El destino
de una rosa
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Manuel A. Arbelo Caballero
Era, afortunadamente,
uno de esos sublimes lugares alejados de la mano del hombre. Vivía
en eterna primavera y todo refulgía con un verdor inusitado que deleitaba
la vista de todo aquél que se aventurara por aquellos lares.
Era una tierra de grandes
riquezas en la que el canto de los pájaros sonaba a música celestial
y en la que se amontaban miles de especies vegetales. Esas frondosas
especies vegetales daban lugar a una selva que destapaba el tarro
de las esencias. Los pajicos se mesaban al son de un viento que los
conducía, con su incesante movimiento, hacia un mundo mejor. Las gamonas
anunciaban su presencia en la lejanía y extasiaban con su belleza
a propios y extraños. Todo era un equilibrio sutil y palpitante que
nada ni nadie se atrevía a dañar. Era la más perfecta llanura que
el ser humano podría descubrir en su nimia existencia.
En medio de todo ese
cúmulo de belleza se alzaba, firme y majestuosa, una rosa roja con
el borde matizado de blanco. Se preguntarán ustedes que hacía una
rosa creciendo entre una maraña de vegetación silvestre, pero no había
otra explicación que el azar y sus inexpugnables designios.
Recordemos que esta especie
surgió en la Grecia arcaica cuando, al morir Adonis, corneado por
un jabalí, se tiñeron las rosas, que hasta entonces eran blancas,
en un color rojo pasión con la sangre del héroe. Fue el tributo de
este héroe y de Afrodita, la deidad de belleza sin par, al deleite
y gusto estético de la humanidad.
A pesar de ser una extraña
en ese paraíso, se sentía dichosa. Disfrutaba de cada uno de los rayos
del sol que contribuían a enlustrecer su belleza. Sentía el instante
y disfrutaba de cada uno de sus segundos en esa mítica llanura. Pero,
en lugar de limitarse a admirar la belleza de su alrededor, también
se esforzaba para que su belleza, junto con la del resto de especimenes,
ensalzara el conjunto de la llanura de los «capullos de oro».
Para ella, el ser humano
era un animal un poco extraño: pasaba toda su vida ambicionando algo
y, cuando lograba alcanzar esa ambición, buscaba otra. En la búsqueda
de ese preciado objetivo, se olvidan de lo más importante. Esto es
vivir el momento, sentir las caricias del sol, estremecerse al recibir
el hilo de lluvia en la piel, en definitiva, había olvidado eso que
decían los latinos, el «Carpe Diem». Este tópico no tenía un valor
hedonístico, consistiría más bien en disfrutar el instante teniendo
visión de futuro y sentido común. Se trataba de comprender que la
estancia del ser humano en la tierra es efímera y que, por eso, hay
que disfrutar y no cegarnos en el trabajo y en el «dios dinero».
La ambición, el egoísmo
y el dinero eran los principales males del ser humano. Muchos de ellos
tenían el espíritu corroído y no podían disfrutar de los goces de
la vida. Estaban sometidos a un sistema capitalista deshumanizador
que eliminaba su instinto de vida y que hacía que vivieran en constante
lucha con sus semejantes. Esta lucha y el egoísmo son positivos para
ayudarnos a crecer, siempre y cuando, no haya daño y resentimiento.
Es como cuando nuestra amiga competía con otra planta para ver quien
de ellas conseguía una mayor belleza pero, a diferencia de algunos
humanos, al terminar la competición, seguían siendo amigas. En definitiva,
estas personas ¡estaban de sí mismas enfermas y sí que era incurable
esa enfermedad!
Sus vidas eran un cúmulo
de insatisfacciones, un eterno llegar-a-ser, una creciente hipocresía:
vivían en la mentira y pretendían contagiar a otros. Muchos eran seres
pérfidos cuyo objetivo era desarrollar la hipocresía y la maldad en
los demás seres de buena voluntad. Lo más triste es que algunos de
ellos habían creado un sistema que legitimaba su acción maligna.
Por eso, nuestra amiga
no le prestaba demasiada atención a esos seres raros y prefería dirigir
su interés hacia la bella mariposa, o a la simpática abeja cuya ambición
poco tenía que ver con la del ser humano.
Al igual que el resto
de plantas, sentía la llanura como algo propio, como la obra maestra
del mejor de los escultores, la naturaleza. Era el espacio de la eterna
tranquilidad, de la mesura, del equilibrio; en contraposición, se
encontraba la hipocresía y la destrucción de la llanura humana.
Consideraba que la felicidad
era el principal objetivo de su vida. Esta felicidad consistía en
vivir el momento y recibir los pequeños goces cotidianos con la alegría
con que una madre espera a un hijo. Todo esto sin perder de vista
su deber y la función. Si vivíamos en el más sublime y perfecto de
todos los mundos, ¿por qué preocuparse en conseguir más cosas a costa
de producir el mal a los demás?
Nada ni nadie, aparte
de las grandiosas fuerzas de la naturaleza, había jamás osado a alterar
la complacencia, equilibrio e inusitada belleza de la llanura. Claramente,
era un sacrilegio enorme el pensar, incluso, alterar cualquier aspecto
por nimio que fuese de la ¡perla de la naturaleza!, ¡la más sublime
creación que destapaba el tarro de las esencias!
Pero, tristemente, hay
seres capaces de las mayores infamias con tal de mantener su bolsillo
lleno de la diosa «pecunia». Son esclavos de la más insustancial y
superficial de las invenciones humanas, y viven y gastan todas sus
energías pensando en cómo disponer de más monedas. No son capaces
de ver que la vida es algo más que correr tras un brillo metálico,
dejando tras de sí un cúmulo de actos viles, infamias, injusticias
y daños.
Desgraciadamente, un
grupo de estos seres humanos (por llamarlos de alguna forma) tuvo
la audacia de proyectar la destrucción de la más sublime de todas
las llanuras en la que la aurora, la de rosados dedos, irradia una
luz que ilumina y glorifica el camino de todos los que por aquellos
lares se aventuraban. Para estos, proyectar algo que les pueda dar
ciertos beneficios, implica que esa idea se va a llevar a cabo, ya
sea, sobornando a los políticos de turno o arruinando a quien haga
falta. La diosa «pecunia» motiva sus acciones y, ante los inescrutables
designios de la diosa, nada por un ser humano puede ser hecho.
Al poco tiempo, armados
con ruidosos picos y palas, imbuidos en la importancia de su influencia
sobre la naturaleza, con rostro desafiante y con ojos marcados con
el áureo brillo del dinero, se pusieron manos a la obra en el enésimo
atentado contra la naturaleza. Nuestra rosa y el resto de plantas
y las piedras y los animales y los pájaros —todos ellos— miraban con
asombro e incredulidad como las palas y picos, haciendo acopio de
valor, comenzaban a arañar y a herir a la madre tierra con gran desvergüenza.
¡Jamás había cometido ser humano alguno tan vil acción!
Así la rosa, la de rojos
pétalos, observaba, sumida en la indignación y tristeza, como la bella
llanura desaparecía, poco a poco, fruto del egoísmo desaforado de
unos seres pérfidos. Tras destruir, querían construir un campo de
golf para la masa turística, ignorante de lo que su disfrute en pos
de una pelota implicaba en la madre tierra. Era muy triste para un
pueblo que la diosa «pecunia» provocara la destrucción de todo lo
que la naturaleza se había dignado a regalarles en su incesante labor
centenaria.
Con relativa rapidez,
pues la naturaleza había tardado siglos en crearlos, fueron desapareciendo
las gamonas, los pajicos, los topetes... y los animales tuvieron que
alejarse, con gran dolor, de la tierra que los vio nacer. La llanura,
desde aquel fatídico día, había dejado de respirar y el silencio era
sepulcral entre las plantas y sólo se veía interrumpido por el mundanal
ruido de picos y palas.
La belleza de las plantas
había declinado considerablemente, no por temor a la muerte, sino
por indignación y tristeza ante el espectáculo que ante sus ojos se
mostraba. Ya nada volvería a ser igual, la obra milenaria de la sabia
naturaleza se había perdido por y para siempre. Las generaciones venideras
no podrían contemplar más una de las maravillas del mundo, la obra
en la que la madre tierra sacó a relucir su virtuosidad de gran artista.
Esos «seres humanos» viles y destructores no pasarían a la historia,
sino que sus espíritus vagarían eternamente por un cúmulo de infelicidad
e insatisfacción.
La rosa, la de rojos
pétalos, de esbelto tallo y corazón piadoso, vio como el cruel y frío
pico se acercaba a ella. Su memoria vagó, entonces, por una época
mejor en la que había disfrutado de los rayos del sol y de la compañía
de otras plantas en la más perfecta de las llanuras. Viendo el inminente
fin, cerró sus pétalos y sintió una profunda compasión por el género
humano. Era su destino y ante eso nada se podía hacer. El hombre había
cometido el más vil de todos los actos por enésima vez.
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MANUEL
A. ARBELO,
autor
nacido en la isla de Gran Canaria, es director de la página de cultura
Latiniando.
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