Como flores
de
almendro
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José Romero Pérez Seguín
—¿Quién gritó en el linde
de los almendros floridos?
—No fue
en los almendros, ¡mujer!, fue en otro lugar, un lugar…, cómo te diría
yo…, mucho más oscuro y profundo.
—¡No!,
¡te digo que no!, que fue en el almendral florido. Lo vi con estos
ojos que ya no ciega el sol. Vi, te lo juro, cómo el grito arrancaba
las inmaculadas flores de cuajo y las arrojaba con rabia al suelo,
eran tantos sus pétalos que sonaron secos sobre la árida tierra. Y
por si era poca la afrenta, detrás, vino en oleadas el impío eco del
grito, y fue arrancando con sus propias manos las pocas que quedaban
escondidas entre las ramas más altas, hasta que todo se hizo de noche,
tanto que creo que nos morimos.
—Sí,
fue así, pero te repito que no fue en el almendral.
—¿El
qué?
—¡El
grito mujer, el grito! Las flores de los almendros, lo recuerdas,
eran blancas, y las que se rompieron con el grito eran azules, azules
y frías como pedazos de hielo. Aún las tengo clavadas en los ojos.
—Pues
tú dirás lo que quieras, pero yo juraría que fue en el almendral florido
donde alguien gritó, gritó tan fuerte que nos robó las flores y la
vida.
—Bueno
mujer, si tú lo dices, puede ser, sí, puede ser que fuera allí, ¿pero
entonces por qué sigo viendo flores azules? Además, qué sentido tiene
gritar en el almendral, cuando, y tú lo sabes, a lo que invitaba era
a silenciarse hasta más allá del silencio. A fabricar esquinas donde
perderse de la mirada de los demás. A morirse y resucitar para saber
que aquella blancura no era razón de locura ni sinrazón de paraíso,
sino un inmenso pero sencillo almendral florido. Y aún menos, a gritar
así, de forma tan poco cabal. Vamos, que no me cuadra. Pesadilla de
blanca inocencia, ¡por dios!
—Por
eso te lo pregunto, porque no tiene sentido.
—Pues
ya te digo, sin sentido, así son al fin y al cabo las cosas de la
vida.
—¿Y tú
sabes por qué nos paramos aquí?
—Porque
hemos perdido el cielo, sencillamente por eso.
—Sí,
tiene que ser eso, porque yo siento que los ángeles de dios, que antes
nos velaban y conducían sobre sus alas por este universo de transparencias
azules, nos han perdido en esta playa sin horizonte ni consuelo.
—De vez
en cuando vienen y me acarician para que no tenga miedo.
—Y a
mí, a mí también me acarician con dulzura.
—Intentarán
tal vez llevarnos, salvarnos para el cielo que acabamos de perder.
—¿Será
Maruxa el cielo una enorme y delicada placenta? Porque estando en
el seno de sus inmensas manos creo que he podido descifrar el secreto
de esa brumosa niñez que discurre en la deriva del vientre materno.
Allí como aquí, todos los puertos llevan a la ternura, todas las brisas
son besos, todos los vaivenes oportunidades para los sentidos.
—Sí,
pero al final, siempre la implacable espada de la expulsión. ¿Cuál
será nuestro pecado Florentina?
—El querer
ver los almendros floridos.
—¿Alguno
más tendremos?
—Quién
no Maruxa, quién no.
—¿Y tú
crees que nos caímos? Porque yo siento aquí en el pecho un vértigo
que me fatiga con su sabor a muerte.
—No sé
aún a qué sabe la caída después de toda una vida haciéndolo, para
cuanto más la muerte, a la que acabo de llegar. Ambas somos todavía
niñas en la muerte, ¡niñas Maruxa!, niñas, ¡ay qué pena!
—Quizá
ni una ni otra sepan a nada, y la muerte sea sólo eso, un continuo
caer, como lo es la vida.
—Tenía
tanta ilusión en este viaje, que no sé cómo dios me pudo olvidar.
Dicen que él está en las ilusiones, pero de la nuestra se ausentó
sin avisar. Tal vez fue el grito.
—O su
mala memoria, el caso es que no estaba en este viaje de inocente pasión.
—Pero
él sabía que era el último.
—Cómo
no lo iba a saber, de sobra que lo sabía, quizás lo aturdió el grito
y el llanto de las flores. Dicen que dios oye el llanto de flores,
y también el de las mariposas.
—Oír
llorar las flores es oficio de dioses, nosotros las vimos caer pero
no llorar, las oímos gritar pero no llorar.
—Nosotras
Maruxa no somos dioses, ni niñas, ni mujeres, ni flores, ni gritos,
ni nada de nada, nosotras somos pesadas sombras sobre la liviana arena,
sólo eso.
—¿Por
qué nos paramos Florentina?
—Tal
vez para que descansen los ángeles.
—No sé,
mira que eran miles, que digo, millares. Además, los ángeles divinos
no se sofocan Florentina, lo dice la santa Biblia.
—Yo qué
sé. Será entonces que olvidadas de dios, alguien les mandó traernos
hasta aquí y una vez aquí dejarnos abandonadas a nuestra suerte. Porque
ellos son todo corazón, a mí me lavaron el fango que cegaba mis ojos
y el pegajoso limo que se me agarró a las faldas en el oscuro túnel
del tránsito. Menudo trabajón sin alma.
—A mí
también me lavaron con mimo.
—Y a
los demás.
—A mí,
además, me peinaron con ternura.
—Creo
que cruzamos el infierno.
—Qué
otra cosa podría ser ese torbellino de tinieblas, ese ruido sin márgenes,
esa oscuridad apagada para siempre. Muchos se quedaron allí prendidos
de los cabellos del maligno.
—¡Dios
mío! que delirio de formas aterradoras, pobres de los que allí han
de morar por los siglos de los siglos.
—Qué
miedo pasé Florentina, pensé que ya iba a ser así para siempre.
—Yo también
Maruxa yo también.
—Pero
dios aún ausente se apiadó de nosotras y nos dejó a los pies de los
ángeles.
—Qué
paz, qué melodioso susurro, qué dulce vaivén les acompaña.
—Qué
hermosa sombra azul y verde la de éstas celestiales criaturas.
—Había
marineros sentados en sus barcos. Me llamaron al pasar ante ellos.
—Y aviadores
en sus aviones.
—Y niños
con sus juguetes.
—Y mujeres
como nosotras con pesadas sogas de oscuro esparto anudadas al cuello.
—Pero
estaban todos quietos, sólo nosotras corríamos, sólo nosotras teníamos
prisa.
—Me habría
gustado pararme y hablar con ellos. Preguntarles de dónde eran. Hablarles
de los almendros floridos.
—Y de
nuestro mal día.
—Y de
nuestra suerte en manos de ángeles divinos.
—Las
sirenas no existen, los ángeles y los muertos sí.
—A mí
me gustaría volver, para ver a Manuel, a los hijos, a la familia.
¿Y a ti?
—A mí,
además, para entender. Para saber de verdad si nos mató el grito.
Y si los almendros aún florecen nuestra mirada.
—Volver,
¿quién sabe? ¿Quizá ahora que los ángeles se han detenido?
—Puede
ser, porque antes estaban ahí a nuestro lado, iban y venían sofocados
intentando llevarnos con ellos sin poder, pero ahora se alejan, ¿no
oyes su aliento sofocado?, cada vez están más lejos. Tal vez, incapaces
de salvarnos se retiren llorando de pena y de rabia.
—¡Mujer!,
ellos lo pueden todo.
—Prefiero
pecar que imaginar su indiferencia.
—Debería
hacer frío ¿no crees?
—Y sueño.
—Y sueños.
—Pero
no los hay. Además, hablamos y nos oímos, pero las palabras no suenan
en el viento.
—Florentina,
los marineros del barco partido, nos miraban embobados. Sus ojos eran
hermosos y limpios como caracolas florecidas, no sabes lo que habría
dado por tener tiempo para perderme en el laberinto de su mirada.
—Preguntaban
por sus familiares.
—Y por
nuestros nombres.
—Los
nombres son la clave de los recuerdos.
—Como
para llorar.
—No lloran,
esperan mientras faenan.
—Sin
esperanza y sin lágrimas en los ojos.
—Así
es.
—Eran
hermosos.
—Sí,
si que lo eran, como dioses.
—Tal
vez lo eran, tal vez los dioses sean melancólicos náufragos perdidos
en el océano del universo.
—Como
si son sencillos pescadores.
—Unos
y otros lo son, digo sencillos.
—Les
dije que veníamos de ver almendros floridos.
—¿Y qué
dijeron?
—Querían
saber si siguen siendo blancas sus flores.
—Como
la nieve, les dirías.
—Como
la pureza, eso les dije.
—Su barco
estaba triste.
—Los
barcos que no navegan siempre están tristes.
—Tristes
y rotos.
—Más
tristes que rotos.
—Si tuviera
tela le habría hecho una vela grande como un mundo, para que pudiera
volver a navegar hasta más allá de la Cruz del Sur.
—Eran
tantos.
—Tantos
como cielos. Por cada uno, un barco perdido.
—A Costa
da Morte, dijo uno que le llaman a un lugar de la costa gallega donde
los barcos buscan con frecuencia los fondos para quedarse a vivir
para siempre.
—Algunos
tenían anclas de amores lastrados tatuadas en los brazos.
—Y otros
corazones de lacerados colores en el pecho.
—¿Crees
que tatuarán junto a ellos nuestros nombres?
—¿Cómo
no?, ¿imposible olvidarnos?
—Mira
que pasan a su vera muchas sombras de gaviotas.
—No sé
si lo harán, pero quiero imaginar que sí, y es que me da tanto miedo
el olvido.
—Sí,
el olvido cuando es de verdad es como perderte para siempre y saber
que no te van a encontrar jamás.
—¿Y nosotras,
podremos olvidar?
—No lo
sé. A lo mejor el grito es el sonido del olvido.
—Siento
pena, tanta pena.
—Y yo
pena y sombra.
—Le llevaba
una flor de almendro en los labios a mi Manuel, pero no sé si se me
habrá secado o la habrá matado el grito porque ya no la siento. ¡Ay!
Florentina, que creo que fui yo la que gritó, sí, ahora lo recuerdo,
fui yo, por eso tengo el grito clavado en el costado.
—Y yo,
yo también grité.
—¿Por
qué lo oímos entonces como si viniese en el viento?
—Porque
caímos Maruxa, porque caímos al río. Esa es la verdad aunque nos dé
miedo el saberlo.
—Sabes,
siento tanta pena en el pecho por los que quedaron allí, que creo
que voy a morirme.
—Hay
que ver cómo es la vida, sales a ver almendros en flor y ves la flor
de los mares.
—El destino.
—El camino.
—El destino
y el camino no son uno como se suele decir.
—Yo qué
sé.
—¿Tú
sabes por dónde hemos venido y dónde estamos?
—Yo,
ya te lo he dicho, no sé nada que no sepa ya todo el universo.
—Los
marineros hablan mucho más de lo que hacen.
—La gracia
de su vida es la aventura, tienen que hacer que lo sea para mantenerla,
aunque sea sólo fanfarronear.
—¿Aun
ahora en lo más profundo?
—Ahora
más que nunca Maruxa, ahora más que nunca, es lo único que tienen.
—De vez
en cuando alguien pasa a su lado y ellos le tocan, porque te tocan
descarados, a mí me tocaron y fue como si me amaran.
—El sol
ama a las gaviotas en pleno vuelo.
—Viene
gente.
—Sí,
ya la oigo.
—¿Qué
hacen?
—Nos
llevan Maruxa, nos llevan. Traen un par de cajas tan llenas de sombra
que asustan. Son como bocas calladas que te insultan sin posibilidad
de defenderte ni que te defiendan.
—No debiste
asustar a los de antes.
—¿Yo?
—Sí,
tú, ellos fueron los que avisaron a éstos.
—Si no
les dije nada.
—¡Anda
anda!
—Que
no mujer, que no, que nos vieron se santiguaron y salieron corriendo.
No saben que somos hijas de los ángeles.
—¿Para
qué son esas cajas?
—Para
insultarnos encerrándonos en ellas Maruxa.
—Yo no
quiero ir. Yo quiero volver al cielo.
—Tendremos
que esperar.
—Mereció
la pena, ¿no crees?
—Y tanto.
Escasos
minutos después, y cumplidos ya los peores presagios, se las llevaron
en dos sombrías cajas camino del Anatómico Forense de Santiago de
Compostela, donde fueron relacionadas, por sus ropas de fabricación
portuguesa y un rosario de truculentas coincidencias, como dos de
los 67 pasajeros que viajaban en un autobús que había sido fletado
por un vecino del pueblo portugués de Oliveira do Arda, con el objeto
de realizar una excursión a la región norteña de Tras-os-Montes, para
ver los almendros en flor, y que se precipitó un atardecer maldito
a las turbulentas aguas del río Duero, después de que se derrumbase
a su paso el viejo puente que une las localidades de Castelo de Pavía
y Entre-os-Ríos.
De la
morgue salieron escoltadas por familiares que se acercaron a identificarlas,
hasta el aeropuerto de Labacolla, para desde allí viajar hasta la
vecina ciudad de Oporto, y de Oporto a su pueblo, donde fueron enterradas
por segunda y última vez, en medio del dolor y la oscuridad, después
de haber recorrido más de trescientos kilómetros de infierno por un
tramo de río oscuro y enmarañado como un monstruo mitológico, y el
hermoso cielo del mar Atlántico, antes de quedar varadas en la playa
de Camariñas en la Costa Da Morte.
El resto
de sus compañeros de viaje, a excepción de dos que fueron recuperados
en el mismo lugar del accidente, dos en Fisterra, otros dos en Cee
y una más en Muxía, todas ellas poblaciones también de la citada costa
donde mora la bravura y la muerte, se han quedado en un número nunca
determinado en las laberínticas galerías del río, y otros viajan aún
hoy por los mares del mundo en busca de almendrales floridos, donde
recuperar la memoria perdida en el grito del accidente.
Ellas
también preferían haberse quedado en el mar, como los marineros que
les saludaron en su viaje, pero, ya se sabe, el cielo siempre se hace
esperar, y ellas, futuras flores de imposibles almendros, no iban
a ser una excepción.
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Ilustración relato: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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