Lágrimas
de tiempo
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Lydia Ríos Liñán
La habitación estaba a oscuras,
la persiana cerrada, una canción de fondo casi susurrada, de Hocico,
llamada «Espinas del mal», y él, sentado en silencio frente a su escritorio.
La mirada perdida, sin vida… Él sabía que había llegado el momento.
Todo estaba en calma;
ese día, era un día cualquiera, no tenía ningún significado especial,
excepto por las voces en su cabeza, más insistentes que nunca, que
le pedían a gritos la liberación; y la Parca, como buena conocida,
le musitaba melosamente que la siguiera, allá donde todo es eterno:
«no temas», le murmura, «yo te guiaré».
Él siempre había fantaseado
con su muerte, cuando ella estaba todavía a su lado, soñaba con morir
de su mano, para que su amor fuese imperecedero y puro por toda la
eternidad…, pero esto ya no sería posible, hacia ya años que ella
le dejó, «por otro más cuerdo», según le confesaba cruelmente el día
de la ruptura. Pero él no estaba loco, en realidad estaba tan cuerdo
que el mundo le daba ganas de vomitar.
Se levantó de su asiento,
y se dirigió hacia su armario. Dentro de
éste,
se hallaba escondido un pequeño cofre, cuyo interior portaba una afilada
daga; la extrajo y cuidadosamente la metió en uno de los bolsillos
de su chupa, la cual se puso a continuación.
Salió de su habitación
y se dirigió a la puerta de salida. Era un bloque de doce pisos, él
vivía en el cuarto. Llamó al ascensor, y una vez abrió sus puertas
entró sin vacilar. Le dio al botón del último piso, y ascendió hasta
llegar a su destino.
Una vez arriba, continuó
por unas pequeñas escaleras, que le llevaron a una puerta cerrada.
Sacó una minúscula llave del bolsillo de su pantalón, y liberó el
candado que impedía su apertura. Una vez hubo traspasado el umbral,
cerró la puerta tras de sí. Ahora se encontraba en una terraza; caminó
hacia la derecha y saltó el muro para ir a parar al tejado del edificio.
Allí había una manta echada sobre las grisáceas tejas. No era la primera
vez que visitaba aquel lugar. Se tumbó sobre la manta y miró con quietud
las estrellas, tan lejanas, tan frías, tan serenas…, tan inalcanzables.
Buscó a tientas el bolsillo de su chaqueta de cuero, hasta dar con
la daga que había metido anteriormente. Observó cómo
brillaba la hoja a la luz de la luna e inmediatamente después comenzó
a rasgarse las venas de las muñecas y a lo
largo del brazo, pues con un corte horizontal, no se consigue nada…
Él quería una muerte lenta, y que mejor que morir desangrado bajo
la cúpula celeste de sus fantasías. La sangre iba brotando en pequeños
borbotones de sus dos brazos, el color de la sangre era tan bello…
Empezaba a notarse mareado, la vista le iba y le venia…, pero, su
fatal amiga la muerte, no se personificaba para guiarle, simplemente,
miraba desde la lejanía, como su hermano Morfeo hacia el trabajo por
ella, y lo iba sumergiendo en su reino, el mundo onírico.
Su cuerpo yacía en la manta empapado por su propia sangre. Ni la parca,
ni las estrellas, ni la luna, ni la noche, ni las lágrimas del tiempo
impidieron que dejase de existir… Ningún camino, ningún final, ninguna
luz, ningún cielo, ningún infierno…, sólo la nada y el vacío, sólo
su alma extinguida como las brasas de un fuego inerte, que nunca llegó
a nacer.
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tetrica_oscuridad[at]hotmail.com
Ilustración
relato:
Luna25, By Aynet (Own work) [CC-BY-SA-3.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.
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