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EL VELO DE LA VIUDA
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Pedro Martínez M.


Hace unos días, mi madre me preguntaba por un pañuelo que solía usar por las frías mañanas de invierno, al parecer lo había extraviado. En ese instante recordé un hecho anecdótico, con dosis de misterio. Un pañuelo, sí un pañuelo como el que extravió mi madre, ¿acaso posible causa del más trágico desenlace que se pudiera imaginar?, pensé entonces que este podría ser la trama del más extraño relato que me ha tocado contar.

Ad portas del nuevo milenio, me encontraba montando una obra teatral, con mis alumnas del I Ciclo de Bachillerato, se titulaba: «Seis personajes en busca de un autor», un drama del italiano Luigi Pirandello. Dicho drama presentaba la disposición de un elenco teatral realizando el ensayo de «Cada cual a su Juego», del propio Pirandello. De pronto irrumpen en el teatro Seis personajes, desesperados por encontrar un autor que termine de dar vida a sus existencias. Se suscitan toda una secuencia de diálogos exultantes y reflexivos, controvertidas expresiones en el que los actores flotan indecisos, inseguros en sus posturas, y buscan un autor para montar el «drama doloroso» que son ellos mismos. Quieren que lo íntimo, lo inverosímil y lo absurdo de su vida privada se haga público porque esa es la realidad.

Tú y yo sabemos que habitualmente el teatro hace pasar la ficción por realidad. Ellos quieren exactamente lo opuesto: el libreto será su existencia misma. Porque han nacido personajes pero no están todos «acabados». Lo que se eleva entonces de los personajes es irrepresentable: traición, abandono, incesto, odio, culpabilidad. Jamás la ficción aboliría la realidad. Con ellos, el eterno juego de cada cual, tratará de «perpetuar el suplicio», el acto del cual no puede retractarse o eximirse el ser humano.

El acto que acontece ahora, que acontece todo el tiempo, en un «instante eterno» el drama que se juega en la intrincación desesperada y torturante del «acto imperdonable». Ya que culpables son todos, pero no buscan presentar una historia completa, buscan más bien, a través de la exteriorización de su desordenadas ideas, ligarse a la inescrutable decisión del ser que los hace actuar hasta ese final atroz que conmociona a todos. La niñita cae en el estanque y muere; el adolescente la mira ahogarse, inmóvil, luego se mata. «La realidad, la realidad», proclama el padre. «Realidad, ficción, váyanse al diablo», diría con animo exacerbado el director y los personajes salen. ¿Terminamos? No es seguro porque las sombras de los personajes reaparecerían.

De la misma forma en nuestro montaje, el personaje del Padre tenía a menudo, una sonrisa incierta y vaga, de rostro pálido y arrugas bien marcadas en su ancha frente, a veces dulce, a veces áspero y duro.

Otro de esos seis personajes era la Madre, viuda de su primer compromiso, alterada y abrumada por el peso insoportable de la vergüenza y el envilecimiento. Lleva el espeso velo cubriendo su rostro, un rostro, no enfermizo pero pálido como de cera. El papel solo consistía en pararse en el escenario con la cabeza gacha y con la mirada perdida en la nada, y por supuesto ataviada de un negro riguroso, cubierta la cabeza con un pañuelo negro a manera de velo.

Bien, ocurre pues, que la chica que hacía el papel de viuda usaba un velo prestado, y lo anecdótico es que la chica que usaba el velo negro, a veces no concurría a los ensayos, y nos veíamos precisados a reemplazarla por otra alumna del ciclo; compañera suya. Podemos decir entonces que ambas alternaban el mismo papel, el mismo que hacían con mucho acierto. Luciana que así se llamaba, era la principal y Alessi, su compañera, la reemplazaba en sus eventuales ausencias.

En cierta oportunidad hubo una invitación para representar la obra en un evento artístico, y bueno reunimos el elenco, pero Luciana no asistiría, así que Alessi encarnaría a la viuda esta vez. Llegado el momento de la actuación debo admitir que lo hizo muy bien. Más adelante vendría la presentación oficial y Luciana tendría la oportunidad también de hacerlo bien y siempre con el mismo velo que ambas solían alternar al igual que el personaje. Sin embargo el destino tendría reservado para ellas un final aciago.

He aquí el misterio que se cierne sobre los hechos. Lo cierto es que una descolorida mañana de primavera, de paseo en la playa, de un no menos oscuro, misterioso y agitado mar, Luciana se perdería en las fauces insondables de una a marea implacable que le arrebataría la vida, ante la impotente y estupefacta mirada de sus compañeras. Un año después de triste acontecimiento nos volvimos a estremecer al conocer la noticia de que Alessi, la que la reemplazaba en el papel de la Viuda se quitaba la vida, no sin antes caligrafiar postrera epístola.

Ésta, es pues, la historia que me recordó el pañuelo de mi Madre.

¡Ah! Olvidaba decirte, el otro día pregunté por el pañuelo, perdón, por el velo supe que era prestado de otra chica, me enteré también que después que muriera Luciana, la chica dueña del velo se lo dio a guardar a Alessi porque no podía dormir, Alessi lo tuvo hasta días antes de morir, en que se lo entregó a Marcela. La madre de Marcela se enteró de la historia y según dicen se encargó de desaparecer el velo.

Espera, no me lo creerás, pero cuando me aprestaba a finalizar el presente relato, me llegaron noticias, que la dueña del velo ingirió sustancias tóxicas intentando quitarse la vida.

No sé..., pienso que cuanto antes hay que recuperar dicho VELO, antes de que pueda cobrar una nueva victima, ¿no crees?

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Pedro J. Martínez Muñante, Nacido en el Distrito de San Luis, de la Provincia de Cañete (Perú) es Licenciado en Educación, con 12 años de Labor Magisterial en el área de Comunicación (Lengua y Literatura), alternando su labor educativa en los Centros Educativos más renombrados de la Provincia de Cañete.

Ilustración relato: Fotografía por Juanjo Barinaga y Pedro M. Martínez ©






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