EL HOMBRE
QUE SE CAGÓ
A SÍ MISMO
por
Fernando Luis Pérez Poza
Desde el mismo momento en que
se dignó poner un pie en este mundo, Venancio Cienfuegos, a quien todos conocían
un poco en broma y otro poco de pitorreo por el «apagao», supo por voz de
la comadrona que atendió a su madre en el parto que le esperaba una muerte
trágica, que cuando el tambor sordo de su corazón redoblara en su pecho el
último latido, la sangre se le desparramaría por el suelo al igual que a un
cerdo en el día de su San Martiño
(1).
Pero lo que Venancio Cienfuegos nunca supo, lo que nunca llegó a presentir
y ni siquiera pudo imaginar era que la iba a cagar.
Los indicios que hacían presagiar
tan drástico y dramático final eran inequívocos. Todos los adivinos y brujos
del lugar lo confirmarían con el tiempo, e incluso las echadoras de cartas
ocultarían el resultado de sus adivinaciones tras un rictus de tragedia para
no herir su sensibilidad: Había nacido con el cordón umbilical enroscado al
cuello, casi a punto de reventar de asfixia, con las venas de las sienes hinchadas
y la cara más morada que el hábito de un nazareno. Y aunque años más tarde,
en las tertulias de taberna con los amigos, se lo tomase a broma y explicase
que aquel incidente era una primera actitud de reivindicación ecologista,
una huelga de aire en protesta por la polución, sabía que esa forma de nacer
no le conduciría a nada bueno y como señalaban los augurios, inexorablemente,
su sangre se derramaría en el punto y final.
Pero a Venancio Cienfuegos,
en realidad, no le importaba lo que le pudiera deparar el destino. Vivía aterradoramente
encadenado a su presente inmediato. El tiempo era un espejo en el que sólo
se reflejaba el paso de los fantasmas, una latitud transparente en el devenir
secuencial del universo, un silogismo del que nunca se podría deducir la certeza
de que iba a continuar existiendo durante los minutos siguientes. Incluso
cuando despertaba de un sueño tenía ciertas dudas acerca de si lo real eran
las escenas vividas en los brazos de Morfeo y sus treinta y ocho años una
pesadilla o viceversa. Opinaba que no merecía la pena malgastar ni un mal
pensamiento en las cuestiones del futuro porque para él lo importante era
el presente, el presente continuo, ese presente indefinido que solamente se
acaba con la muerte.
Así, solía afirmar ante sus
amigos que después de la muerte no hay nada:
—¡Te conviertes en un cagao!
Y, cuando alguien insistía
para que fuera más explícito, comparaba la vida de todas las personas con
las aventuras y desventuras de un osado e intrépido flato. Decía que la vida
de los humanos y de casi todos los seres vivientes es como una burbuja de
aire que aprovecha el mínimo descuido para colarse en la boca, ya sea al comer
o al respirar, o incluso oculto en el espeso camuflaje que proporciona el
interior de un garbanzo del cocido. Una burbuja que después de realizar un
largo viaje por el cuerpo, de resbalar por las más acentuadas pendientes y
perderse en mil revoltosos remolinos sale al exterior para fundirse con la
nada, lo que equivale a ganar el cielo en el lenguaje de los cristianos.
El paladar es la primera etapa,
la estación de partida donde se saca el billete y se inicia la trepidante
tournée. De ahí las fuerzas del destino proyectan al viajero por el tobogán
de la infancia y de la adolescencia hasta el estómago, donde los jugos gástricos
le pegan un buen repaso, a modo de centrifugadora en programa intensivo, y
lo someten a una o múltiples pruebas de fuego. Esa es la etapa en que al ser
humano le entra la depresión y los demás en lugar de echarle un cabo le amargan
la vida, lo torturan o le dan por el saco sin contemplaciones, sin necesidad
de que se baje los pantalones.
La vejez se desarrolla en los
intestinos. Cuando ya la bilis y los humores pancreáticos le han dado otro
buen revolcón y lo que quiere es liberarse de una vez para siempre de la inmundicia
social en la que sobrevive, aunque sea a costa de trasladar su espíritu a
un paraje más etéreo y sin retorno como es la más eterna de las eternidades.
Pero al gaseoso vagabundo ya le fallan las fuerzas. Y no puede... no puede.
¡No puedddooorrr...!. Y al final, después de pasar muchas vicisitudes sale
en forma de flato, haciendo... ¡bluff!.., que puede ser más o menos sonoro,
en función del número de personas que asiste a su entierro. Eso es lo que
le sucede al cristiano y a todo bicho viviente cuando muere, hace... ¡bluff!...
y se funde con la nada.
Ahora bien, como en todo...
hay clases. No es lo mismo entrar en el juego de la vida acompañado de una
buena langosta y empujado por una botella de afrutado y refrescante Albariño,
que en medio de un plato de lentejas, donde todo son codazos y al flatulento
viajero le es más difícil sobresalir o, al menos, tener una existencia un
poco placentera. Algunas veces, incluso, todo se queda en un simple despropósito,
en una falsa alarma, en un desesperante sentimiento de impotencia y el destino
le obliga a regresar por donde ha venido, en forma de eructo, sin llegar a
cumplir completamente las distintas etapas de su ciclo vital. Hay también
los que se quedan atrapados en un instante, agazapados en la cavidad torácica,
bajo el corazón, como neuróticos inmersos en la dolorosa angustia de cada
latido y se las pasan canutas, hasta que al final logran salir con ese aroma
a rancio que poseen las grandes pestilencias.
Aquella noche, al acostarse,
después de una de sus largas disertaciones de taberna sobre cuestiones tan
profundas y existenciales, no se sabe bien por qué, a Venancio Cienfuegos
se le inundó el cuerpo de retortijones y se le hinchó como una vela en medio
de un huracán. Era tal la flatulencia que se removía en su interior, trepándole
desde los hígados hasta las amígdalas para luego descender hasta el recto,
que, en cualquiera de aquellos aterradores y espantosos bramidos casi de ultratumba,
con los que finalmente se desahogaba, parecía que iba a echarse a volar. Ni
un cohete con propulsión a chorro a punto para el despegue después de la retrocuenta
podría ofrecer una sensación tan acentuada de volatilidad.
El trascendental filósofo sintió
la urgente e inaplazable necesidad de depositarse sobre el retrete, de lanzarse
al vacío de sus blancas e inmaculadas paredes de porcelana con toda la sinceridad
del mundo, de revelarle al desagüe sus más íntimos secretos sin esperar nada
a cambio, de confesar las culpas al inodoro de su domicilio aún a sabiendas
de que para sus marrones y gelatinosos pecados no había penitencia posible.
Venancio, con la misma concentración de quien proyecta su mente hacia el infinito,
se sentó sobre la taza y se dispuso a entonar el mea culpa. Entonces le sobrevino
una sensación parecida a la de un embudo que le succionaba los intestinos
con la misma intensidad de un aspirador de mil quinientos vatios a plena potencia
y notó que su cuerpo comenzaba a vaciarse a la misma velocidad que un contenedor
en el camión de la basura después de un fin de semana.
Las baldosas de la pared que
se extendía ante sus ojos se le antojaron monstruosas y los dibujos de su
estampado se convirtieron en miles de rostros terroríficos que esbozaban sádicas
sonrisas. Al mirar hacia lo que caía le pareció ver la perla de un pendiente
que había tragado cuando era pequeño e, incluso, una moneda de patacón que
había quedado atrapado accidentalmente en alguno de los recovecos de su envoltorio
humano cuando, en la más tierna infancia, se entretenía dándole una chupada
y se le deslizó más allá de la garganta. Unos percances, por otra parte, que
no habían producido ni más deuda ni más rédito que un prolongado susto a sus
progenitores, ya que ni la estrecha vigilancia a la que fueran sometidas por
la madre sus deposiciones en los días posteriores al acontecimiento lograra
rescatar para el destino tan valiosos tesoros desaparecidos.
El «apagao», que como consecuencia
de la deshidratación era ya en apariencia una silueta más delgada que el perfil
de un medallón, percibió que se le empezaba a dar la vuelta la piel y que
poco a poco su funda de mortal se iba poniendo del revés. En una chispa incontrolada
de romanticismo, sintió como el sol de mediodía, a través de los reflejos
que se filtraban por la ventana del retrete, se le eternizaba en las mejillas.
Se percató de que, por momentos, le fallaba la memoria y las escenas que formaban
parte de su pasado desaparecían en el cerebro como en medio de una espesa
niebla. O que los recuerdos que integraban el vademécum de su existencia,
como imágenes color sepia de un retrato de otro siglo, se quedaban detenidos
en el aire.
Una ventana a la esperanza
se dibujó en su maltrecho corazón al escuchar, a lo lejos, el ruido de la
puerta de la calle al ser abierta y cerrada. En sus oídos resonó el eco de
los tacones de una mujer deslizándose sobre los terrazos del suelo a través
del corredor del inmueble. Sí, era su mujer, que regresaba a casa. Pronto
entraría en el cuarto de baño o atendería su petición de socorro, lo encontraría
en aquella tenebrosa situación y llamaría a una ambulancia. Sí, ella lo salvaría.
No cabía duda. Su mujer le ayudaría a evitar el cruento desenlace que todos
los brujos y adivinos del lugar habían vaticinado el día de su nacimiento.
Pero cuando intentó lanzar
un S.O.S. desesperado la voz se le quebró desde el primer intento. Todo el
fuelle se le estaba saliendo por un lugar donde carecía de cuerdas vocales
para modular. Una y otra vez volvió a intentar pedir auxilio. Con la voz que
ya no sonaba, con los puños que ya carecían de fuerza para golpear la bañera,
con los pies ya incapaces de levantar los zapatos. En un momento de desesperación
se acordó del lenguaje Morse, aprendido cuando pertenecía a los boys scouts,
y se propuso acomodar los sonidos que emitía a través de su atribulado esfínter
al de un S.O.S en dicho lenguaje, pero lo único que consiguió fue la repetición
de unos murmullos tan finos y débiles como los chirridos de una bisagra mal
engrasada. Nada. Ni siquiera viento le quedaba ya dentro para comunicar a
la amada su agónica situación.
Con el ruido de unos pasos
que se alejaban y la puerta de la calle que se cerraba, todas sus esperanzas
de salvación se derrumbaron al igual que un castillo de naipes al recibir
el impulso de una leve brisa. Su mujer se marchaba de la casa y lo dejaba
solo, abandonado a su destino, diluido en el cúmulo de sus últimas miserias
existenciales, convertido en el apestoso horror de su propia mierda.
A cada golpe de retortijón,
Venancio Cienfuegos tenía la sensación de ser una lavadora en la que se está
preparando una inmensa colada y cuando por fin conseguía aliviarse le sobrevenía
un espanto tan aterrador como el de una mujer a la que acaban de robar la
virginidad. Muchas veces había sido vencido por las almorranas, hasta el punto
de que cada vez que iba a cagar le parecía que llegaba su San Martiño. Se
lo pasaba tan mal en aquellas situaciones que había instalado el equipo de
música en el servicio y solía poner el himno de la legión a todo volumen para
infundirse valor y que no se escucharan en el exterior los alaridos que pegaba.
Pero en esta ocasión el flujo de los acontecimientos superaba con creces todas
las experiencias padecidas.
Venancio Cienfuegos tenía la
certeza, estaba seguro, sabía positivamente que se estaba convirtiendo en
mierda, pero allí seguía, sin poder levantarse, pegado a la taza del retrete
como un adhesivo, sin hacer nada para librarse de aquel horroroso martirio.
Lentamente se iba ensanchando el orificio situado donde la espalda pierde
su honroso nombre. A cada golpe de diarrea le acompañaba la sensación de un
cuchillo, un navajazo, un bisturí rasgando la desembocadura de su vientre.
Era como si se estuviera pariendo a sí mismo pero a lo bestia, sin comadrona.
Y por su mente desfilaban las escenas de su vida como secuencias de una película
que están proyectando en un cine de barrio de sesión continua, pero cuyo proyector
tiene las lámparas medio fundidas. Ni siquiera cuando había tratado de suicidarse,
como un personaje de la novela de Isabel Allende, ingiriendo monumentales
dosis de aceite de ricino y le sobrevino una tremenda cagalera que duró una
semana se lo había pasado tan mal.
Se hallaba casi doblado sobre
las rodillas, con la barbilla apoyada en el borde de la bañera, para así poder
hacer fuerza y arrojar las flemas con mayor fluidez sin necesidad de levantar
su parturiento trasero del asiento. La taza del retrete era en esos momentos
como un gigantesco donuts comilón que se tragaba todo por el agujero. Nunca
se presentaría mejor ocasión para decir que su alma destilaba un rosario de
amarguras.
En su fuero interior sentía
como si se le estuviera licuando el espíritu, mientras sus manos se aferraban
como anclas a la tapadera del retrete, en el afán de no diluirse en la nada,
de no dejarse llevar por el torrente de impulsos diarreicos que agarrotaba
sus nervios, en un último intento por controlar su pestilente destino. Era
tal la sequedad que se había instalado en los huesos que al menor movimiento
crujían y se resquebrajaban, y se convertían en polvo que se precipitaba por
la cañería abajo en busca de algún sitio donde alcanzar el reposo eterno.
Sus pupilas, agrietadas de tantas lágrimas sin derramar por falta de líquido,
reflejaban ya el vacío universal de un alma agonizante que está a punto de
ser abandonada por la última chispa existencial.
Poco a poco, Venancio Cienfuegos
entró en un estado crepuscular mientras una multitud de alucinantes espíritus
lo conducían hacia el punto y final. La red de sinuosas cañerías que formaban
el alcantarillado de la ciudad, como si de una catacumba moderna se tratara,
diluía sus restos en las húmedas y gélidas corrientes que discurren por el
interior subterráneo de la urbe. Fue entonces cuando sucedió lo inesperado,
lo que nadie nunca podría llegar a imaginar: Venancio Cienfuegos abrió los
ojos y comprobó que todo había sido un mal sueño, una terrible pesadilla.
Se encontraba en la habitación alquilada de un hotel y a su lado permanecía
todavía la mujer con la que se había casado el día anterior. Indudablemente
la había cagado, pensó, mientras se levantaba y se dirigía al cuarto de baño
para dar rienda suelta al irrefrenable impulso de hacer de vientre que le
asaltaba. Pero cuando ya estaba a punto de alcanzar el objetivo, su mujer,
hecha una chispa, pasó a su lado, mientras le decía:
—Perdona,
pero es una urgencia —y cerraba la puerta del retrete dejándolo en un tris
para el desahogo.
¿A qué se debían aquellas prisas? ¿Habría tenido ella el mismo o un sueño parecido? ¿Acaso también la habría cagado ella? ¿Tardaría mucho su mujer en resolver la urgencia y salir del baño? ¿Aguantaría él hasta ese momento? No lo sabía, pero pensó que con casi toda certeza sus mentes habían navegado por los mismos parajes durante el sueño y no pudo menos que sentir algo de envidia, al imaginársela sentada en el retrete dando suelta sin rubor a toda la amargura de la pesadilla.
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