El Ángel
María M. González
Bourel
Jamás
podremos olvidar aquel verano en torno a las hogueras, con
la luna sobre nuestras cabezas en su obstinado menguante, como una
cimitarra de plata, que afilaba el viento con su silbido persistente
azotando las toscas irisadas de espuma.
Como los otros, habíamos acampado cerca de la
tienda de Omar, el herbolario, cuyo renombre de cabalista se extendía
por toda la costa y también por los países limítrofes, desde donde
llegaban los curiosos en busca de fórmulas magistrales para las dolencias
del alma o del corazón.
Era frecuente que los visitantes pernoctaran
en las inmediaciones de la botica y tuvieran que esperar varias semanas
para obtener una sesión privada. Entonces se distraían mirando y regateando
nuestras artesanías o en corrillos a la espera de alguna macumba pintoresca
que diera color a la espera. Todo eso y la esperanza de que arribara
cualquiera de los participantes de la regata, como había ocurrido
otros años, nos resultaba atractivo y formaba parte del tesoro que
llevaríamos de vuelta en nuestras cámaras fotográficas. El paisaje,
por otra parte, incidía en la sugestión de aquella atmósfera irreal
con sus grandes acantilados, los médanos a pico cubiertos de pinos
y los nocturnos constelados, magníficos de estrellas.
La astrología trashumaba de carpa en carpa, entre
nosotros, entre los gitanos de los barrios del sur, entre la gente
del circo y los visitantes —que no eran pocos— pues la fama del herbolario
y su conocida amistad con el favorito de la fiesta náutica, Jean Claude
Doubillet, obraban como una poderosa piedra de imán.
Por un lado, Omar y su pretendida alquimia, representaban
la fuga de lo cotidiano y la posibilidad de trascender lo real. Por
el otro, la imaginería popular había tejido una red de leyenda alrededor
del deportista que atrapaba inevitablemente al público. El herbolario
y su trouppe aparecían en la playa con un increíble despliegue
esotérico, en el que no estaban ausentes los juegos de magia negra,
las barajas egipcias y la exploración quiromántica. Caminaba entre
sus seguidores que se abrían en dos alas y les imponía las manos sobre
la frente, los brazos y las piernas con una maestría histriónica digna
de las mejores compañías teatrales.
En la trastienda de la botica se escalonaban
frascos y redomas, donde hervían brebajes de colores llamativos, zumos
frutales, seguramente, pues Omar los ofrecía a sus clientes en largas
copas con el borde azucarado y un trozo de hielo. Fuese lo que fuese
la poción o refresco tenía un efecto reconfortante para quienes se
habían aventurado a pleno sol hasta aquella playa privada, escondida
entre los barrancos y el monte virgen.
Nosotros llegábamos y nos instalábamos todo el
verano, después de vaciar nuestras mochilas y armar los kioscos y,
aunque le pagábamos un alto porcentaje por las ventas, sabíamos que
estar con él era un negocio seguro y fascinante. Yo me había sumado
al grupo de puro aburrida, pues a los veinte años, cuando los horizontes
se nos ofrecen infinitos y viables, cualquier experiencia esnob resulta
seductora.
A veces me reía secretamente de toda esa alineación
fraguada que tenía poco de mística y mucho de especulación, pero era
un escape de la rutina, de la bohemia de café y de las librerías de
viejo y, sobre todo, de esa angustia del ser que nos iba socavando,
a medida que nos hacíamos adultos y perdíamos la fresca irresponsabilidad
de la adolescencia.
Comprendía, sí, que también la botica de Omar
era otra forma de huir de la soledad que se hacía palpable en la ciudad
y en el tumulto como una fiera agazapada a la vuelta de cada esquina.
Pero era una experiencia nueva que entrañaba la posibilidad de cambio,
a salvo de la sombra macabra del hastío. De cualquier manera aquella
elección no me defraudó, no sólo por la extravagancia del ambiente
sino por la aparición sorpresiva del ángel, jinete en medio de las
olas, sobre un velero desertor de la regata, quien se presentó ante
nosotros como Jean Claude Doubillet, marino francés y bucanero del
tiempo.
Verlo secundar a Omar como hechicero medieval,
conjurar a supuestos licántropos en las noches de plenilunio, entonar
con la guitarra canciones de la antigua Provenza y bailar la danza
de las dagas, rojo de fuego y vaporoso de humo, entre cíngaros y llamaradas,
con aquella sonrisa que se le demoraba en el rostro, era mucho más
de lo que yo podía resistir.
El embrujo de aquellos días en que capturábamos
instantes, descubríamos espacios, estrenábamos perfumes y sabores,
aún permanece con nosotros, aunque me repitan hasta el cansancio,
que ninguna embarcación llegó aquel verano a la playa del herbolario,
que Jean Claude Doubillet ya no existe, que su velero naufragó en
la regata de ese mismo año, a raíz de un temporal.
No es así. Yo sé que alcanzó nuestro muelle.
Lo sabe también Omar, que nos dio a beber aquel refresco rojo bajo
el hilo del menguante, cuando el cielo se desplomaba a torrentes que
no apagaban las hogueras, mientras el mar mordía el acantilado con
aullido de lobo, arrojando sobre la playa el esqueleto desarticulado
de un bote perdido y el herbolario me repetía, nos repetía a Jean
Claude y a mí, para conjugar nuestra temporalidad a destiempo en este
presente perpetuo que me retorna a Jean Claude, que me trae a Jean
Claude hasta aquí, a cualquier hora y en cualquier espacio, nos repetía:
basta que un solitario piense en un ángel para tenerlo junto a él.
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CONTACTAR CON LA AUTORA: maggie_gonzalez[at]hotmail.com
Ilustración:
Fotografía por Andrés Irrazabal ©
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