta caminar, pero vamos a correrlo ¿adónde queda exactamente?

—Yo le indicaré, no es tan fácil llegar allí, está en las afueras y muy escondido.

—Nos vemos esta noche, ¿a las once le parece bien?

Se despidieron. Gastón dio vuelta a la manzana para evitar pasar por la casa de Elvira y dobló por la calle lindera para entrar por la puerta principal de la casa familiar.

Su madre estaba sentada en la sala leyendo una revista de floricultura y se le iluminaron los ojos al verlo. La abrazó con ternura y le entregó unos turrones para el tío y un chal que le había comprado en la falla.

Nuria miró los encajes complacida y se levantó a buscar gaseosas, después de ponerse la prenda sobre los hombros.

—Yo también tengo algo por los veinticuatro —le dijo, abriendo el cajón del aparador y sacando un paquete envuelto en papel de regalo. Era una fina camisa de hilo. Gastón le dio un beso y la dejó sobre el mueble.

—¿No te agrada? ¿Cómo es que no te la pruebas, si tú eres como yo y nunca esperas ni un segundo para estrenar la ropa?

—Mira, madre, es preciosa y ya me la pondré más tarde, pero estoy preocupado por Elvira. ¿Qué sabes tú de eso?

—Ni te imaginas lo que venía sufriendo esa chiquilla. Primero lo de la madre y ahora…

—¿Qué me dices, qué le ha pasado a doña Lucía?

—No, a doña Lucía nada le ha ocurrido o, más bien todo, con esta desgracia del rapto. Hablo de otra cosa. La madre legítima de Elvira era otra, parece que habían enmascarado los documentos y nunca le habían dicho nada a la muchacha. La madre auténtica era una secretaria de don Diego que murió accidentalmente, cuando la niña era muy pequeña y siempre se lo ocultaron…

—Esto que me cuentas es terrible, pero luego me lo explicas, madre, ¿Qué sabes tú del secuestro?

—Lo que saben los vecinos, en realidad, muy poco.

—¿No te enojas, madre, si salgo un momento?

—Acabas de llegar, pero si quieres…

— Sólo un par de horas, veré si encuentro al tío y sabe algo más de Elvira.

No podía perder un minuto más. Quería ver a la anticuaria ya mismo. Pero esta vez iría en coche, caminar por esas calles , aunque fuese de día le causaba aprensión. No demoraría más de diez minutos en ver a la señora Dapervist.

Sacó el Fiat celeste de la cochera y arrancó como un cohete. La anciana no se había equivocado, le había leído el destino con exactitud. Ya no podía rechazar la hipótesis de los poderes clarividentes de algunas personas. Todo era posible en la vida y nada muy seguro.

Estacionó en la esquina y se acercó despacio al local. La puerta estaba cerrada con candado y la vidriera sucia de tierra. Sintió un profundo desasosiego y la corazonada puntual, antes de leer el cartel que decía: CERRADO POR DUELO.


Nuria levantó las copas y volvió a guardar la camisa en el cajón del aparador. Se sentía inquieta porque pasaban las horas y Gastón se demoraba.

Su hermano había vuelto hacía un rato y se alegró con la llegada precipitada del sobrino, ni siquiera había traído su mochila, la iría a buscar después o se la alcanzaría Esteban, me dijo que salía a buscarte —le aclaró Nuria.

Y el escribano: que no, que no lo había encontrado en la calle ni tampoco en la Municipalidad, estos mozos de ahora no tienen horarios...Voy a descansar y me avisas si llega...

Nuria se acercó al piano y abrió la tapa. A veces le gustaba tocar algo para relajarse, pues la música la sedaba y la devolvía a ese pasado inolvidable de giras y canciones. Ya se disponía a iniciar la melodía, cuando reparó en el pequeño bolso negro que su hijo había dejado sobre el piso.

Se levantó y desanudó el cordel. El saco estaba lleno de arena y salió al patio para sacudirlo. Sobre las baldosas en damero cayeron una toalla limpia, seca y algunos papeles. Eran sólo facturas, pero le llamó la atención la última, muy bien doblada, por el precio elevado.

Intrigada, la observó con detenimiento, arriba se leía: "traje de novia" y Nuria se sobresaltó y abrió desmesuradamente los ojos cuando pasó al renglón siguiente: "Entregar a la señorita Ayala Fleyer": Nuria miró otra vez la factura, la fecha era del 25 de junio y había un sello que decía pagado.

Entonces no la habían raptado, se había reunido con él en la costa. Pero, ¿desde cuándo habían planeado esa fuga? Su hijo la iba a escuchar y ¡cómo! ¿Pero qué se había creído? Con toda la policía patrullando el barrio y la cédula del juzgado. Doña Lucía y los hermanos desesperados preguntando en todas las casas. Pero, ¿cómo, Gastón, les hacía esto? Si Elvira y él se habían criado juntos,
¿por qué callarlo?

¡Qué vergüenza! y ahora ¿qué hacía allí solo? ¿Había dejado plantada a la muchacha como si tal cosa? Tenía que tranquilizar enseguida a esa pobre madre, que se iba a morir de angustia.

Nuria caminaba por la sala y miraba el reloj contando los segundos. ¡Y su hermano, que tenía tantas ilusiones con Gastón!.Que se casara así, de buenas a primeras.

¿Y por qué lo habrían ocultado, ¿acaso, Elvira.? Se sentó en el sofá. Pero, ¿cuándo?, sólo había visto a la joven el día que su hijo salía de vacaciones. Sí, ese mismo día y luego vino lo de la partida de nacimiento y el trabajo.¡Con razón le había parecido tan triste! ¿Había dejado el nuevo empleo para reunirse con él? ¿Se habrían casado en secreto en Alicante? ¿O tal vez había sido una prueba de amor y ahora ese pillo estaba arrepentido? Tenía a quien salir...

El teléfono comenzó a sonar y fue a atender. Era el licenciado Bossen: que Gastón se comunicara con él en cuanto llegara.


Volvió al Fiat y sacó de la guantera un callejero para buscar la dirección del Archivo General de Prensa. No la encontraba y después de varios minutos se lanzó a una búsqueda itinerante. Visitó las sedes de cada diario, una por una. Le parecía que la tarde le quedaba chica. En cada sitio, solicitó a los empleados todos los ejemplares de mayo y de junio y se entregó a la exploración afanosa de la crónica policial. Aunque su empeño resultaba vano, no lo conformaba la posibilidad de una mera coincidencia.

Ya había recorrido varias instituciones cuando descubrió en un matutino los datos de la anciana en la página de necrológicas y pudo rescatar la fecha del sepelio: había sido dos días después de la traducción, mientras él estaba internado en la clínica.

Sólo le quedaba por visitar un periódico amarillista de poca tirada, que había sido clausurado varias veces y sobrevivía en la clandestinidad. Sabía de él por los comentarios de la facultad y no tenía ganas de ir a la imprenta que lo publicaba, pero no perdía nada en hacerlo y tal vez detectara algún indicio.

La decisión fue acertada. En la segunda página, encontró un titular perdido entre la maraña de volantas y copetes truculentos; decía simplemente: "Muerte dudosa de una anciana".

La noticia que seguía era breve:
"
Se encontró el cadáver de una septuagenaria en la vivienda contigua al local de antigüedades de su propiedad. La mujer presentaba un golpe en la nuca y había signos de violencia en el interior del domicilio".

Caía la noche y, Gastón, pensó que su madre estaría alarmada, pero no quería llamar y dar explicaciones. Ya había pasado mucho tiempo y la situación era cada vez más grave. Tenía que volver a la casa de antigüedades y tratar de entrar de alguna manera. La oscuridad lo favorecía y no había vigilancia. Recordó, con pena, la amabilidad y la simpatía de la viejecilla. Este crimen probablemente se habría caratulado como robo agravado por homicidio y habría pasado sin lágrimas a los archivos de tribunales. Sintió un nudo en la garganta y respiró hondo.

Al llegar al local, no vio a nadie. Había observado más temprano que junto al negocio había una puerta abierta, seguida de un largo corredor. Entró silenciosamente y con cautela. Observó una puerta en el fondo y otras dos laterales, a la derecha, pero no se escuchaba ningún rumor. Eran departamentos antiguos y parecían abandonados, salvo el primero, que comunicaba con el local de antigüedades y seguramente era la vivienda de la señora Dapervist. Avanzó con sigilo y a los pocos metros se detuvo apoyándose contra la pared, porque le había parecido escuchar algo, tal vez un rebote de pelota, como si alguien jugara a la paleta, en medio de la oscuridad, usando uno de los muros del corredor como frontón.

Gastón siguió avanzando en la negrura y el peloteo acabó de golpe. Otra vez reinaba el silencio y reanudó la marcha resueltamente hasta que descubrió la silueta arrebujada entre las sombras. Se aproximó más, sin temor, y la vio. Era una niña llena de bucles de ocho o nueve años de edad.

—¿Qué haces tú aquí, pequeña? —le preguntó con dulzura.

—Ella me invitaba a probar sus pasteles. Yo la ayudaba a recoger las moras y las ciruelas rojas de sus árboles.

—¿La señora Dapervist?

—¿Y qué haces tú aquí, tan sola? ¿Cómo te llamas?

—Andrea .Estoy esperando a mi madre, es enfermera y regresa tarde.

—¿Y tu padre?

—Mi padre murió.

Gastón la miró tiernamente. La niña le recordaba a Elvira…, cuando la vio por primera vez.

—Ah… ¿Y tú vives aquí?

—En la casa del fondo, pero tengo miedo.

—¿Y a mí no me temes?

—No, tú eres su nieto, yo te he visto antes…

—¿Me espiabas, niña?

—Siempre miraba a los que entraban tarde, ellos la mataron…

—¿Quiénes, niña, quiénes la mataron?

—Eran dos, el que entró tenía bigotes, el otro, más joven, esperó aquí, detrás de la puerta de la calle. Ella me cuidaba hasta que llegaba mi madre del hospital y yo no tenía miedo…

Gastón le acarició los bucles.

—Sin embargo, adentro estarías más segura, cierras la puerta y te escondes bien, así no te encuentra nadie.

—Bueno, pero yo la extraño.

—Yo también la extraño, mira voy a saltar la tapia y revisaré la casa de la señora por dentro, tú, si ves algo, empieza a pelotear.

Gastón trepó por el muro, saltó al otro lado y entró. Pasó por la trastienda y encendió una lámpara de pie con luz baja. Nada quedaba de aquella deliciosa botica del cielo. El ambiente estaba desordenado y faltaban casi todos los adornos. Sobre la mesita vio pocillos vacíos y ya se retiraba, cuando descubrió las hojitas de té agrupadas sobre el cristal: dibujaban claramente una N.


Al lado seguían otras esparcidas y más adelante, lo que había sido una Y, algo ladeada. La anciana había descubierto a su asesino, antes de morir y lo señalaba —meditó apesadumbrado— al apagar la luz y avanzar cabizbajo hasta el patio. Apoyó las manos en el borde de la pared, se encaramó y se deslizó al pasillo.

La niña lo miraba admirada, "¿dónde estás, Elvira, con tus ojos de asombro y tu boca agridulce? ¿Cómo recuerdo el sabor de tu sonrisa, si nunca te besé?, ¿o sí?, cuando robábamos frutas rojas de los huertos y salíamos corriendo y te caíste, llorabas tanto y te sequé las lágrimas a besos, recuerdo tus mejillas aciduladas con gusto de ciruelas silvestres, te volviste de golpe y me quedé muy quieto para rozar tus labios a propósito, ¿tenías diez?, cuando echados en el pasto, corríamos las nubes: hoy gana La Sombra, ahí llega Gatúbela, me juego por Rocinante...".

—Ya observé todo y tú has vigilado muy bien, Andreíña.

—¿Cómo te llamas?

—El gato Gastón, ¿has visto qué bien salto? Debo marcharme, pero no quisiera que te quedaras sola en la calle. ¿A qué hora regresa tu madre?

—Está por llegar, son más de las nueve.

—Bueno, ahora me toca a mí: voy hasta el coche y hago de imaginaria desde ahí para que no tengas miedo. Te prometo que me quedo hasta que ella vuelva. Tú entras en la casa y cierras bien la puerta. Sabes, Andreíña, a mi madre le encantaría que le hicieras compañía por las tardes, mientras la tuya trabaja ¿te gustaría a ti?

—Pues claro...

—Tiene muchos recuerdos y objetos bonitos como la señora Dapervist, es artista y ha viajado por toda América. Se llevarían bien, tú estarías segura y ella, contenta, yo ya soy grande y con mi tío se aburre.

—¿Lo dices en serio?

—Palabra de gato. Vivimos muy cerca de aquí y yo las podría alcanzar por la noche. Ahora, voy a mi puesto vigía, toma mi tarjeta y dile a tu madre que se comunique con Nuria o con Gastón.

Al salir vio que la lluvia había cesado y en el cielo se asomaba, brillante, el lucero. La señora Dapervist estaría contenta: su joven amiga iba a estar acompañada.

"Elvira, ¿habrás recordado que a los once te besé las pequitas de la nariz bajo el pino de Navidad y te enojaste, que en las noches de verano junto a la piscina contábamos luciérnagas vagabundas? ¿Dónde te han encerrado, mi pequeña? ¿Dónde te tienen?"

Apoyó la cara sobre el volante. Por los ojos nublados se le escapaba el alma a los gritos.


La puerta desvencijada se abrió apenas para dejar en el suelo un emparedado, envuelto en papel de diario y un jarro con agua. Las pisadas se alejaron por el corredor que moría junto a la mísera letrina y luego las oyó por la escalera que sellaba aquella vetusta puerta que se cerraba de golpe.

Esa noche se habían repetido los cánticos y los pasos fantasmales, pero no había visto a nadie ni siquiera había oído la voz de los delincuentes. Quizá se sentía más segura al desconocerlos, aunque la espera aumentaba su angustia y su imaginación la acosaba con ideas macabras.

Pero esta vez no había escuchado el cerrojo. Elvira avanzó con sigilo, ascendiendo a ciegas por los escalones casi destruidos y presionó con toda la fuerza de su cuerpo sobre la hoja de madera, que chirrió lúgubremente al abrirse. Observó el galpón en penumbras, atestado de botellas y cajones vacíos. Sobre uno de ellos alcanzó a ver la rata, que se escabullía veloz y la envidió. Otra escalera de caracol ascendía en la penumbra: hacia arriba se filtraba un tenue resplandor. Subía lentamente, cuando con horror vio girar el picaporte y la capucha negra que se asomaba por la abertura. De un salto, ganó el último peldaño y sacando el trozo de plato escondido en la pretina del jean, levantó el brazo y asestó el golpe en la cara del enmascarado, desgarrando el tejido y la carne. Vio el chorro de sangre, el brusco movimiento de sorpresa hacia atrás y oyó el aullido de dolor, pero ya estaba fuera de alcance, cuando escuchó los insultos a la distancia, corriendo a través de la noche con el resto de la energía que le quedaba. En el límite de su resistencia, desafiaba resuelta el riesgo final o la salvación. Bajo la luz astral vio los árboles como espectros protectores, se sentía débil, pero sus piernas respondían más a su voluntad que a su vigor y avanzó hacia el bosquecillo. Corría sin parar a través de la bella penumbra, guiada por el instinto y los reflejos estelares. No abandonaba la carrera, aunque las ramas le laceraban los brazos y la cara. Cada queja de la hojarasca que dejaba atrás era un nuevo estímulo hacia la libertad. Atravesaba el campo en plena noche y sentía que se ahogaba, parecía que iba a estallarle el corazón, pero no abandonaba la carrera. A lo lejos, espejeaban, los destellos plateados de los faros como una esperanza.


—Que sí, que la encontró el Felipe, a ocho cuadras de la ruta, que iba en el sulky con los tarros de leche para el tambo, y que el zaino no quería seguir para adelante y el Negrito saltó del carro y le ladraba como loco para que parase, que si no la atropella... Estaba desmayada entre la maleza e iban a trillar el día anterior, que menos mal que había tormenta y lo dejó para después, porque estaba como muerta y toda empapada por la lluvia y el Felipe la llevó a su casa y la Amparo se puso como loca, te acuerdas, desde que murió la Dolores, no quedó nunca bien y llamaron a doña Luciana, que la revisó, la lavó y le puso la ropa de la Lolita. Y que no era nada lo de la sangre, que no había marcas de preñez, que sólo era lo normal de las mujeres y que lo de la cara eran sólo rasguños. Y le dio esos buenos remedios de hierbas que ella prepara. Y el Currito anda diciendo que se parece a la Inmaculada, pero que es muda o que se le ha cortado el habla con el golpe y que sólo se abraza a la Amparo y a la vieja y llora que te llora, pero ni media palabra. Yo le dije al Felipe, que tuviera cuidado con la poli, a ver si era una comunista, pero casi me mata, que no me metiera y tampoco hablara con nadie. Y la Inés dice que a lo mejor se escapó de la villa de los rosales, porque ahí se ven mujeres que rezan y a lo mejor las tienen obligadas. Pero a mí se me cruza que no, que eso es otra historia, una casa de mala vida, seguro, y el Ramón que tampoco, que ahí se juntan los comunistas, pero chito, que si se entera el Felipe que le contamos algo a los grises, nos mata a todos, porque sabes como quiere a la mujer y dice que la Amparo ha vuelto a ser la de antes desde que trajeron a la muchacha. (Continúa...)


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CAPÍTULO I - CAPÍTULO II - CAPÍTULO III - CAPÍTULO IV - CAPÍTULO V - CAPÍTULO VI CAPÍTULO VII - CAPÍTULO VIII - CAPÍTULO IX - CAPÍTULO X - CAPÍTULO XI - CAPÍTULO XII - CAPÍTULO XIII - CAPÍTULO XIV - CAPÍTULO XV - CAPÍTULO XVI CAPÍTULO XVII - CAPÍTULO XVIII - CAPÍTULO - XIX y EPÍLOGO

Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

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