Sombras
Elías Alonso
G. Cornejo
Humo.
Era de noche, bien entrada la madrugada, y aquel local apestaba a
sudor y a humo. Recuerdo que en el pequeño espacio que quedaba entre
la barra y la puerta había tres pequeñas mesas cubiertas de vasos
medio vacíos con marcas de carmín y sudor entre paquetes de cigarrillos
y mecheros calientes. Pero a pesar de las reducidas dimensiones en
aquel lugar se amontonaba un número de personas mucho mayor al deseable.
La barra, estrecha y mugrienta, estaba poblada de bebedores aferrados
a sus licores y de borrachos que pugnaban por volver a rellenar su
copa una vez más. Algunos carteles de otras épocas mejores colgados
entre póster con mensajes subversivos matizaban el ambiente con una
pincelada entre nostálgica y decadente. Agobio. Yo hacia tintinear
el hielo de mi vaso chato, aún con algo de vodka en el fondo, mientras
daba una profunda calada a mi cigarrillo sentado en la mesa del rincón.
Alrededor de la mesa estaban mis supuestos acompañantes: un matón
con su novia dándose el lote en la silla de al lado y, en el otro
extremo, lo que parecía una reunión de solteronas histéricas. Apuré
lo que quedaba de mi copa y miré sin interés al viejo televisor. Con
lenta resignación consulté mi reloj y me dispuse a esperar. Ya tenía
que faltar poco.
Fuera hacia frío. Voy a tomar el aire, había
dicho, ahora vuelvo. Dentro no se lo habían tomado muy bien, pero
maldito lo que me importaba. Ahora estaba apoyado en una pared, un
par de manzanas más allá, y me disponía a encender otro pitillo, el
ultimo que me quedaba. A esas horas no quedaba nadie por la calle,
a excepción de alguna víctima de la heroína y de algún que otro mendigo
tirado en la calle. Hacia rato que las farolas habían dejado de alumbrar
las calles, por lo que sólo el tenue resplandor de una minúscula luna
nueva arrancaba algún destello en los bancos metálicos que rodeaban
al pequeño parque que, solitario y vacío, servía de refugio a los
famélicos perros callejeros de la zona. Aspiré una bocanada de humo
y lo dejé salir lentamente deslizándose por las comisuras de mis labios.
Volví a mirar mi reloj. Al fin las manecillas de mi viejo reloj marcaban
las cinco en punto, hora de salir.
Entré en el local, pagué mi copa en la barra
y avisé al matón. Era la viva imagen de un motero de Harley, con su
chaqueta de cuero tachonada de pinchos metálicos y cadenas, el imprescindible
tatuaje en el brazo y tripa de cervecero. La única pega es que él
no tenia moto. Ya había trabajado antes con él, un tipo silencioso
y eficiente a pesar de su aspecto. Se terminó su cerveza, apartó a
la chica que tenía encima y apagó el puro contra el cenicero, repleto
tras un par de horas de espera. Una vez en la calle, él se montó en
su viejo Renault y arranqué mi moto. Ambos sabíamos dónde íbamos,
así que, sin más protocolo, acudimos a la llamada del deber, o por
lo menos de nuestro deber, por poco moral que fuese. Ahí estaba, gordo
y torpe como de costumbre. Llevaba un traje de chaqueta gris, uno
de esos en los que nadie se fija y todo el mundo lleva. Salía de un
burdel de segunda ajustándose el nudo de la corbata. La verdad es
que no sabía ni su nombre. Todo lo que conocía de este hombre era
sólo lo que había averiguado en las dos semanas que llevaba observándole.
Era sólo un pobre diablo que había metido las narices en asuntos demasiado
importantes, o eso es lo que dijo el que me contrató. Este va a ser
un trabajo fácil, pensé, demasiado fácil. Bajo las luces azules y
rojas de un cartel de neón en el que se podía leer «Club Lovely» examiné
a fondo el coche del gordo en busca de un guardaespaldas o algo así.
Nada. Venía solo y se iba solo. Lo que no terminaba de comprender
es para qué habían contratado a dos asesinos para un trabajo tan fácil.
Aquí hay gato encerrado.
Saqué mi cuchillo y me ajusté la cartuchera con
la Thomson. Normalmente uso arma blanca, es mas silenciosa y más ligera,
pero la pistola es por si las cosas se complican. Y ésta ya me salvo
el culo en alguna ocasión. Me acerqué con paso decidido a mi objetivo
aprovechando las sombras que proyectaba el cartel. No me hace falta
cubrirme la cara; nadie describiría el rostro de su asesino. Cuando
estuve a un par de metros, alargué la mano izquierda y aferré el cuchillo
firmemente con la diestra. Rocé el hombro del gordo y apenas se hubo
dado la vuelta le metí una cuarta de acero en la carne. El cuchillo
entró limpiamente por su estómago y fue a parar al hígado, una puñalada
mortal; lenta y agónica, pero mortal. En ese momento comenzó a llover.
Me gusta la lluvia, es limpia y pura. Solté el cuchillo y lo dejé
clavado en el abdomen de aquel individuo mientras el matón me miraba
desde la esquina. Me acerqué a él para que terminara el trabajo y
se llevara el cadáver de allí, pero cuando me acerqué se llevó la
mano al cinturón y desenfundó un enorme revólver.
Buen trabajo, me dijo, pero ahora permíteme que
sea yo el que lo cobre. Nunca le había visto así, sus ojos ardían
de ira y avaricia. Aun no comprendo por qué adoptó aquella actitud,
pero entre su piel o la mía, la elección es obvia. Así que me tiré
sobre el asfalto, mojado por la lluvia, y rodé sobre mí mismo mientras
sacaba de mi bota derecha una pequeña cuchilla que solía usar para
emergencias. Oí dos o tres disparos angustiosamente cerca de mi cabeza,
uno incluso me rasgó la chaqueta. Con un solo movimiento fluido dejé
de rodar y me incorporé sobre la rodilla izquierda, y un instante
antes de que lanzara la ridícula hoja que tenía en la mano convirtiéndola
en un fugaz destello metálico que cubría la distancia que nos separaba
con un leve siseo, pude tener una fugaz visión de su rostro, desencajado
por la sorpresa y el hecho de haber fallado el primer tiro. En este
mundo, en nuestro mundo, en el mundo en el que vivíamos él y yo —decadente
y cruel, pero nuestro mundo al fin y al cabo— en ese mundo fallar
el primer tiro significaba encajar el movimiento del adversario y,
con un poco de suerte, encontrarse con un puñado de plomo en la cabeza
o quince pulgadas de acero en el vientre. Y él lo sabía. Yo sólo interpretaba
el papel de adversario en una comedia que algún hijo de puta retorcido
había pensado para mí, algún hijo de puta podrido de dinero y rodeado
de putas que ahora estaría roncando y babeando una almohada de plumas
en su mansión de las afueras.
La cuchilla acertó, certera y eficaz, en plena
yugular de mi contrincante, un compañero que por las ironías del caprichoso
destino acababa sus días como mi enemigo. Me pregunté si yo también
acabaría así, asesinado por algún colega más joven con aires de grandeza
y una cuchilla en la bota. Me levanté y observé mi última victima:
el motero sin moto, el asesino asesinado, el matón muerto, el traidor
traicionado. Era todo eso y muchas otras cosas que no merece la pena
decir. Y allí estaba, con la arteria seccionada y chorreando sangre
a borbotones. No le quedarían más de dos o tres minutos. Por simple
curiosidad profesional me pregunté cuál se desangraría más rápido:
el gordo acuchillado o el matón degollado. Eso suponiendo que el gordo
aún viviera. Me sacudí el pantalón, metí las manos en los bolsillos
de mi vieja gabardina y caminé hacia mi moto. Monté y me alejé de
allí sin el más mínimo remordimiento, sin la más mínima sensación
de culpabilidad, con la satisfacción de quien hace bien su trabajo,
mientras dejaba atrás dos cadáveres formando rojos charcos de sangre
en el asfalto. Llovía, y las farolas hacía rato que habían dejado
de alumbrar las calles. Sólo el pálido resplandor de una minúscula
luna nueva arrancaba algún destello de los bancos metálicos que rodeaban
al solitario parque.
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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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