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AL OTRO LADO
Santiago García Galindo

 

Con un pie sobre el siguiente escalón, Larry se detuvo y echó un ultimo vistazo por encima del hombro. Por un momento, estuvo seguro que vería el movimiento fugaz de unas manos, justo antes de aferrarlo con fuerza y arrastrarlo a la oscuridad. Pero no hubo mano, ni fuerza que lo arrastrase, solo el silencio y la penumbra de los últimos doce pisos que había subido.

Desde abajo, llegó con claridad el sonido de una puerta al cerrarse, y tras él, de nuevo, volvieron las risas y los gritos de los niños..., niños jugando, riendo, llamándolo por su nombre en algún lugar de allí abajo.

¡Largaos de aquí, hijos de puta! ¡Dejadme en paz...!

Aferrado con fuerza a la barandilla que habría de conducirlo a casa, tomó una nueva bocanada de aire, e impulsó su cuerpo sobre el pie que había en el escalón superior. La punta de un zapato del numero cuarenta y dos, quedó dibujada con sangre sobre éste, después de que el pie perdiera su apoyo, lanzando a Larry contra los escalones. Apenas tuvo tiempo de extender los brazos, cuando sintió que algo le golpeaba en la boca, hundiéndose en la carne de los labios cerrados. Un chillido apagado se deslizó por su garganta, y de su boca cayó un grueso hilo de saliva, sangre y la mayor parte de sus dientes delanteros.

Su voz, extendiéndose sin frenos a través de la oscuridad, le hizo comprender lo que estaba a punto de ocurrir. ¿De qué le serviría gritar en aquel lugar? Estaba solo. Nadie iba a escuchar su grito, nadie saldría en su ayuda. Se había perdido en el bosque, y solo los lobos le hacían compañía.

De nuevo, escucho aquellas voces, las risas y su nombre. Los lobos, decididos por fin a atacar a su presa. Casi sin pensarlo, comenzó a subir a gatas los escalones que le quedaban.

La sirena de una ambulancia sonó desde algún lugar cercano, en el mismo instante en que Larry alcanzaba el final de las escaleras. Se detuvo un instante, desconcertado por el sonido del mundo real que se extendía al otro lado de aquellas paredes. Y saboreó el sonido de la sirena, llenando el silencio que le oprimía.

El silencio. Ya no habían pasos ni risas en la escalera. No se oía nada más que el sonido apagado y quejumbroso de su propia respiración, y aquella lejana sirena. Nada más. Al fin lo habían dejado solo. Al fin...

—Hemos venido a por ti, Larry.

De pronto, la oscuridad engulló el mundo. Tumbado sobre el suelo, sintió la presión de una mano sobre su hombro, y con el único pensamiento de alejarse de ella, comenzó a arrastrarse por el suelo del pasillo que se extendía a su derecha. De nuevo, el único sonido fue el de las risas..., y su nombre, resonando entre aquellas paredes vacías; acompañándolo en cada nuevo paso, hasta que, finalmente, dio con la puerta que había al final del pasillo.

No sabia ni dónde estaba, ni lo que tenia que hacer, solo quería seguir avanzando, quería alejarse de aquellas risas, de aquellas voces que lo llamaban.

«La llave».

Aquel pensamiento llegó como un relámpago, iluminando sus pensamientos. Estaba en casa. Solo tenia que abrir aquella puerta, y al fin estaría a salvo.

Por un momento, olvidó las voces y las risas. Olvidó que ya no había escapatoria. Que había llegado al final del camino. Había encontrado un lugar donde refugiarse, y quizás, todo acabaría al otro lado de la puerta.

Con movimientos impulsivos y fugaces, saco la llave del bolsillo trasero de sus pantalones, y a tientas, trató de introducirla en la cerradura de un oxidado candado. Tardó una eternidad en conseguir que la llave por fin diese con la apertura. La deslizó por su interior y la hizo girar. No pasó nada.

Larry, hemos venido a recogerte. No tienes que seguir huyendo.

El mundo se desvaneció para Larry. Fue como si todo lo que veía, todo lo que había creído real, hubiese estado hecho de humo. De repente, todo desapareció. La puerta, el pasillo, la oscuridad..., todo, y se encontró de pie, otra vez fuera del edificio. Las luces giratorias de una ambulancia iluminaban la calle, y reconoció casi de inmediato el lugar donde se hallaba. Estaba junto a lo que en otros tiempos había sido una iglesia metodista, dos manzanas mas abajo de su edificio.

—Casi te perdemos —dijo una voz a su espalda— por un momento, pensé que lograrías entrar en aquel cuarto..., habrías quedado atrapado, Larry. Ya no habríamos podido hacer nada por ti.

Larry, apenas escuchó lo que decía aquella voz. Ya no importaban las voces, ni el edificio, ya no recordaba lo que había pasado. Toda su atención, se centraba en el cuerpo sin vida que había tendido junto a la acera, bajo la atenta mirada de un Jesucristo herrumbroso, que, sin duda, había vivido tiempos mejores. Durante un instante, creyó estar viendo los esfuerzos inútiles de aquel hombre por ponerse en pie, y un escalofrío le recorrió el cuerpo, al descubrir que esperaba ansioso por ver la cabeza aplastada y ensangrentada, que ahora se escondía tímidamente, bajo la sombra de un Pontiac azul del 68.

«Te conozco» —pensó.

Aún en la oscuridad, creyó estar viendo aquella cabeza, con el cráneo deformado. Los jirones de piel y carne que se habían desprendido de su cara, colgando lacios en dirección al suelo, y sus ojos, llenos de miedo, mirándolo desde el otro lado de la calle... «Yo te conozco».

—No te preocupes por eso. Nadie va a echarte de menos aquí... Créeme, estarás mucho mejor allá a donde vamos.

—¿Y a dónde vamos? —preguntó Larry, sin saber siquiera que había dicho algo.

—Al otro lado... Al final, Larry, todos tenemos que pasar al otro lado.


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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©





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