Cuando Daphne le abrió la
puerta invitándolo
a pasar y sentarse, mientras iba en busca del
sobre de manila que Fátima le había dejado, sus ojos cansados
y lánguidos por no dormir sus horas adecuadas eludieron, en el limbo,
las lágrimas de muchas noches de desesperanza. Por su mente relampaguearon
recuerdos de los nostálgicos y conflictivos días
de protestas sociales en que se despidieron, de las noches
frías de vigilia frente al Congreso, del grito destemplado, puño
en alto, de la muchedumbre
universitaria reunida en Plaza Francia, dispuesta a marchar sobre
Palacio y a todo, para recuperar lo que por ese tiempo habíamos
perdido.
El
día que se marchó le dejó un poema de Benedetti que decía que «su
táctica era quedarse en su recuerdo, que no sabía cómo ni con qué
pretexto, pero quedarme en vos hasta que un día cualquiera...por
fin me necesites». Se fue porque tuvo que irse. Entre otras cosas
porque carecía de empleo y dinero para sostenerse, porque Fátima
le había dicho adiós así de fácil y sopetón, porque su madre enferma
envió por él y una madrugada de agosto lluvioso París
lo vio llegar atiborrado de pena, rabia y con un par de poemas nuevos
en el bolsillo que había escrito durante el viaje.
El Chino Moreno volvió de Europa al comenzar el invierno del 2003.
Cuando se fue, el país y su corazón se desangraban profusamente.
Reapareció porque alguien de buena fe interesado en convertir su
historia en novela,
le había escrito para llenarlo de
medias verdades
y abrirle los ojos de una vez. Atribulado, lleno de dudas,
decidió venir. El
«Jorge Chávez» lo vio llegar
iracundo, dispuesto a encontrarla a como diera lugar en una urbe
gris y más triste que la que él dejó
y que
—decían— se la había tragado dejando de
ella solo un compasivo recuerdo.
Desde entonces, por las tardes, como a
las cinco y tantos, cuando dejaba el empleo de medio tiempo que
consiguió y la garúa insistía empeorando más su sinusitis, salía
el Chino Moreno a dar sus vueltas por ahí. El caminar pausado, ensimismado
por sus pensamientos. Encendía un cigarrillo, llegaba a la esquina
de Cavenecia y el Ovalo Gutiérrez para comprar su manzana chilena
de cada tarde y ver el rostro súper blanco, de mejillas adornadas
con rosadas chapitas, mirada dulce de la niña que vendía frutas
junto al cine y lo llamaba «joven...¿su manzanita?». Desde aquella
esquina podía examinar con minuciosidad los alrededores, vislumbrar
la ruta a recorrer.
La imaginaba siempre frágil y susceptible.
Entretenida seguro en una de las tantas librerías de la ciudad,
viviendo intensa y avasalladoramente cada contratapa de los libros
que pensaba comprar, cada dedicatoria, cada introducción. La podía
ver en marcha literaria hacia lo intelectual que caracterizó el
mundo que siempre la rodeó; hoy novelista, poeta, quizás mañana
mujer de prensa. Tal vez haya brotado algo de su pluma —pensaba—
alguito al menos,
en cada cuento que escribió
—con el tiempo que tuvo— en las canciones
que tarareó todos esos años
con él ausente, en aquello que era muy suyo y de los dos.
Recordaba al observar los afiches del
Alcázar, las tardes cinemeras que pasaron juntos, cuando
el cine sólo tenía dos salas y eran todavía felices ellos, besándose
como locos durante los trailers en la oscuridad y casi soledad de
sus butacas semivacías;
después, un cono enorme de helado de chocolate y el potecito de
pop corn que nunca olvidó comprar.
Al recorrer Espinar y entrar a Pardo lo asaltaba,
siempre, la incertidumbre de un día más de no hallarla. En El Virrey
de Pardo se habían conocido. Ahora pasaba por el frente y creía
verla dilucidando si comprar a Bukowski o Camus. Pero en el bookstore
tampoco estaba. Al pasar por la heladería de los italianos no podía
evitar girar la cabeza
procurando ver a través del vidrio y las mesas vacías, con uno que
otro cliente en el expendedor de coca-cola. Al llegar al Haití lo
capturaba el olor a capuccino, intenso como la luz que halló en
sus ojos al mirarla el día que se conocieron revisando estantes
de libros, como su risa acompañando las campanas de la iglesia del
Parque Kennedy cada domingo bien temprano, con esa frescura al hablar,
extremadamente lacerante con cada palabra
que salió de sus labios aquella tarde en esas calles del
centro todavía llenas de gas lacrimógeno y el sudor en sus cuerpos
de la agitación; palabras que retumbaron en sus oídos, en su conciencia,
en su alma dolida y miedosa, desde entonces lastimada con su sinceridad.
Debía encontrarla. Seis semanas hurgando en todo Lima
eran demasiado. Quería saber qué había sido de su vida, si todavía
podían ser amigos o algo. El día que la vuelva a ver
—pensó
la mañana que dejó París— desenfundaré el millar de cartas y faxes
que me cansé de remitir durante los tres últimos años y que nunca
se dignó siquiera por educación o que dirá el flaco,
responder. Demás estará decirle que si un día por A o B se
le ocurre chequear la vieja dirección electrónica que en tiempos
lejanos decidimos compartir, se encontrará con el desborde epistolar
de mis e-mails capaces de llenar docenas de discos flexibles, de
atiborrar de sonrisas de alegría, de ternura, cualquier corazón
sensible menos el suyo. Cuando la encuentre
la miraré a los ojos y le exigiré una verdad, desearé saber
si es cierto lo que he venido imaginando. Tal vez le grite de pura
rabia lo enamorado que he estado de ella todos estos años fuera
y refleje en mis pupilas, la mirada lánguida que escondo hace mucho
tras anteojos oscuros. Empezaré, quizás, por disfrutar su sonrisa
simultánea de labios y ojos color toffee arequipeño, por oírla decir
«What happened, Chino. ¿Dónde has estado?...». Me mentirá, y hará
de la tangente más una conversación banal para alguien like me,
la mejor de las salidas, la más rápida.
Pero nada de eso extinguió sus ímpetus,
continuó hurgando —a pie— la ciudad entera.
Recorrió bibliotecas y galerías de arte, también museos y
teatros en todo Lima. Los libreros de Amazonas y la avenida Grau
lo veían pasar a diario y en Quilca se hizo parte del paisaje. También
se enteró al visitar la universidad, que ella jamás terminó la carrera,
que los semestres pasaron uno tras otro sin matrícula alguna, que
la última vez que vieron a Fátima fue por Letras, ahí no más, poco
tiempo después que él partió.
A Daphne la
encontró de casualidad un domingo, en el listín de eventos culturales
del diario decano. La noche que presentó su libro se le acercó y
los abrazos de varios años afloraron mutuos. Esa fue la última vez
que hablamos, la última ocasión que tuvimos para charlar de proyectos,
de literatura, de la novela que aún no termino. Después, el Chino
la llevó a caminar por Diagonal y sus pies los condujeron, bien
entrada la noche, al Malecón, al puente, a la inmensa masa líquida
de color azulado, a respirar el aire de un nuevo invierno en la
costa peruana y presentir que tal vez ya no quería oír
verdades en boca de esa antigua y casi perdida amiga. Apoyados
en la baranda y de cara al mar, se escucharon entonces el uno al
otro, construyeron con palabras el indestructible muro que los alejaría
de la realidad que él tanto anduvo buscando, que ahora ya no quería
oír. Hablaron de muchas cosas. Obviaron lo importante. Bebieron
luego unas cuantas copas en un bar de la calle Porta; después, ella
le habló
del sobre, del encargo de Fátima que hace tiempo guardaba.
Aquella noche no pudo dormir A la mañana siguiente bebió agua, y
sin previo desayuno, salió a las calles para cruzarlas raudo y pararse
a llamar frente a la puerta de la verdad. Abrió Daphne, lo invitó
a pasar. Le dijo siéntate mientras fue a buscar en un viejo archivador
aquello que habría de sacarlo de galopante incertidumbre. En ese
momento quiso llorar. Recordó la tarde triste en alguna callejuela
del centro en que Fátima le dijo a quemarropa que había alguien
más en su vida, que sorry Chino, jamás pensé que pasara, pero...
en fin, todo aquello que desde entonces lo hacía sufrir. El día
que se despidieron, en las calles de Lima parecía darse Mayo del
68, en el corazón de Ricardo Moreno la cruda vida empezaba a pasarle
factura: sin empleo, sin dinero y con madre enferma, desde entonces
también sin Fátima, sin ella. Estaba en eso cuando volvió a hablar
Daphne y le entregó el sobre. En su interior halló dos fotos y una
carta; en los ojos de Daphne
sólo desolación y muchas lágrimas...
Miraflores, 8 de setiembre del 2000.
A mi Chino Ricardo, «dindo»:
Pensé que con tu partida todo sería mucho mejor. Ahora veo que no.
Que ahorita mismo estoy triste y te quiero, aunque tal vez no lo
creas. Desde el día que te marchaste el caminar por Lima y sus viejas
calles ya no producen en mí el mismo efecto, la misma fascinación.
La nostalgia hecha poesía y narrativa vuelven, los sentimientos
regresan siempre a bucear en el mar del pasado; es el tiempo perdido,
la novela de mi vida que no acabé de escribir, lo sé.
Las huellas
de tus pasos alejándose al fondo del aeropuerto se borraron pronto
con la llovizna de cada mañana. Dónde estarás ahora. Caminando mochila
al hombro, seguro, buscando empleo y de paso libros, siendo joven,
libre, siendo tú mismo, recorriendo metro a metro París luminoso.
Paso a paso, así de a pocos escapaste de esta miseria peruana y
su dictadura, de varios años de hastío y sin esperanza. Así te fuiste,
desencantado, curtido por los problemas del Perú podrido y los laberintos
de mi cabeza y corazón.
Ricardo
aventurero, a ésta hora duermes y yo te pienso, desde este lado
del mundo alguien te extraña, yo te quiero. No me dejes ir. No dejes
que la noche me devore en sus sombras y se salga con la suya, que
el viento sople fuerte en mis espaldas y me empuje a cruzar el puente
que nos separará para siempre, que te diga es tarde es hora de irme,
no me dejes ir quiero quedarme. Quedarme a ver tus ojos bajo la
luz de esa luna que se dibuja ahora en mi ventana, decirte bajito
y al oído: mira en lo que me he convertido.
Mejor no hablemos ya del pasado, guarda
los malos ratos al recordar porque a la distancia, el momento es
nada adecuado. En unas horas entraré al quirófano y le haré frente
a mi destino. Estaré casi al otro lado de la cerca, mojaré con mi
aliento el vidrio de los reflectores e intentaré decir algo más
—Daphne mediante— que lo que ésta desfalleciente mirada dice desde
el bendito día del accidente. Imaginaré que nunca se acabará tu
boca para darme besos, que has vuelto de Europa al enterarte de
mi desgracia y a acompañarme en la porfiada brega contra el incontenible
y borrascoso destino que me ha tocado.
Vuelve
a casa Chino Moreno. Cuando tú llegues, esta Fátima que ahora sólo
escribe con el puño de Daphne
y su maravillosa
letra, te recibirá alborozada pero no podrá levantarse, me visitarás
un par de horas porque es la norma y te dirán señor, hasta el día
siguiente...¿Qué?, ¿Ya llegaste?, ¡Qué bien...! Acércate entonces,
dindo...ven, baila éste silencio conmigo, no esperemos que un nuevo
tema empiece; pásame una copa y seremos algo, tal vez un par de
locos alone brindando por la democracia en la calzada frente al
Congreso y vestidos de negro antirégimen, la luminosidad de los
flashes periodísticos nos harán famosos y grandes, solos nunca estaremos,
empuñarás tu guitarra gris
—como antes— y tocarás para mí The last
kiss,
de Pearl Jam, escaparemos juntos por callejuelas añejas y con la
noche bien entrada en horas, de gases lacrimógenos y «caricias»
del uniformado, nos amaremos hasta que el sol nos halle, y es otro
día en la Plaza, vamos muchachos...
Solamente
quiero verte, escucharte y pedirte perdón por cosas mil, en unas
horas tal vez ya no esté y entonces no me perdonaré nunca no habértelo
dicho. Aquello que tú no sabes, es que el ser que llevaba dentro
mío, no era de nadie sino sólo tuyo. A esta hora es imposible devolverle
pasos al camino, lo sé, créeme que si lo hubiera sabido antes, en
el momento adecuado, segura estoy no te hubieses marchado. Perdona,
yo no soy nadie para haberte quitado a tu hijo, y ahora que ya es
tarde, de verdad lo siento. Las palabras no nos devolverán lo que
es nuestro, ojalá algún día
me perdones.
Ahora sólo quiero respirar de ti, oír tu voz al final de éstos blancos
pasillos de hospital, saber que eres así de leal y buen amigo todavía.
Te diré también que con la presente
adjunto
un par de fotos, que tu táctica ha dado resultado (Benedetti) y
que ese día cualquiera es hoy:
por fin te necesito.
Te quiere
siempre,
Fátima.
** Este cuento
fue publicado a finales de 2001, por EDICIONES ISLA BLANCA.