Volver al índice de Relatos (2)

Página principal

Música en Margen Cero

Poesía

Pintura y arte digital

Fotografía

Artículos y reportajes

Radio independiente

¿Cómo publicar en Margen Cero?

Síguenos en Facebook






Sonata arrebatada
_______________________
Elena Barinaga

Hay personas que no sólo tienen pánico a demostrar sus emociones, sino que se escandalizan sinceramente de sí mismas por sentirlas siquiera. Estas personas observan los sentimientos y las pasiones ajenas desde la distancia, permitiéndose a lo sumo una indulgente piedad por actos y expresiones que en el fondo consideran indignos y vergonzantes, propios de naturalezas impulsivas, deficientemente cultivadas. A pesar de seguir estrictamente la norma de evitar toda situación donde es normal enfrentarse a la expresión de afectos y tribulaciones, cuando por circunstancias excepcionales se ven obligados a asistir a algún episodio de carácter dramático, reaccionan como si se tratara de una catástrofe natural, es decir, intentando que las consecuencias les afecten lo menos posible. El señor Patson era una de estas personas.

Entrado ya en la cincuentena, con una sólida fortuna, vivía en su mansión de Elm Park Gardens, rodeado de sirvientes con los que apenas trataba a no ser a través de su mayordomo, James, que dirigía la organización doméstica desde antes de que el señor Patson naciera. Desde aquella época servía también en la casa la señora Bridgman, la charlatana y alegre cocinera que tan agradable le había resultado siempre a su madre. El señor Patson recordaba su desamparo en las largas veladas invernales que pasaban juntas en la cocina, comentando las interminables historias de la gran familia de la empleada, sobrinas que se casaban, que se separaban, que ingresaban en conventos, hermanas viudas necesitadas y familiares políticos desalmados. Como su madre entendía que no eran conversaciones para mantener delante de un crío, le tenía prohibida la entrada, y no siendo que lograra esconderse a tiempo para quedarse con ellas, era obligado a vagar sólo por la casa tan molesto como asustado. No obstante, en recuerdo de su madre, y en honor del aprecio que ella tenía a la cocinera, el señor Patson la conservaba a su servicio a pesar de la viva antipatía que le inspiraba. Procuraba tratar con ella lo mínimo posible, pero a diario se veía obligado a soportar sus amabilidades y los consejos cuasi maternales que le propinaba sin la menor consideración. El señor había fracasado con ella en el intento de «ponerla en su sitio» cuando faltó su madre y ésa era la única sombra en su luminoso y plácido retiro hogareño.

Podría decirse que el señor Patson se dedicaba en exclusiva a la música, y aunque él jamás lo hubiera admitido, sentía verdadera pasión por ella. Siempre que tenía ocasión se explayaba refrendando las teorías estéticas de Schopenhauer, que en su juventud había defendido desde las páginas de las publicaciones especializadas con severo desdén hacia sus antagonistas. «La música es la expresión pura del alma humana», decía con altivez, «y como ésta, es pura matemática». Aunque seguía colaborando ocasionalmente en las revistas musicales y asistía con regularidad a todos los conciertos y veladas de cierta relevancia que se celebraban en Londres, con la edad había perdido interés por la polémica, que consideraba una actividad inútil. Ahora sólo se dedicaba a disfrutar escuchándola y a componer un poquito a escondidas. Desde muy joven había recibido una excelente educación musical y había llegado a ser un pianista correcto, sobrado de técnica pero falto de emoción. Lo contrario que su madre, que aunque técnicamente no llegaba a la altura de un concertista, compensaba esa carencia con una ejecución de un cálido sentimiento que nunca dejaba de conmover. Desde el fallecimiento de ella, el señor Patson nunca había vuelto a abrir el magnífico piano de su madre a otras manos que no fueran las propias.

Así vivía el señor Patson hasta que en el mes de abril la vida le proporcionó la posibilidad de cambiarlo todo. La señora Bridgman se había levando la primera como era su costumbre y se dirigía a la cocina con la única idea de poner agua a hervir y hacerse un té antes de emprender las labores de su jornada. No había podido dormir bien. Las alarmantes noticias de la última carta de Eleanor, la más joven de sus sobrinas, la habían trastornado hasta el punto de robarle el sueño. La pobre huérfana, contaba el acoso al que se encontraba sometida por el señor viudo de la casa donde se había colocado de institutriz. Eleanor había nacido inesperadamente doce años después que el último de sus hermanos, cuando ya sus padres no esperaban más descendencia. Pero no había sido esto lo único inesperado en la niña. Era guapa, realmente guapa, como no lo eran ni el matrimonio ni ninguno de sus hermanos, como si la naturaleza para ella se hubiera entretenido en escoger lo que debía heredar de cada uno de sus ancestros para hacer la mejor mezcla posible. Tenía el pelo de su abuela, espeso y brillante, graciosamente ondulado, la piel de la madre, suave y cremosa, de un preciso tono marfileño (el único rasgo bonito de la buena mujer), tenía la nariz del padre, el esbelto talle de su tía Angélica, las manos de su abuelo materno, el corte de cara de su tío Greg y así todo. El resultado no podía haber sido más feliz. Siempre había recibido los cuidados más exquisitos y cariño a raudales, ya que si para sus padres era un orgullo semejante belleza de hija, para sus hermanos era ni más ni menos que un hermoso juguete. Gracias a Dios, tantos mimos no la habían echado completamente a perder, pero sí le había forjado un carácter alegre y despreocupado y una gran confianza en que la vida sólo podía traerle cosas buenas. En contra de lo que habían hecho por los demás, sus padres permitieron que Eleanor estudiara y gastaron más dinero del que realmente podían dedicar a ello, en procurarle una educación de verdadera señorita, gracias a la cual, había tenido la posibilidad de colocarse de institutriz para ganarse la vida ahora que sus padres habían fallecido.

Cuando la señora Bridgman tenía ya una taza de la reconstituyente infusión entre las manos y trataba de calmarse asegurándose a sí misma que las noticias serían hoy mejores, sonaron unos suaves golpes en la puerta del servicio. La cocinera se sobresaltó al escucharlos y se sobresaltó más al abrir la puerta y encontrarse cara a cara con su sobrina en un estado realmente lamentable. Eleanor se echó a sus brazos llorando amarga y convulsivamente y no pudo decir palabra. Usando de sus cada vez más menguadas fuerzas, la cocinera ayudó a pasar a su sobrina, la acomodó en el banco al lado del fogón, y la obligó a tomar una taza de té. Poco a poco la muchacha se hizo de nuevo dueña de sí misma, y entonces, con mucho llanto y mucho sufrimiento contó a su tía que la noche anterior, cuando terminaba de dormir a los niños en la casa donde trabajaba, se había encontrado al señor esperándola en su propia alcoba y había tenido que huir sin recoger ninguna de sus pertenencias. Toda la noche la había pasado caminando sola por la ciudad hasta dar con la casa donde servía su tía, único refugio posible en semejante situación. La señora Bridgman, conmovida y asustada, fue inmediatamente a despertar al mayordomo para pedirle ayuda y consejo. El bueno de James, con quien le unía la amistad de muchos años de trabajo en común, se había comportado a la altura de las circunstancias, proponiendo que Eleanor, —la señorita Dellgrove, como él la llamaba—, se instalara bajo su responsabilidad en la mansión, y disponiendo que se hiciera lo necesario para denunciar al malhechor y recuperar las pertenencias de la joven y los honorarios que le fueran debidos.

Así transcurrieron bastantes días. La fuerza de la juventud se impuso sobre las penalidades y Eleanor, antes incluso de tener noticias ciertas sobre la demanda interpuesta, ya había recuperado el ánimo jovial que la caracterizaba. Sin ninguna experiencia trataba de ayudar a su tía en sus cometidos, pero era rechazada por ésta entre risas y carantoñas. El resto del servicio la consideraba una invitada del mayordomo, la trataban con cortesía y deferencia, y tampoco consentían en darle ocupación ninguna. Por tanto Eleanor a veces se aburría un poco y aprovechaba las salidas del señor de la casa para ejercitarse en el piano, instrumento que tocaba deliciosamente y que precisamente por ello, la hacía disfrutar sobremanera.

Una mañana, del encantador mes de abril, el señor pidió su bastón y su sombrero para salir y ella se deslizó en el salón y se sentó al piano como empezaba a hacerse costumbre. Se sentía pletórica con los rayos del sol jugueteando en la brillante tapa del piano y el olor de las frescas flores que la doncella había cortado al amanecer. Comenzó a interpretar la sonata Waldstein de Beethoven despacio y tranquila, y al atacar el rondó del tercer movimiento, tras el precioso adagio de introducción, las notas saltaron como chispas de luz que sus dedos arrancaban al marfil haciéndola reír abiertamente de satisfacción, todo su cuerpo vibrando con la caja del valiosísimo piano. La música extendía por toda la casa noticia de su felicidad y llenaba las estancias de color y alegría.

El señor Patson, que se había demorado en su gabinete respondiendo una correspondencia urgente, se vio sorprendido por la irrupción de la melodía que llegó hasta sus oídos iluminando su sobrio rincón de trabajo y arrastrándolo a un penoso estado de encantamiento y confusión. Como un sonámbulo se levantó y se dirigió al salón, en busca de la fuente de la que manaba ese maravilloso sonido. Las notas, como manos misteriosas tiraban de él y lo conducían, incapaz de pensar. Cuando traspasó silenciosamente la puerta, se encontró con el espectáculo de una joven hechiceramente bella entregada totalmente a la música, doblada sobre el piano acompañando las notas con los movimientos de su cabeza y su cuerpo, envuelta en una mágica atmósfera de placer. Su grácil figura se recortaba sobre el ventanal del florido jardín, y esa figura casi sobrenatural, y la risa que se le escapaba a la joven al lograr los más difíciles acordes, adornadas por la exquisita música, casi consiguieron privarle del sentido.

De repente, todo se vino abajo. La fascinante joven dejó de tocar, se levantó totalmente ruborizada y empezó a balbucear disculpas. Todavía sin acabar de comprender la situación, el señor Patson hizo ademán de retirarse y vio con horror cómo la joven se le echaba encima y le agarraba del brazo pidiendo disculpas por algo que él no conseguía entender. Finalmente logró recuperarse lo suficiente como para preguntarle quién era ella y qué hacía allí. Eleanor intentó explicárselo, pero de forma tan aturrullada y con un apocamiento tal, que era imposible comprenderla. La joven se dio por vencida y pidió al señor que llamara a James y a su tía para que explicaran la situación, cosa que ella se veía incapaz de hacer.

Cuando el señor de la casa tuvo información completa sobre quién era Eleanor y cuáles eran los motivos por los que le estaba dando alojamiento sin saberlo, decidió salir a su paseo sin más demora. Dejó a todos en la casa pesarosos, porque aunque había dado formalmente su consentimiento tanto para que la joven siguiera viviendo bajo su techo, como para que tocara el piano cuando lo deseara, la forma en que se había producido el encuentro era para todos embarazosa y estaban un poco avergonzados.

A la hora del almuerzo el señor Patson se presentó como siempre, y no dio muestra ninguna de acordarse del episodio que había tenido lugar por la mañana. Pero no era así. Desde el mismo momento en que salió de la casa había aguantado los deseos de volver y de pedir a la señorita Dellgrove que tocara para él. No había podido concentrarse en ninguna de sus actividades cotidianas y se sentía invadido por la extraña sensación de que no podría parar hasta no escuchar de nuevo la sonata Waldstein interpretada por ella. Mientras le servían la comida, los atentos ojos de la señora Bridgman no consiguieron observar en él más que una leve palidez. El resto del día para el servicio transcurrió con normalidad, salvo que el señor no volvió a salir de la casa en contra de lo que era habitual. Para él, fue un día largo e ingrato, en el que luchó como nunca contra sí mismo, contra una especie de revolución en su naturaleza que le pedía buscar a la señorita Dellgrove y rogarla que tocara de nuevo. Quería verla, quería escuchar su risa de nuevo y quería sentir el mismo placer que había sentido aquella mañana antes de que su curiosidad e imprudencia la hubieran interrumpido.

La velada en la cocina, sin embargo, fue muy animada. Eleanor pedía una y otra vez a su tía que le contara cosas del señor y las historias de la cocinera habían encandilado también a la doncella, a la pinche y a las lavanderas, todas ellas muchachas jóvenes y bastantes nuevas en la casa. Con su habitual espontaneidad, Eleanor decía encontrar muy atractivo al señor Patson y muy interesante todo lo que tenía que ver con su persona. El resto de las muchachas, más comedidas, lo único que hacían era asentir y disfrutar de la lengua vivaz y bonachona de la cocinera, que inventaba recuerdos para ellas cuando su memoria no le proveía de anécdotas suficientes.

Al día siguiente, Eleanor esperaba en vano que saliera el señor para ponerse a tocar y el señor no salía esperando en vano que ella tocara, y así se les fueron las horas. Por la tarde, cuando la señora Bridgman le servía el té, el señor preguntó por su sobrina y por las razones por las que no hubiera tocado en todo el día. Lo hizo como si no fuera más que por mera cortesía, pero un ligero temblor en la voz estuvo a punto de descubrirle ante los ojos de la despierta señora Bridgman y lo que es peor, ante los suyos propios. Se le informó de que no tocaba el piano por no molestarle, y que, en adelante, como medida de precaución, la señorita esperaría a cerciorarse de que el señor se había ausentado para hacerlo. El señor Patson se sintió perdido, incapaz de rogar a la buena mujer que su sobrina tocara de nuevo ante él ni de reconocer lo que esta cuestión le estaba alterando. En cuanto se encontró a solas de nuevo, tuvo que levantarse del cómodo sillón y dar unos cortos paseos por la estancia para calmar los nervios. Él se engañaba a sí mismo diciendo que la falta de ejercicio, al no haber salido en todo el día le proporcionaba ese exceso de vitalidad. Pero de nuevo no era así. El pobre señor Patson estaba inquieto, molesto y angustiado por la renuncia a escuchar de nuevo a Eleanor que su flaqueza y su indeseable sentido de la corrección le imponían. Otra vez esa pequeña revolución en su naturaleza que le sacaba de sus casillas y por la que sentía un profundo rechazo. «No es más que música, ¡por Dios! ¿a qué tanta zozobra?» se decía a sí mismo un poco indignado. Sin embargo, en cuanto se callaba o detenía un instante una parte de su interior le susurraba que además de la música era la misma señorita Dellgrove la que le producía esta exaltación y entonces volvía a pasear discurseándose a sí mismo y tratando en vano de calmar su inflamación.

Toda esa tarde y esa noche, las pasó el señor Patson razonando consigo mismo sobre su estado de ánimo y tomando mentalmente las medidas apropiadas para volver a la normalidad y sofocar su frenesí. Lo consiguió indudablemente durante unas horas, pero cuando a la mañana siguiente salía de la casa hacia sus obligaciones, la enajenación que le rondaba se apoderó completamente de él al cruzar un pensamiento su mente: «Si me escondo en el jardín, debajo de los ventanales del salón, volveré a oírla tocar con toda tranquilidad». No se paró a más reflexiones, ni desperdició el tiempo en consideraciones de otro tipo. Sencillamente salió del camino y se escondió entre los macizos de flores. Tanta audacia tuvo inmediata recompensa, ya que nada más instalarse comenzó a escuchar el inspiradísimo concierto que Eleanor le regaló sin saberlo. El señor Patson cerró los ojos e inmediatamente su memoria comenzó a proveerle de imágenes fantásticas de belleza que lo exaltaban y provocaban, soliviantándolo hasta el punto de perder toda noción de la realidad.

La señora Bridgman observó con desagrado cómo el indómito cachorro de los vecinos había vuelto a saltar la cerca y zascandileaba por los macizos de flores y los arbustos del jardín. Ella pensaba que después de los gritos que le dio la última vez no se atrevería de nuevo, pero allí estaban claramente moviéndose las ramas del más bonito de todos, el que daba justamente debajo de las ventanas del salón. Dispuesta a que el animalito aprendiera de una vez, y ahora a golpes, si era necesario, enrolló un periódico viejo y salió a su encuentro sigilosamente, con el fin de sorprenderle y así asustarle más cuando recibiera el sonoro papirotazo. Al llegar a su destino, con el amenazante brazo armado en alto, la señora Bridgman no pudo reprimir un grito al ver que el merodeador no era otro que el mismísimo señor Patson. Este no advirtió su presencia hasta ese momento, ya que en su arrebato, tenía los ojos cerrados y su ser entero volcado hacia el interior donde la música y los recuerdos le estaban proporcionando unos de los mejores ratos de su vida. Se miraron ambos con verdadero espanto y retrocedieron como si se hubieran encontrado al mismísimo diablo. Se separaron sin darse explicaciones, sin haber recuperado la facultad del habla ninguno de los dos. La señora Bridgman a la cocina y el señor a su club, donde tenía la posibilidad de esconderse del mundo, aunque fatalmente no de sí mismo.

Mandó recado a la casa de que no se le esperara hasta nueva orden y se instaló en una de las más discretas habitaciones. Allí purgó su rapto de humanidad, se martirizó con el sentido del ridículo y se mortificó por su debilidad hasta la extenuación. No se perdonó nada en aquella habitación al abrigo de cualquier contacto con el mundo. Mordió la almohada de rabia y lloró, incluso lloró de vergüenza y arrepentimiento por haberse dejado arrastrar al desvarío y la locura. Tres días le llevó esta «cura». Perdió peso y color, pero se hizo fuerte y recobró la capacidad de controlar sus actos, todos y cada uno de sus actos. Llegó un momento en que se dio cuenta de que seguir reconcomiéndose no tenía sentido y pudo afrontar la vuelta al hogar.

Allí mientras tanto, la señora Bridgman casi se vuelve loca de preocupación. No se atrevía a compartir con nadie su secreto porque se culpaba de la ausencia del señor y temía las consecuencias. Era tan insólito lo que había pasado, que no encontraba modo de explicárselo, y eso era algo que no solía pasarle a la avispada señora Bridgman. Su sobrina le preguntaba sin parar y al tercer día logró vencer su resistencia y le arrancó el relato de lo que había pasado en el jardín. Eleanor, al conocer la historia se puso muy contenta, regocijándose ante la idea de que el señor Patson apreciara tanto su música y la respetara tanto como para escucharla tocar a escondidas. Estaba tan acostumbrada a provocar reacciones de ese tipo, que identificó la pasión que había despertado en él sin ninguna dificultad y le divirtió enormemente la poquedad del dueño de la casa. Tomó por timidez la causa del comportamiento de su anfitrión sin darse cuenta de que era su espíritu autárquico el que le impelía a obrar así. Ella, que había sentido una cierta y lógica atracción por su protector, dio rienda suelta a sus ilusiones, y se las prometió muy felices homenajeándole con alguna de sus interpretaciones más logradas, hasta conseguir vencer la timidez que les separaba.

Con un montón de sensatas decisiones ya tomadas, el señor Patson volvió a su casa y llamó a James para interesarse por la marcha de los asuntos de la señorita Dellgrove. Una vez que el mayordomo le comunicó que era cuestión de poco tiempo el que la señorita recibiera sus pertenencias, junto con sus honorarios y una reparación económica que la permitiría vivir holgadamente por su cuenta un tiempo hasta encontrar otra ocupación, se tranquilizó aún más y pidió a James con discreción que acelerara, tanto como lo permitiera el debido decoro, la salida de la señorita de la casa.

Con estas disposiciones, el «asunto Dellgrove» estaba a su entender completamente zanjado. Pero esta vez tampoco era así. Eleanor, en cuanto tuvo noticia de su regreso, no vivió más que para el momento en que pudiera ofrecer al señor Patson su más entregada interpretación de la sonata Waldstein y homenajearle así por su hospitalidad a la vez que lograba un acercamiento que daba por seguro y muy recomendable.

El dueño de la casa, como decimos estaba tranquilo al saber que no se vería de nuevo expuesto a tempestades emocionales, ya que no pensaba ver nunca más a la señorita Dellgrove y estaba seguro de que ésta tocaría más hasta asegurarse de su ausencia. Con estas premisas básicas de seguridad, reemprendió su vida normal con satisfacción y con un cierto orgullo, ya que si bien había sido puesto a prueba, también es verdad que la prueba había sido superada convenientemente.

Orientada por su tía, Eleanor había elegido el domingo como el día más indicado para obsequiar al señor Patson con su sugestivo concierto. Era éste un día en que el señor salía sólo para asistir a los oficios religiosos, dedicando la mayor parte de la jornada a la lectura. Cenaba más temprano de lo normal y se retiraba dejando que la servidumbre disfrutara de unas horas de ocio. Tan considerada rutina le colocó como un blanco fácil para las pretensiones de la cocinera y su sobrina. Ésta última, se pasó la tarde acicalándose y repasando mentalmente la partitura. Cuando ya había anochecido se sentó al piano, habiendo dejado abiertas de par en par las dobles puertas del salón para asegurar lo más posible que la pieza volara sin dificultad hasta su destinatario. La sonata arrancó sosegada, como siempre, pero en el tercer movimiento cobró un ritmo y una fuerza majestuosos y su modulación se apoderó del ambiente de la casa, estremeciéndolo con violencia inusitada. Los acordes se sucedían llenos de ardor y entusiasmo, las melodías se cruzaban una y otra vez empeñadas en una armonía clamorosa que iba creciendo incalmable y apasionada.

Oyéndola, la señora Bridgman lloraba conmovida en su cocina y el señor Patson se helaba en su gabinete. Más cálido, más enconado y febril le llegaba el sonido del piano, más frío se iba quedando el hombre, consternado por la turbadora ejecución de la pieza, pero indignado por la falta de nobleza de la joven, que no se sentía obligada a cumplir su palabra. Esperó que Eleanor terminara alimentando su enojo con pensamientos que lo protegían de la música y le hacían ver lo intolerable que era que su voluntad no fuera respetada en su propia casa. Inmediatamente que se hizo de nuevo el silencio, el señor Patson llamó a James y le pidió que de su parte diera orden a la señorita Dellgrove de que se abstuviera de tocar el piano mientras él estuviera en la casa, tal como había prometido. De lo contrario, se vería obligado a negarle su amparo y echarla a la calle. Tan disgustado estaba que lo hubiera hecho en ese mismo instante de no ser por su condición de caballero y por un prurito de su amor propio que le pedía que enfrentara la situación en lugar de huir de ella.

La señorita Dellgrove recibió atónita estas instrucciones. En cuanto salió de su asombro se debatió entre sentirse ofendida o halagada por ellas, pero su talante optimista e inconstante, decidió que seguramente era demasiado buena para él, un hombre tan mayor y tan extraño y ella sí, zanjó definitivamente la cuestión. Pocos días más tarde salió de la casa después de una fría despedida con el dueño de la casa que no consintió en recibir su agradecimiento sino delante de su tía, y se marchó sin darse cuenta de que desde la ventana de su gabinete el señor Patson la seguía con la mirada, sintiéndose incomprensiblemente compungido.


_______________________
Sonata arrebatada recibió el 2.º PREMIO del I Certamen de Cuentos ALMIAR (2001).

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©