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Cita en el callejón
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Agustín Sánchez Antequera


Se oyen chirridos en las butacas del fondo. Ruidos extraños de besos, lametones y algún suspiro. Una de las puertas del fondo se abre y una luz rompe la oscuridad del cine. «¡Ojalá sea el acomodador y los eche!». Era sólo una pareja de rezagados. A su izquierda, como cinco o seis butacas de ella, un chico joven con gafas no deja de comer palomitas y sorbe su refresco cargado de hielos que chocan.

Buscando una salida se ha metido en la sesión «golfa» de un cine de la zona centro. «¡Es odioso! Esos dos siguen comiéndose vivos y nadie les dice nada». No le molestan por el ruido. Le molestan por sus besos, por su amor, por la exhibición mitad íntima, mitad pública de sus sentimientos. Odia esa felicidad falsa, barata, superficial, tal vez porque al conocerla y haber sido extinguida hace apenas un par de horas, sea mejor ceder al escepticismo, la melancolía y el desamor.

«Ya han pasado dos horas», se dice mientras aprieta el botón de la luz de su reloj de pulsera, tiempo solitario y hundido ante un espacio sin estrellas fugaces. Su cita a las diez en la glorieta estaba predestinada el fracaso. De entrada, él, rompiendo la tradición femenina, era el que llegaba tarde. Un paseo frío y rodeado de escaparates seductores, gentes con prisas, bolsas de los grandes almacenes, mendigos con tarjetas de crédito, falsos olores americanos de burgers y perritos sin mostaza. Y al final, después de tanta incertidumbre sobre qué hacer —cine o cena, bar o burger, primero o después—, terminan en una sucia taberna tomando cañas y unos cuantos bocatas de calamares mientras repasan la Guía del Ocio manchada de grasa. Se les pasa la hora del cine por no ponerse de acuerdo y prefieren ir de copas. La estrategia se cumple, peor como siempre, no tal y como ella lo había ensayado por la tarde en su habitación, ante un espejo, hecha un lío, asustada, nerviosa entre cigarro y cigarro.

—Yo necesito una solución. No puedes seguir jugando así conmigo, como llevamos, año y pico. Tienes que decidirte —le dijo con voz incierta y mirada fugitiva.

«Hubiera sido mejor no obligarle a elegir», se dice Teresa. Una película en blanco y negro ilumina su rostro y una lágrima de rabia empieza a rodar.

La película es de los años 50. Ritmo lento, ambientes auténticos, otra época, buen cine. La calle está semidesierta. La lluvia y el frío han hecho estragos. Las parejas caminan rápido bajo un paraguas. Se abre la puerta de un club y aumenta la luz, la música, el humo, el calor sale a la calle.

Llega un taxi, modelo antiguo. La chica le pide que se detenga y espere. Baja del taxi y mira a los dos lados de la carretera antes de cruzar. Resguardada por el toldo del club, pregunta al portero. Éste le responde que sí servicialmente. Pregunta algo más y el portero le señala el callejón de la salida trasera. «Gracias». Da una vuelta y efectivamente, se topa con un callejón oscuro y sucio. Sólo una bombilla sobre la puerta desvencijada de atrás. Llueve menos, casi nada. Vuelve el taxi. Observa el escenario.

Él sale por la puerta delantera. Va hasta el callejón con paso lento. Allí mira con cautela en cada rincón. Viste gabardina cruzada con cinturón apretado y sombrero de ala ancha de medio lado con cinta negra. Apoyado en la pared del callejón frente a la puerta, se enciende un cigarro con estilo grave. La luz delata la cicatriz en su rostro, los cubos de basura metálicos, papeles y botellas vacías en el suelo, alguna rata que husmea, un corazón pintado con tiza en la tapia de madera con un nombre dentro: RITA. Y un gato sobre la tapia que maúlla desesperado a la luna llena.

La otra mujer sale por la puerta trasera; no les conviene que les vean juntos. Vestido ceñido, abrigo de piel hasta la cintura y una boa de plumas rosas que se echa por el cuello hacia atrás para dar otra calada a un cigarro de papel violeta, con sus dedos largos enfundados en una seda azul marino que le sube más allá del codo, ya por el brazo.

Él se adelanta hasta la parte iluminada y la coge del codo con brusquedad. La besa con ímpetu y ella se deja. Hablan un instante. Se deciden por su casa y una copa. Entran en su reluciente coche negro de época. Dejan los abrigos atrás y se besan de nuevo; esta vez es un beso largo, meloso, con mucho oficio. Arranca y conduce con agresividad. Desaparecen de la calle.

La chica ha visto todo desde el taxi. Música trágica. Se lleva las manos a la cara y empieza a llorar desconsolada. «¡Sácame de aquí!» le grita al taxista, que la mira con cara de pena y le ofrece un pañuelo.

A Teresa, desde su butaca, nadie le ofrece un pañuelo. Se repite: «porque no tenía que haberle dicho nada..., porque no tenía que haberme enamorado de él..., porque ojalá él no hubiese sido tan cobarde...».


No le queda más victoria que la pena solitaria de la gloria de un cigarro y un cubata. Borracho de alcohol, de nicotina, de trampas y venganzas, desliza sus botas entre charcos que más que reflejar su cara endiablada, le deberían decir la verdad. Recorre mil tabernas en busca de los licores amargos que le infundan valentía para volver atrás a la cita y decirle a Teresa: «te quiero otra vez». Pero es inútil. Guillermo (o Willy, como le dicen los amigos) no encuentra más que vasos vacíos que indagan todavía más en su conciencia y le llaman «cerdo», «hipócrita», «gilipollas», «cínico», «cabrón», con el agridulce tono derrotado de Teresa.

No quería cargar con el peso del error. Ni ella tampoco tenía por qué. Eran sólo las circunstancias, la mala suerte, el desamor. Teresa la amaba, pero él no se quería atar. No hay más solución: que la distancia y el whisky curen las heridas, cicatricen las caricias, olviden los besos. Y el paso del tiempo mostrará el camino.

Ya está harto. Se maldice a sí mismo y maldice el alcohol que está bebiendo, ya que más que ayudarle a olvidar, le obliga a tener remordimientos, le miente, le traiciona, le destroza. Aprieta los dientes y estrella el cubata en el suelo. Sale el dueño de la barra y, entre gritos y aspavientos, le empuja, la zarandea. Él, borracho, en otro mundo, no entiende nada. Le sacan a la calle de una patada y Guillermo cae sin voluntad al suelo, hecho añicos como el vaso, muerde la miseria del asfalto mojado y sufre su alma y llora sin remedio y sin moverse, sumido en la abulia y en la desgracia.

Se levanta antes del final del asalto y camina en busca de ese descanso sin hora para despertar. Un farol mortecino le seduce desde el callejón. Pisan sus botas cristales de botellas sin cuello, sangre. Las ratas husmean algún misterio que les ceda la basura. El viento frío intenta hacer volar unos papeles mojados por la lluvia y pagados al suelo. Los excesos se rebelan en su estómago y vomita sangre. Levanta la cabeza un poco más sereno y observa unas pintadas en un muro del callejón: BESOS CON RON, DILE A LAURA QUE YA NO LA QUIERO, LIBERTAD O MUERTE. Un gato negro en celo maúlla sobre la tapia desesperado a la luna vigilante. Y él cae rodado en un rincón a dormir la borrachera y a perder sus recuerdos en sueños que anestesian un mal de amores.

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ventarron7[at]hotmail.com

FOTOGRAFÍA: Salvador Martínez Corada (Reproducción de la publicada originalmente en el libro Photomaton-1) © 1977