SAVIA
ROJA
María M. González Bourel
Hace calor. Acabo de
salir de este pasaje estrecho y trato de aferrarme, como puedo, de
la fronda intrincada de este bosque azul y rosa que se interna en
el lago. Tengo la impresión de repetirme en múltiples celdillas, como
si fuera una colmena, o en una galería de espejos innumerables. La
savia roja se difunde en silencio por mi cuerpo, me invade lentamente
y me acostumbro de a poco a la aceleración, al latido y al golpe de
la sangre. Mi silueta se tiñe de granate y vira al púrpura en un osado
intento de definición. Me siento cansado, en este esfuerzo he puesto
en juego toda mi energía. Necesito dormir. Es un mandato, un deseo
impostergable y me sumerjo con ansiedad.
El chasquido
del agua y el golpe de los escudos amortiguan el choque de la caballería,
enjaezada para la guerra, penachos y estandartes de colores se agitan
con el viento de la tarde, cuando el puente levadizo cierra la entrada
de la fortaleza que se asoma en lo alto de la colina; una lluvia de
flechas corta el aire y desbanda la tropa hacia la intimidad de la
floresta.
Desde la transparencia
de mi refugio descubro, sorprendido, la superposición de las vibraciones:
unas repiten con nitidez el ritmo de galope, pero las otras se oyen
a distancia, acompasadas, con intervalos que me
recuerdan cuando, terminado
el oficio, acompaño a mi hermano mayor a las clases del maestro
griego, después de mirar los
frescos con delectación. Y es allí, entre técnicas pictóricas y ensayos
de dorado, hundido en la penumbra del claroscuro, donde he escrito
mis primeros sonetos
«al itálico
modo», entre plumas y pinceles, que graban
sobre márgenes de misal, los versos que buscan la armonía del toledano.
Sereno, emerjo
de espaldas y mantengo el equilibrio sobre el borde de las aguas en
una inmovilidad casi absoluta. De vez en cuando, muevo uno de mis
brazos para cambiar mi orientación,
mientras sueño con enrolarme en la flota de Francisco Pizarro y lanzarme, a toda vela
hacia la aventura, por las tierras del oro y de la plata que defienden
mujeres a caballo y gigantes de un solo ojo. La eternidad me espera
en el torrente de Juvencia y un lecho de esmeraldas en la laguna de
Guatavita. Conoceré las comarcas del sol y la flor de la belleza del
Perú: ninguna ñusta de trenzas negras y piel de bronce podrá resistirse
al asedio de mis madrigales.
Floto, plácidamente,
en la más absoluta beatitud. A veces me deslizo en suaves piruetas
que enredan las imágenes para proyectarme
un poco indio, un poco gaucho,
con la vincha en la frente y la pampa en la mirada y me voy perdiendo,
con mi potro en un vado, lejos del rancherío y de los toldos, para
acortar llanuras y crepúsculos.
Al ascender
inhalo el aire de la revolución. Un huracán de banderas sacude el
continente. La libertad se respira, se bebe, se mete por los poros
y estalla en las arterias en reflujos de sangre y patriotismo.
Giro sobre
mí mismo y me zambullo de cabeza en esa ola en un remolino que anula
las distancias.
Mi resistencia
a la presión acuática va disminuyendo, aunque todavía
tengo que encender antorchas,
llorar con las guitarras, bailar con los gitanos en la playa y avanzar,
entre llamaradas y penumbras, hacia mi primer sol.
He saltado
al puente por donde corre el tren en un vaho de brumas. El túnel queda
atrás y el cielo y la pradera me encandilan. Junto al andén me espera
un grupo de chiquillos. Soy uno de ellos y jugamos con un perro blanco
y negro que alegre nos embiste.
Una niña de
pelo rubio me mira desde su verde inalcanzable. Sonríe y se aleja
con rapidez, girando botas de gamuza sobre raudos pedales.
Ahora soy
yo el que anda en bicicleta por la Avenida Costanera, buscando a la
ciclista. Tal vez se haya disuelto en el follaje. El día es diáfano
y resplandecen almidonados rascacielos.
No sé por qué me siento enfocado
por luces silvestres. ¿Tendrán ojos las hierbas? Me distraigo. Bruscamente
caigo sobre el asfalto frente a unos frenos que aúllan histéricos.
Avanzo, sigo
mi paseo por calles estrechas. Voy dejando atrás mi seguridad, las
confidencias de este lago tan mío, soy impelido por una fuerza poderosa
que me lleva hacia delante a través de una geografía que he mirado
a través de mi globo de cristal.
Perderé mi
paz, olvidaré los secretos revelados por la memoria ancestral de mis
células. Me alejo, definitivamente, de las vidas y los sueños que
he asumido durante todos estos meses: soy huella de poetas, soy aventurero,
soy libertad y tren que viaja a una estación de infancia sin pesares.
En mi reciente arcilla se han grabado las historias de otros que borrará
la mía. Tengo miedo y quiero asirme de este pasado conocido, que pierdo
irremisiblemente.
No puedo.
Empiezo a olvidar. La angustia de este instante trascendental confunde
todos mis recuerdos.
Mi conciencia
aflorará al mundo desnuda, despojada de imágenes. Estaré expuesto
a todo riesgo. Inútil tratar de retroceder. Me alejo, me voy alejando.
Lucho por regresar en un último esfuerzo que me lanza hacia afuera
y oigo el grito de mis raíces que quieren aferrarme.
Una luz poderosa
me enceguece y soy aprisionado por manos firmes que me sujetan por
la cabeza y por los pies. Me ahogo. No puedo tolerar esta intemperie,
que me arranca de la tibieza de mi nido, quiero volver…Y lloro, hondamente,
con el dolor de toda la humanidad en su primera queja, al descubrir
que en el momento de mi nacimiento, me comprometo con el mundo y pierdo
para siempre el paraíso.
Despierto.
Poco a poco me he ido habituando a la claridad que irradia de mi ropa,
a la blancura de los alimentos. La luz ya no me hiere: filtro los
matices con lentitud hasta que recibo los colores.
A veces me
divierto con sonidos: imito algunos, los voy clasificando, uno por
uno, con mucho placer. Comienzo a distinguir voces y ruidos y espero,
ansioso, el canto que me llega con perfumes y caricias.
Creo que estoy
aceptando mi nueva situación. Tal vez sólo me adapte por necesidad,
aunque puedo elegir entre las posibilidades que me han sido dadas
y estoy aprendiendo a sonreír.
Me siento,
poco a poco, más tranquilo y reconozco el motivo de mi bienestar:
he rescatado a la niña de la bicicleta, por las noches me acuna y
me adormezco en su mirada de pradera.
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CONTACTAR CON LA AUTORA: maggie_gonzalez[at]hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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