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Carta a un ángel
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Mery


Aún recuerdo la primera vez que lo vi, una tarde de junio, lluviosa, nublada. Yo estaba en el parque de mi urbanización, sola, pensando en nada, en el vacío. Cuando mire hacia él, tenia la cabeza gacha, el pelo mojado de la lluvia leve que estaba cayendo. Las gotas resbalaban por su cara y caían al suelo de arena perdiéndose, como el barco que en la mar intenta mantenerse a flote, pero se hunde.


Sentí un escalofrío que llegó de una gota, semejante a una lágrima, pero fría, que se coló en mi cuello. Por un momento me noté extraña, era una sensación nueva, totalmente diferente a nada parecido que hubiera sentido anteriormente. Él elevó la cabeza y alzando su mirada, triste, me iluminó con sus ojos de cristal, fríos y duros como la escarcha; el sol era inferior, incluso en junio, a aquel esplendor cegador que desprendía al mirar. Era él, el chico que había visto tantas y tantas veces en mis sueños. Era al fin, ÉL.


Desde aquel momento supe que él sería para mi, todo su cuerpo, sus manos, su voz, aunque mi vida dependiera de ello. Todo su cuerpo era semejante a la perfección, su mirada a la gratitud, su voz a la serenidad.


Pasaban los días y el verano se iba yendo, cada hora perdía más y más luz, y cada vez más oscuro e insatisfecho estaba mi corazón.


Una tarde de septiembre, pocos días antes de que comenzara el curso, me decidí a hablarle, sin saber que decir, ni como reaccionaria él. Lo que me sorprendió fue que en el mismo instante en que yo iba a expresarle mi amor, él se acercó y me agarró de las manos. No sabía lo que estaba sucediendo, perdí la noción del tiempo, dónde estaba, qué había a mi alrededor, solo veía una cosa, a él. El reflejo de alguien que más tarde se convertiría en una obsesión, en una necesidad, algo que despertaría en mí una dependencia, que llegaría a ser incluso más importante que respirar, que ver, que oír.


Sus manos estaban calientes, sus ojos, gélidos, me miraban como gritando, pero no llegaban a expresar nada con exactitud, perdidos en el vacío, con un fondo de color azul y un brillo como el acero. No hizo falta una declaración de amor para expresar lo que sentíamos, notaba los latidos de su corazón impulsando sangre que casi corría por mis venas. Yo, mientras, dejé que mis mejillas y mis ojos expresaran por mi todo aquello que con palabras sería imposible de explicar. Como aquel que pretende mostrarle los colores a un ciego.


No sabía nada de él, pero no me importaba, sólo quería pasar con él cada segundo de mi vida, y así intenté hacerlo.


El curso comenzó rápido, y las hojas empezaron a caer, al igual que el sol. Cada vez más pronto, cada vez más rápido, y el calor del verano dejó de sentirse pronto.


Cada tarde Él y yo nos veíamos en el parque, aquel parque donde pasé todo el verano observándole, sin hablar. Observábamos pasar siempre a la misma gente, un señor calvo leyendo el periódico, una madre con un cochecito de bebé…, siempre las mismas caras a las mismas horas, y nosotros seguíamos allí. Matábamos las horas mirándonos, susurrándonos cosas al oído, contando nuestros secretos, queriéndonos cada día más, era una necesidad, una droga. Luego llegaba la noche, una noche larga y fría sin Él. Mis sueños eran sus sueños, donde cada día nos veíamos sin poder tocarnos, pues éstos, metidos en una bola de cristal, se rompían si los tocabas. Pero, ¿cuántas veces rompí el cristal?, despertándome al amanecer, sombría, cansada como si mil llagas atravesaran mi cuerpo para ir a juntarse en mi corazón, donde residían todas mis penas. Penas que se iban al caer el sol, en el parque, a su lado.


Juntos hablábamos de literatura, amistad, viajes, castillos en el aire. Éramos tan iguales... Sus labios, sin moverse, sabían decirme tanto… Podía pasarme horas enteras escuchándole hablar, simplemente mirándole. Las cosas en mi casa empezaron a ir mal, ya que no rendía lo suficiente en el instituto; me pasaba las horas pensando en Él y contando las horas que faltaban para verle. Mas tarde empecé a sentirme rara, había momentos en que no sabía si estaba soñando o estaba despierta, cada tarde en el parque le contaba mi confusión, y a él le pasaba exactamente lo mismo. Hubo un punto en que no sabía si estaba soñando o estaba despierta, todo era tan perfecto cuando estaba con él…


Mis padres a veces se convertían en una barrera para mí, una barrera que tenía que saltar fuera como fuera, y empecé a escaparme tanto de día como de noche. Dejé de comer, incluso de dormir; solo quería estar con él. Y él, conmigo.


Cada momento que pasaba sin estar a su lado lo sufría deshaciéndome en lagrimas y por las noches encerrada en mi habitación, deliraba gritando obscenidades que sólo yo comprendía, bueno, yo y Él. Cada vez hacía cosas que tenían menos sentido y decía cosas que no encajaban con nada.


Mis padres se volvieron locos y me llevaron a médicos que me preguntaban sobre mis notas, sobre mis gustos musicales, sobre si dormía bien, sobre mi comportamiento en casa o sobre mis amigos. Pero, ¿quiénes eran mis amigos? Y, ¿dónde estaban? Me había olvidado de ellos o a lo mejor no quería verlos y simplemente fingía que no existían. Desde que lo conocí había aprendido a prescindir prácticamente de todo, menos de él.


Me obligaban a tomar estúpidas medicinas que me mareaban y sentía como si mataran todos mis sueños, como si me abrieran los ojos a una realidad que yo no quería ver. Poco tiempo después dejé de ir al instituto, allí la gente empezó a correr rumores de que yo estaba loca y hay quien llegó a decir que yo estaba poseída. Yo solamente era una adolescente enamorada a la que no hacían más que plantar cardos en su camino.


Una tarde, en el parque, Él me hizo una promesa, «estaremos juntos para siempre, no dejes que nada nos separe». Ese día estaba pálido y decaído. Su voz sonaba como una advertencia, como una despedida. Una extraña expresión enfermiza en su rostro me daba miedo. Supe que algo pasaba, algo que no me dijo.


A la tarde siguiente fui al parque y no estaba. Esperé allí sentada en nuestro banco hasta altas horas de la noche, cuando mis padres, preocupados, me fueron a buscar. Al llegar a casa, sentía como si algo me estuviera apretando el corazón, casi impidiéndome respirar. Sin desvestirme, me metí en la cama y me dormí, pero en mis sueños Él tampoco estaba. Grité, lloré, y me maldije mil veces, pero esa noche, a mis sueños no fue. Todas las tardes iba al parque esperanzada de volverlo a encontrar, y esperaba y esperaba, pero él no venía. A veces tenía la impresión de que algo horrible estaba pasando y yo ignoraba qué era. Mis padres sabían lo que estaba sucediendo pero no me decían nada. Hasta que una noche oí que mi madre, le decía a su mejor amiga: «El novio de la niña está en el hospital, lleva en coma casi medio mes. Meningitis».


¿Meningitis? Pero era imposible que mi niño tuviera dicha enfermedad, pues no me podía dejar así, sola, con tan sólo 16 años.


Esa noche, al dormirme, apareció en mis sueños, yo, llorando, le pedí que no se fuera nunca más y él me dijo: «Perdóname, no volveré a dejarte sola». Yo confusa, al despertarme y no verle me asusté muchísimo y pensando que ya estaría curado, me fui corriendo al hospital. Al entrar en su habitación, toda blanca y fría, daba la sensación de miedo, de soledad. Lo que me encontré al mirar a la cama no era Él, sino que allí estaba solamente su cuerpo, su alma ya no estaba, había ido a visitarme en sueños antes de marcharse del todo.


Pero yo sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Me prometió que nunca volvería a dejarme sola y yo sabía que esa promesa se cumpliría. Miré a la derecha y vi un bisturí limpio y brillante. Su hoja metálica perfectamente afilada, reluciente… No dudé, yo sólo quería estar con él. En un segundo la sangre que salía por mis muñecas empezó a manchar el suelo, tan impecablemente blanco, sin pudor. Más y más sangre corría por mis brazos, cayendo luego a alterar la pureza blanca de esa habitación. Miles de gotas calientes me quemaban por dentro y ahí estaba yo, sola, sufriendo en silencio. Se me nublaba la vista, me mareaba, mientras agonizaba casi podía sentir sus manos agarrando las mías como la primera vez, eso significaba que ya estaba cerca, ya estaba llegando a donde estaba él, pero por un momento dudé, ¿y si el otro lado no era como yo me lo imaginaba? ¿Y si no lo encontraba allí?


Desde la primera vez que lo vi, supe que con él iba a pasar toda mi vida y, aunque no fuera muy larga, ahora tenemos toda la eternidad para estar juntos, como un día Él me prometió.


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laracroftmgc[at]hotmail.com

ILUSTRACIÓN RELATO: Adi Holzer Werksverzeichnis 957, Adi Holzer [Attribution], via Wikimedia Commons.