Novela Río

Capítulo I

El mazo se elevó lentamente partiendo en dos mitades el espacio de la sala.

A un lado, quedaba la verdad, la vivencia revolucionaria, la juventud, el pasado...

Al otro, hundida en sí misma yacía la oscura mentira, la sorda conspiración que había llevado a Elena al banquillo de aquel tribunal de justicia. En ese lado se perdía la inocencia, la libertad de hablar, de vivir; ahí vivía un nuevo martirio creado por un régimen zafio que se bañaba en el hedor de su propia crueldad.

Ese Madrid de 1970 sonreía tímidamente desde la calle, la única sonrisa permitida por aquellos rudos hombres uniformados de gris que permanecían inalterables flanqueando ambos lados del banquillo en que estaba sentada. Ese Madrid que ella amaba, su universidad, su Retiro, su Cibeles y su barrio de Carabanchel, donde tantos amigos suyos pasaban los días escondidos al exterior tras gruesos barrotes de hierro y odio, ese Madrid le devolvía la mirada turbia reflejada en los crueles ojos del togado que iba a enviarla durante más de veinte años a pagar su rebeldía.

El mazo llegó a un punto en el que pareció vacilar, detenerse, recapacitar sobre su propia decisión. Mas no había opción. Desde algún oscuro despacho del ministerio, algún torvo funcionario había clavado en la ficha de filiación de Elena una orden: prisión.

Cuando el mazo cayó sobre la madera, el tiempo se detuvo un instante, lo justo para que Elena percibiera que su libertad, su amada libertad era un sueño del pasado.

Manifiestos, escritos, comentarios... Discursos...

Humaredas de polvo, neblinas estampadas... ¡El Olimpia, Paco Ibáñez! Más que voces, fueron luz que iluminó, por un momento, el angosto sitio y levantaron su ánimo. Sin embargo, el lápiz que aprieta entre los dedos parece adquirir vida propia con el hálito de muchos otros recuerdos que se le agolpan, estruendosos, en las figuras geométricas que dibuja inconscientemente en la única hoja de papel que le queda. Los tres magistrados, lacayos, o lo que sean, parlamentan en silencio parapetados detrás de la recia mesa de madera del estrado.

Mi madre se sentó anoche a la mesa con nosotros nueve y sus seis nietos y contempló su obra familiar envolviendo la mirada complacida que dirigía al fondo del salón en una sonrisa ensimismada. Su cabeza estaba bien erguida, como si el panorama familiar se extendiera más allá de la pared y sus ojos alcanzaran a contemplar, traspasando los muros, no sólo la mesa donde nos hallábamos sus hijos, sino infinitamente más allá: las mesas de Navidad que presidieron sus abuelos y sus padres. Después se recogió, concentrada, para rezar y de tanto esfuerzo como puso en el fingimiento de la humildad disminuyó su espalda y se quedó hecha un ovillo, acentuando la pequeña chepa que le ha traído la edad. El señor ha sido bueno con nosotros se pronunció piadosa, después de bendecir la mesa, y se quedó mirándonos, quizá a la espera de un amén. Repasó a continuación, con la obstinada manía que mi madre tiene de recontar lo evidente, la espléndida salud de que gozamos y se congratuló de la buena posición de sus hijos: todos tenemos ya nuestras carreras terminadas. Aunque no se detuvo a mencionar sus propios méritos, con la precisión que los cataloga para sus adentros, había en su jactancia un implícito reconocimiento para sí misma, no faltaría más. Mi madre hace recuento de lo que somos resaltando siempre con orgullo nuestros indudables valores. Hasta que nos hace reír con cierto estruendo porque sabemos lo que viene detrás. Reímos para evitar el rubor, si no el ridículo. Los pequeños aprovechan las risas para organizar su propio jolgorio, pero les dura poco porque son de inmediato reconvenidos por la abuela. Eso sí. mi madre se reserva una buena parte de su intervención inacabable, y aquí viene lo que esperábamos, para recordarnos no sólo su buen juicio sino el esfuerzo que para ella ha supuesto hacernos crecer de esta manera ejemplar. Nunca hubo dificultad económica en la familia, se explica, ni siquiera en los tiempos más difíciles. Aunque, eso sí, no por la contribución de mi padre, que aportó apellido muy honroso pero escaso dinero, sino por la saneada economía familiar de sus progenitores.

Anoche, acaso con novedad, se guardó en principio los reparos dirigidos a los matrimonios: a mi hermana Silvia, separada y vuelta a casar con José, a quien los chicos en el colegio llamaban ya, y no sin razón, (boca sucia). Se trata de un diletante para mamá, un golfo, un peligro en ciernes. A mi hermano Rafa, casado con una mujer cuyo mayor defecto para mi madre no consiste sólo en que no sea de nuestra misma extracción social, circunstancia que sobra referir, aunque a veces la pena se la haga mencionar, sino en que se empeñe en recordárnoslo con frecuencia con los modos más impertinentes de su clase. La ausencia de mi padre suele ocuparle en su recuento anual una brevísima referencia y, después de lamentarla, como la fecha requiere invariablemente, comenta siempre que era un hombre de gran carácter. Hace un comentario tan ambiguo que no he conseguido nunca determinar, y anoche tampoco, si ese gran carácter que refiere mi madre constituyó para ella un motivo de admiración o más bien es un reproche, y me inclino más a pensar, sin falta de intuición razonable, en esto último. Tal vez por eso llego a la conclusión de que la ausencia de mi padre no es un motivo de especial consternación para ella. Para mí, tampoco. El discurso apenas varía en su esencia y dejamos a nuestra madre complacerse en su ventura como una parte más del rito familiar. Esta vez lo completó, por ejemplo, el belén del porche del jardín: no basta que lo sepamos, es necesario recordar cada año que nuestra abuela adquirió en Roma a principios de siglo sus figuras napolitanas de indudable belleza. Mamá describe, otra vez, desde que éramos niños, cómo fue su delicado transporte. Luego habla del árbol de Navidad que ella decidió instalar en el centro de la piscina por primera vez en 1950, antes de esta moda que lo ha vulgarizado tanto. Todos los años rememora las dificultades que nuestro padre opuso a este empeño suyo, del que se siente ella tan orgullosa. Papá tenía a su parecer graves dificultades para complacerse en el lujo y veía como un gasto inútil y de gusto dudoso el hecho de limpiar la piscina en diciembre e iluminarla tan sólo para el capricho del árbol de mamá. Pero ella lo cuenta de otra manera y anoche lo hizo lamentándose de las dificultades que se imponen en este tiempo a su ambiciosas iniciativas. Esto cuesta más cada año, hijos míos porque el servicio es muy escaso y la gente está por vivir de cualquier manera. No obstante, le agradecemos que se extienda en estas naderías, porque lo peor viene cuando decide interrogarnos sobre nuestras propias vidas y recomienda a Silvia intentar la anulación matrimonial ante el Tribunal de La Rota o anima a Rafa, que sólo tiene un hijo, a traer la parejita. Es entonces cuando Delfina, su esposa, presenta los argumentos que le parecen propios, con la general anuencia de todos nosotros, y mi madre, con dignidad ofendida, recuerda que aquélla es su casa y cuáles son los modos de su familia.

El guión es inalterable, año tras año, y naturalmente hay un momento en el que todos corean al unísono y no sin sorna. Ahora, mamá, ahora le toca a ella. Bajando los lentes hasta la punta de la nariz, como si acentuara su propia caricatura, y con la incapacidad que la caracterizaba para percibir la burla, mamá se dirige a mi y se lamenta: ¿es posible que yo muera, hija mía, sin verte casada como te mereces? Eres la única que queda, Elena, y son veintinueve años ya: veintinueve, hija mía, Carmen suele decir para mi consuelo, y anoche volvió a cumplir con su socorro, que más vale sola que mal acompañada, defensa que se diría que mi madre no escucha sino fuera por el rictus de desprecio con que obsequia a Carmen. Y no deja por eso de seguir hablando. Pero ese chico de Roma vuelve a la carga, ese tal Mauricio... ¿ya no os veis, Goñi?. Me guardo de decir que Mauricio es un amigo, sólo un amigo, y oculto que de todos modos a Mauricio le interesan poco las mujeres. Cuando Mauricio viene a Madrid envía flores a mamá por mi cuenta y los dos acudimos a La Moraleja a visitarla. Mauricio es un chico muy fino, Goñi, pero los años pasan y la gente... yo no sé, lo que pensará la gente de ti, no lo sé, la verdad... Una sombra de preocupación momentánea le ocupa la cara. Mis hermanos se divierten, y mamá, ajena, ida más bien cuando el humor se impone, levanta la copa y hace una especie de oración más que brindis para pedir que el año que viene nuestra Elena nos traiga un marido. ¿Te acuerdas de aquel chico de la Universidad, un sobrino de los García, que quería pedir tu mano? ¡Que gran chico! Pero hija mía, eres muy rara... Y cuando se refiere a mis rarezas saca los ojos por encima de los lentes a ver si consigue concretarlas. Su insistencia acaba, muy a su pesar, cuando uno de mis hermanos, ayer fue Luis, propone que se me deje en paz ante mi resignado silencio. Un suspiro expresó anoche, tal vez como siempre, mi gratitud, o más bien mi alivio. Al final, saturados de champán y de turrones, pero sobre todo de mamá, cada uno se retira a su casa o visita otras casas de amigos.

Es el momento de la despedida espero siempre a que mi madre repita lo del año anterior: Y tú, Elena, sola, una noche como ésta, sola en esa casa, como si no tuvieras familia... Podrías quedarte esta noche conmigo, hija mía, ¿no...? lo dio por imposible: No te entiendo, hija, no te entiendo. Decliné la invitación como mamá esperaba y arranqué el coche con ímpetu, harta de familia. Ahora que lo pienso fue una temeridad alcanzar una velocidad de ciento ochenta por la carretera de Burgos y tomar General Mola como una exhalación. Me ayudó a ello el champán, sin duda, pero también la rabia. Puse la radio, sonó un villancico y no me molesté siquiera en cambiar de onda : la apagué, como si intentara apagar cualquier eco de estas malditas fechas.

Sola, sí, sola. Me encontraba ya en la Castellana, llena de coches a esas horas, la gente en la calle, costumbre de la gente diría mamá; la Navidad fue siempre una fiesta de casa, de familia, en mis tiempos no había un alma en la calle. Y acabé en Archy. Como una huida de mí misma. Ahora me explico por qué no me atrevía a regresar a casa. Quizá porque regresar y volver al espejo me devolvía a mi complicada realidad. La noche de Nochebuena evidencia en sus rutinas, sin duda, la dificultad de ser distinta. También en Archy más bien solitario el lugar a esas horas, como si los figurines de moda que lo frecuentan tampoco consiguieran eludir los ritos familiares me vi a mi misma como una alcohólica que reclamaba con ansiedad su whisky y trataba de mirarse en el vaso para eludir su extrañeza.

No recuerdo más con la maldita resaca. Esta mañana el sol me encontró culpable. El sol siempre ha sido para mi un buen acusador después de las noches inútiles. Para colmo, era la mañana de Navidad y mi hermano Rafa, el primogénito, nos esperaba a mamá y a mi a comer en su casa. No hay manera de que oigas el teléfono cuando duermes, Goñi me reprochó mamá, volviéndome a llamar por el estúpido diminutivo familiar. Ayer me pasé el día intentando recomponer su rostro y no lo conseguí. En cambio, esta mañana, cuando oí su voz en el teléfono, me parecía estar viéndolo con toda nitidez. No comprendí cómo pude haber ligado con un hombre que me fuera menos. La borrachera no es suficiente pretexto cuando la culpa se apodera de ti y sientes una vergüenza inaudita. Quizá avergonzada me entregué a la amnesia.

Fue él el que esta mañana me ayudó a recordarla. Yo había dado unos pasos hacia un rincón del bar y percibí en el lugar más penumbroso, ocultándose de los espejos, el rostro de un hombre con barba que me miraba atentamente. Me escrutaba con descarado acierto y seguro que tras mi apariencia de señora perfectamente catalogable entre las de buena posición y hasta distinguida, estaba reconociendo a una prostituta que disimulaba su empeño con inquieta timidez. Aquel hombre consiguió exasperarme más de lo que yo misma había conseguido exasperarme. Pagaba ya para marcharme, algo ebria, cuando alguien posó su mano en mi hombro y pronunció mi nombre. Era un rostro conocido, pero no conseguí de pronto identificarlo, bien por mi torpeza habitual, incrementada por la bebida, o bien por las desfiguraciones del tiempo. Él se dispuso a que lo reconociera, sin dar más `pistas, con la mirada de espera exigente de quien no entiende que pueda no ser reconocido. Y cuando, por fin, dije ¡Juan! Se abrazó a mi, como quien abraza una emoción antigua, como quien recupera en ese abrazo su propia juventud. ¿Sola? Como siempre. ¡Qué lástima! Habló entre el fastidio y la melancolía. No se lamentaba en realidad de que me hallara sola allí en ese momento.

Su expresión tenía que ver más bien con el recuerdo y se nota cuando los hombres hablan recordando otro tiempo, aunque no nombren el tiempo que recuerdan. No te has casado, claro. Asentí con el gesto, y también con un gesto seguramente artificioso por el alcohol, le pregunté si se había casado él. Reconocí un cierto modo apesadumbrado de contestar, suspirando y frunciendo el ceño para expresar, sin decirlo, que ojalá no lo hubiera hecho. Ha envejecido mucho, tiene mi edad y bien parece que pase de los treinta y tantos. Le favorecen las canas y las arrugas han terminado con la blandura angélica que tenía su rostro en los años de las facultad. Es posible que de haberlo visto por primera vez me hubiera atraído, pero no pude dejar de pensar que se trataba de él. ¿Y la moto, Juan? Reímos los dos de aquellos años en que me perseguía con su moto por los bares de Argüelles, de sus horribles poemas de amor, de sus delicadas formas inaguantables, de sus flores, de sus inoportunas serenatas con la Tuna. Me pregunté: ¿Se acordará Juan del día en que me sorprendió entrando a un bar prostibulario de la calle de La Ballesta? ¿Qué haces tú aquí?, me reprochó desde la decepción, respondí. Anoche se acordaba, sí, porque me preguntó: ¿Te sigue gustando el olor del vicio? Fue acertada su expresión: más que el vicio me gusta su olor, su proximidad. Todos fuimos jóvenes, Juan intenté disculparme, sin saber si él había sacado alguna conclusión sobre mis supuestas aproximaciones al vicio por medio del recuerdo de aquel encuentro imprevisto o bien por otras formas de mis comportamientos en aquellos años. Y de pronto, preguntó recordando: ¿Hubo por fin algo entre Miguel y tú?. Miguel era un viejo profesor de Estructura al que perseguí sin éxito y Juan se empeñó anoche, como otra cara de mi madre, resentido por mi rechazo, en escarbar en el tiempo con la torpe reiteración del alcohol. ¿Te siguen gustando los viejos...? Hacía rato que yo miraba, desentendida, hacia el espejo dónde se hallaba apostada la caricatura de un pijo: un hombre rubio que miraba solícito. Seguramente se había dado cuenta de mi aburrimiento con Juan, prisionera yo de un tiempo que no me satisfacía revivir. Sus vivos ojos azules me despertaron un atractivo extraño que nada tenía que ver con el sexo. Su pelo rizado contrastaba juvenil, con las primeras arrugas de los cuarenta próxima y su papada le otorgaba mayor edad que la que seguramente tenía. Rigurosamente de oscuro, con una corbata y un pañuelo en el bolsillo alto de la chaqueta, Juan dijo: sigues igual, en tu mundo, sin responder a las preguntas que no te interesan, descortés, ajena... empezaba a ser impertinente, recordé que de joven lo era. Sonreí al rubio y él al corresponder con la sonrisa dejó ver una dentadura ordenada y simpática que lo hacía parecer aún más joven, más pícara su expresión, y quizás por todo eso más extraño que pudiera gustarme.

Con la mano le invité a aproximarse, como si quisiera dar respuesta con aquel gesto a la pregunta de Juan y acabar de paso con sus rememoraciones. ¿Estoy molestando? preguntó Juan con enfado. No tengo ningún interés en ligar con el pasado, Juan, quiero divertirme simplemente. Demasiado joven para ti, ¿no?. Me faltó tiempo para contestarle. Quizás no lo hice porque el otro ya estaba con nosotros: Eres la única mujer a la que no he felicitado esta noche, dijo. Te lo puedes ahorrar, le advertí, la Navidad no me gusta. Le preguntaba a mi amiga, dijo Juan, informando al recién llegado y descarando más su embriaguez, si le siguen gustando los viejos... Pero el otro fue rápido en darse cuenta de su necedad: entonces no tendrá dificultad con usted. Por eso mismo, porque hemos envejecido los dos, ahora aquí, solos, esta noche... Se alargaba, no le salían las palabras, titubeó. Pues que le voy a decir, la verdad, amigo mío, parecía que el tiempo nos acercara como unos cómplices ¿lo entiende? No aclaré yo, despectiva, poniéndolo en su sitio y aumentando a la vez mi esfuerzo por seducir al rubio con la mirada. Ni siquiera lo parecía, convénzase esta vez el otro estuvo tan intruso e impertinente que suscitó mi asombro. Pero me divirtió. Juan, ligeramente alterado, le preguntó: ¿Suele hacer esto con frecuencia? Esto, ¿qué?, le respondió con achulada actitud, con provocación. Sí... desconcertado. Interrumpir a una pareja de este modo... La prepotencia era hora de Juan. Tratar de ligar con mi chica. Pero me apresuré a recordar, resoluta, para deshacer el equívoco: Yo. He sido yo. La que ha llamado a este señor. Eres una zorra, Elena se le reavivó el resentimiento, sigues siendo una zorra. El otro, con un modo protocolario que probablemente le impuso la ironía preguntó: ¿Me da su autorización, señorita, para romperle la cara a este señor? E hizo que la palabra señor resbalara dudosa en sus labios, no se preocupe, yo no necesito pedirle permiso a esta zorra, dijo Juan. Y sin más, profirió al rubio un puñetazo de poco efecto que el otro no devolvió, quizás por lástima.

Los recuerdos se detuvieron en el mismo momento que el lápiz que sostenía Elena rasgó un poco el papel donde dibujaba, como si la rabia del mazazo del más serio de los jueces hubiera hecho temblar la mesa en donde se sentaba. Pero la mesa estaba bien aposentada en el oscuro suelo de aquel tenebroso juzgado de Las Salesas y Elena ni siquiera tuvo valor para levantar la vista: las miradas de todos estaban fijas en ella, salvo la del colorado abogado defensor que escuchaba con rabia contenida como la Ley de Orden Público y el Fuero de los Españoles caía verticalmente sobre la cabeza de su joven clienta. (Continúa...)


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Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

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