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La tía Bersa
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Néstor Rubén Taype Calderón


Once y media de la noche, la casa de la tía Betsabe, mas la llamamos Bersa, así le decía papá. Está sentada escuchando lo que conversamos con el primo Nicasio, con el primo Jorge, con la prima Rosa, ella siempre callada, como mi padre. A veces hace un gesto, como aceptando el comentario, luego prosigue con su tristeza andina.

Siempre iba a casa, desde que tengo uso de razón, siempre a ver a papá, nosotros decíamos que venía sólo por propina. Conversaban mucho, se reían, nosotros no entendíamos nada, mamá tampoco: —Hablan diferente quechua que nosotros —decía mi madre. Muy tarde supimos del verdadero amor a su hermano, nos siguió visitando después que murió papá, recién entendíamos su tremendo silencio, su prolongadísima mudez; siempre callando.

Ahora estábamos allí visitándola en su modesta casa de Ciudad de Dios, rodeada de sus hijos, no de todos, son nueve los que tiene, hay algunos ausentes.—¡Ya pues tía, salud! —le digo, —Salud sobrino —me dice, —Salud tía, pero una sonrisita pues tía —ella hace una mueca —Tudavia hay dulor hijo tudavia mi duele el corazón —(su acento serrano que de pequeño me incomodaba, ahora me fascinaba, el acento de la tierra, de la sierra, las erres, nada perdió la tia Bersa). —Mamá —le dice uno de mis primos, —Un salucito mamita—, tienes que estar caliente, con los huesos sueltos mamá ya viene, ya viene, —Anda viejita un salucito más, todo, todo, así, así; bravo, !bravo! —decimos todos. Ya son cerca de las doce, tocan la puerta: —Ya está aquí —dice mi primo —Ya mamá prepárate—. Abre la puerta y aparece un señor bajito, cobrizo —Adelante paisano —dice mi primo —Asiento, usted aquí y el arpa puede dejarlo allá—. Hacen un brindis —Hay que soltar las manos paisano —dice mi primo otra vez.

El músico toma el arpa, se acomoda, toca las cuerdas varias veces, —Hay que afinarla un poquito pues —dice. Mi tía espera tranquila como sabiendo cual es el ritual, ella sabe, ella espera, —Ven mama —dice mi primo —Llamen a Rosa, que deje de cocinar—, Rosa viene, se para junto a mi tía; el arpista las mira y comienza a rasgar el arpa: me suena como a un yaravi, un triste, no es nada de eso, ellas comienzan a cantar en quechua, en esa lengua milenaria, desconocida para mi. Entonces recuerdo la melodía, es una suerte de lamento, ciertamente muy triste. Vi una vez llorar a mi padre, cuando por casualidad vimos por televisión un especial filmado por cineastas alemanes sobre Casire, la tierra de papá. Casire, pueblito dentro de Pausa, provincia de Parinacochas, departamento de Ayacucho. El video mostraba las costumbres del lugar y una de ellas era la despedida a jóvenes que partían a la capital, eran despedidos por sus esposas, madres, hermanas que sumidas en este canto de llanto y dolor, o dolor de llanto, les decían adiós a sus seres queridos, el adiós a la tierra, a la pachamama, a la Virgen de las Nieves, patrona del pueblo. Entonces recordé a papá y me contagié de ese dolor, de esa nostalgia que el sintió aquel día que partió a los diecisiete años de su tierra y a la que nunca mas regresó. La canción era una remembranza para no olvidar el día que salieron de su pueblo. La tía se sentó esperando que el ritual siguiera. El arpista comenzó a bordonear y sonaba un festivo huayno, mi primo se acerco a la tía, ella se puso de pie, siempre seria y comenzó a bailar con el primo, bailando, ora suave, ora mas rápido; mi tía baila lindo igual que mis primos, todos ellos pasaron a bailar con la tía, ella no sonreía, pero yo sabia que estaba alegre. Luego me tocó bailar, hice esfuerzos por hacerlo bien, recién la tía sonrió —Ya aprenderás hijo —me dijo. Me detuve, la abracé y los dos reímos.


ILUSTRACIÓN: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


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