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La gran prueba
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Lamberto García del Cid


Claude Menard se hallaba sentado frente al panel de instrumentos de la singular nave espacial. Se trataba de un prototipo pionero, el primero de su serie, y él era el afortunado tripulante, elegido entre multitud de aspirantes. El Consorcio Mundial para la Navegación Intergaláctica le había escogido a él para esta importantísima misión. La aeronave cuyo panel de mandos observaba era capaz de alcanzar una velocidad cercana al 60% de la velocidad de la luz. Este experimento pretendía demostrar, aun a riesgo de la vida de su único tripulante, los efectos de la Teoría de la Relatividad sobre aquellos pasajeros que se sometieran a tan elevadas velocidades. Se trataba del primer paso para la programada emigración orbital de los seres humanos, ya casi perentoria. Por eso Claude Menard se sentía tan orgulloso y esperaba ansioso a que la nave alcanzara la velocidad crítica. Todavía faltaban varios días para ello. A partir de una velocidad igual al 50% de la velocidad de la luz, los científicos de la Tierra sospechaban que se producirían en los tripulantes desconocidas alteraciones físicas y mentales. Mientras ese momento llegaba, Claude Menard se entretenía ajustando parámetros en las consolas de control, tal como le habían instruido. Sí, Claude Menard se sentía dichoso. Su aventura constituía un hito en la historia de la raza humana. Fuera cual fuera el resultado de la expedición, tenía ya asegurada la inscripción de su nombre con letras de oro en la futura Enciclopedia Galáctica.

Claude Menard se arrellanó frente a la consola de mandos. Se ciñó el traje especial que le habían diseñado, repleto de sensotrodos que medirían las mínimas alteraciones que se produjeran en su cuerpo, y se abrochó a continuación los cinturones que le mantendrían bien sujeto al asiento. En unos instantes la nave alcanzaría la velocidad crítica, o sea, el 50% de la velocidad de la luz. Se suponía que a partir de ese momento deberían ocurrir «cosas» en el organismo de Claude Menard. El dial de la velocidad indicó que la nave ya se encontraba al 50% de la velocidad de la luz. Claude Menard comenzó a sentir ligeras sensaciones de náusea. Pero sabía como combatirlas. Se tomó una pastilla de color rojo. La presión en las sienes se hizo más intensa y experimentó a la vez una opresión en el pecho. Claude Menard se tomó una segunda pastilla. Notaba cómo la aceleración le apretaba la espalda contra el asiento. Miró el dial de la velocidad. La nave avanzaba al 55 % de la velocidad de la luz. Comenzó a sentir extraños desarreglos orgánicos, pero no sabía cómo describirlos. Escrutó la mano que reposaba sobre el panel de instrumentos. La notó un poco más delgada y con menos vello en las falanges de los dedos. Le inundó también una ligera sensación de vigor físico. El traje, antes apretado a su perímetro corporal, le pareció que le quedaba más holgado. La mano que reposaba sobre los controles había trocado el vello oscuro por pelusilla rubia y parecía más fina que antes. Su vigor físico aumentaba también y de alguna manera compensaba la presión causada por la alta velocidad. Una extraña premonición le llevó a tocarse el rostro con la mano. Lo encontró suave, sin la aspereza habitual en la zona de la barbilla. Y es que, advirtió sorprendido, no tenía barba. Por el tacto, conjeturó que poseía el rostro de un veinteañero. Ahora el traje le quedaba ostensiblemente holgado. Miró la velocidad en el tablero de mandos. Viajaba a un 57% de la velocidad de la luz. Le divertía la situación. Pronto comenzó a admirar el llamativo cromatismo que conformaban los diversos diales del panel de instrumentos y al rato observó cómo una mano infantil, que antes era suya, jugaba con las palancas y botones de colores como si de una consola de videojuegos se tratara. Le distraía la situación si bien encontraba muy incómodo el enorme traje con tantos hilos y cables que apenas le dejaba emerger la cabeza por el hueco superior. Pronto dejó de pensar y sólo sentía...

Los analistas de la base observaron en los monitores que la nave había alcanzado la velocidad crítica del 60% de la velocidad de la luz. Quisieron saber de voz del propio tripulante las sensaciones que experimentaba y si se encontraba bien. Pero de la nave no llegaba ningún sonido. Ampliaron la potencia del sistema de megafonía. Para su sorpresa, de la nave les llegó un nítido lloriqueo de bebé...


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ILUSTRACIÓN: Fotografía por Pedro M. Martínez ©