LA NOTA
por

Javier López Urraca

 

Me llamo Valverde. Bueno, en realidad Valverde es mi apellido pero todo el mundo me ha conocido siempre por él, y no es que me moleste, no; pero digo yo que si por una vez me tratasen por mi nombre no sería mucho pedir.

Cuando iba al colegio, y sin saber muy bien la razón de ello, todos no conocíamos entre sí por nuestros apellidos. A mí me llamaban Valverde, ó el Valverde según quien. Tuve suerte, si uno tiene un apellido gracioso ó sobre todo escatológico, es condenado, desde el primer momento en que sus pies cruzan la puerta del aula, a ser el objetivo de las inocentes bromas de cientos de críos que te señala con su dedo durante años y años durante los cuales se tiene la fortuna de forjar mente y carácter. 

Esto me ha llevado a mantener la teoría que cada individuo, que hoy está considerado como una persona no integrada en la sociedad, tampoco lo estuvo en su niñez, y probablemente su genealogía tenga mucho que ver con ello. Podríamos descubrir a los asesinos, violadores, mendigos, abogados y políticos de la próxima generación realizando un breve estudio de los apellidos de los niños de hoy. Creedme.

En B.U.P. , la cosa continuó. Recuerdo que había un tío en la clase de enfrente, Menéndez creo que se llamaba. El caso es que el individuo en cuestión era algo estúpido. Había repetido curso en varias ocasiones, a pesar de lo cual sus padres no perdían la esperanza de que al menos aprobara el bachillerato. Bien, como iba diciendo, en cuento me veía aparecer por un pasillo, al instante empezaba a berrear y llamarme Velasco mientras reía y no paraba de subirse la gafas cuadradas que llevaba, y que constantemente resbalaban a lo largo de su gruesa nariz. Lo realmente curioso del caso radicaba en que Menéndez relacionaba mi apellido con el de un tal Velásco y a éste a su vez  (y no puedo imaginarme que extraño proceso mental le llevó a ello) con el del Conde Drácula.  

Lo gracioso viene ahora, cuando, después de 20 años, cada vez que pienso, veo o leo algo relacionado con Vampiros, enseguida me viene a la mente el nombre de Velasco y por añadidura el imbécil de Menéndez  con su cara redonda, sucia y huesuda repleta de pecas sin parar de reír en medio del pasillo como un auténtico poseso. Es una experiencia que hace que se me ericen hasta los pelos de la espalda, una especie de maldición o así.  

Al finalizar los estudios, comencé a trabajar en correos, en donde seguiría hoy y de hecho aún sigo con la secreta esperanza de labrar un futuro que me permitiera llegar a ser yo mismo el dueño de mis propios acontecimientos. Pero todo se vino abajo en el primer día, cuando mi jefe; un hombre que entonces me pareció muy mayor, hoy no tanto, y terriblemente obeso hoy diría que ligeramente barrigudo que siempre llevaba desabrochados los dos primeros botones de la camisa, se dirigió a mí y señalándome con el índice me dijo: ¡Eh! Tu, chico… Estooo… ¡Valverde!, ven acá, te vas a encargar de esto. 

Inmediatamente supe que nada iba a cambiar y que toda mi vida continuaría siendo Valverde. Valverde el de abajo ó el de arriba, pero siempre Valverde, un individuo anodino al que bastaría con cerrar los ojos y concentrarse con fuerza, para que al volver a abrirlos hubiese desaparecido por completo. 

Después de todo este tiempo en la oficina, sigo  haciendo «eso», tal y como mi jefe (Rodríguez) me encargó el primer día. El «eso» no es ni más ni menos que organizar el correo certificado según importes y distritos postales. Apasionante, como veis. A lo largo de lo años he llegado a hacerlo con una perfección casi absoluta. Lamentablemente y como esto no es una empresa privada, aquí no hay ascensos ni posibilidad que se le parezca. Al menos, hasta que la muerte física de Rodríguez o la mental que viene a ser algo tal que la jubilación anticipada, se produzca. En ese momento correrá el escalafón. Como llevo allí algo mas de la mitad de mi vida, sé que, impepinablemente, el turno me tocará a mí, en cuanto se eliminen los correspondientes López, Carmona y Herrero, que me superan sensiblemente. Así, he calculado que podré llegar a jubilarme sin tener que sentarme jamás en él único despacho con ventana  al jardincito que hay en toda la oficina. Eso es lo bueno de ser funcionario, la seguridad que te da. 

Aparte de los citados, merece la pena citar a Tejero y Covadonga, una pelirroja estupenda que es la alegría de la oficina, por el cuerpecito que tiene y la forma que tiene de moverlo al caminar. Tejero por su parte, es un pianista frustrado que tiene sobre su mesa, siempre funcionando, un hermoso y plateado metrónomo que según dice le relaja, y cuyo constante repiqueteo nos vuelve locos a los demás. 

Ante la lenta evolución de las horas dentro de aquellas cuatro paredes, y al poco de entrar a trabajar allí cuando Covadonga aún no estaba para deleitarnos con sus pases decidí realizar un pequeño experimento que consistía básicamente en llamar a todos por sus apellidos tal y como me venía ocurriendo a mí toda la vida. El resultado fue totalmente imprevisible, incluso para mi. A las pocas semanas todos empezaron a nombrarse por sus apellidos. Hoy en día, incluso diría que se desconocen los unos a los otros. Podría decir que he puesto mi granito de arena para hacer sus vidas algo más aburridas y ellos ni siquiera se han enterado. En aquel momento no supe si echarme a reír o a llorar.

Cada vez más a menudo, me da por hablar conmigo mismo. Se ha convertido en una costumbre demasiado fácil y en alguna ocasión incluso me he sorprendido hablando animadamente con el espejo del baño. En esos casos, suelo darme cuenta al cabo de un rato,  entonces me da por reír y claro, el tío del espejo se empieza a reír también. En esos instantes suelo tener la impresión de que no somos dos, sino tres los que realmente nos encontramos allí: el yo que habla con el espejo, el del propio espejo y Valverde, observándonos a ambos sin saber de que demonios reímos. Durante un tiempo me preocupó, luego, simplemente me empezó a dar igual. 

Mientras me balanceo aquí arriba, pienso si estaré muerto. Debo estarlo por que no siento nada, pero así y todo estoy aquí. ¿Será entonces que definitivamente hay vida después de la muerte?, ¿y ahora qué?, ¿espero?, no veo ninguna luz ni nada sobrenatural, tan solo los reflejos que el televisor emite a mi espalda, ¿y si alguien viniese…?, ¿por quién preguntaría?, ¿será por Valverde? 

Ahora noto mi error. Me doy cuenta que cuando Carmona vea la nota proclamando mi suicidio se lo tomará a chufla, como todos los demás, y probablemente habré de esperar aquí durante días quién sabe si semanas hasta que a alguien piense en venir. Solo a mí se me ocurre rubricar la nota con mi nombre, pues ustedes mismos se preguntarán ¿y quién es Juan?



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I Certamen de Relato Breve Almiar

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* ILUSTRACIÓN: Fotografía por Pedro Martínez ©
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