Relato de un silencio
cobarde
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Cándido Sanz
Gil
—¡No
he nacido para leer! —gritaba un viejo poeta—. ¡No he nacido
para leer!
Era un anónimo poeta
que irrumpió en la tertulia aquella mañana de Abril, como una estrella
a punto de apagarse espoleando sus últimas luces, ante una tertulia
de exquisitos y afamados señores de pluma de oro y nácar, que en silencio
contemplaron a un anónimo anciano con sus resecas y desordenadas cuartillas
bajo el brazo. Presenciaron cómo el guardia de seguridad, el «guardián
de la tertulia» solían llamarle poéticamente, le zarandeó como a una
muñeca de trapo. Rasgó sus vestiduras y le pisoteó sin inmutarse.
Sin sudar. Sin arrugar su recién estrenado traje de chico de los trabajos
sucios. Un guardia de seguridad como una muralla china. Infranqueable.
Tras lo cual, además, pisoteó la mayoría de sus amarillentos folios,
marca Galgo, que tanto tiempo, con seguridad, le habría costado rellenar.
Cientos de odas a la
luna, miles de sonetos festivos. Infinitas cuartetas y redondillas
esparcidas por el frío mármol aquella mañana de una primavera recién
estrenada. Aquel lugar olía a azahar que se entremezclaba con un suave
aroma de auténtico té indio con leche y pastas de la vieja y secreta
receta de «Mis Gertrus».
Aquel guardia jurado,
no pensó que al llegar a su casa, aquella misma noche, tendría que
dar el beso a su pequeño y contarle la última aventura que había tenido,
aquella misma mañana, en su trabajo. Se tomó muy en serio sus funciones,
saltó como un jaguar sobre una sombra del pasado. Sobre aquel viejo
poeta. Lo arrastró, lo golpeó. Lo dribló. Casi lo noqueó pero no podía
acallar su voz.
—¡Yo no he nacido para
leer! Un poeta nace para escribir. Eso es lo que necesita un poeta
escribir todos los días.
Su voz cortaba el silencio
y la inmovilidad de tan ilustres y cómplices espectadores dotaban
a la escena de mayores cotas maquiavélicas. El té, la leche y las
pastas se revolvían en sus estómagos como un polvorín a punto de reventar.
La tensión llegaba a su clímax cuando apareció el encargado del turno
de mañana. El gesto implacable de su índice, recto y amenazante, lo
dijo todo, pero atinó, sin más explicaciones a decir parcamente.
—¡Aquí no!... ¡Fuera,
al callejón!
Sentenció con un gesto
más que evidente. Su autoridad se esparció por todo el salón centenario
como un dogma de fe, irrefutable a todas luces. El cachorro guardia
jurado y guardián de aquel falso templo poético y centenario, sin
dudarlo, sin mediar palabras, al instante, mal recogió todas las hojas,
del viejo poeta, compiladas por el paso del tiempo. Roídas por el
deseo de alcanzar acaso alguna estantería de cualquier vieja librería.
Hojas comidas por la tristeza y las lágrimas del viejo y desconocido
poeta. Hechas un ovillo desordenado. Arrugadas sin piedad como en
una caótica pelota, casi irrecuperables. El guardián de la inmóvil
y cómplice tertulia arrastró a un cuerpo que se apagaba por momentos
de rabia y tristeza. Pero su voz seguía gritando, como última defensa
y recurso.
—¡Compañeros colegas!
Un poeta jamás nace para leer. Un poeta nace para escribir todos los
días.
Sus gritos recorrían
todos los rincones del local aquel Abril, de primavera recién estrenada,
mientras sin piedad, su verdugo, le arrastraba hacia el exterior.
La gran sala de finales
de mil ochocientos, quedó al fin en silencio y envuelta en una falsa
y farisea paz. Todo había sido, sin duda un suceso desafortunado.
El encargado del turno de mañana se deshacía pidiendo disculpas. Sus
manos revoloteaban como mariposas, en este caso negras, dándose en
la frente y en los costillares. Se inclinaba una y otra vez con ademanes
continuos, rogando el perdón, la clemencia y el silencio de sus insignes
tertulianos.
El más ilustre, de los
veteranos y afamados de la pluma, hizo un discreto ademán. Tratando
de impedir al encargado que continuara humillándose dijo sin vacilar,
esforzándose en encontrar un tono irónico.
—¡Julián, tranquilo!
Todo está resuelto. Hoy, en compensación..., invita la casa. Y aquí...,
no pasa nada.
Las carcajadas entre
mezquinas y nerviosas atronaron en el salón del centenario café. El
estómago de todos, al fin, había encontrado su asiento tras las risas.
El té indio, la leche y las pastas no mancharían el mármol ni los
manteles de encaje y bolillo. Las rosas seguían manteniendo su brillo
a rocío y el azahar de aquella mañana de primavera recién estrenada
fue también cómplice de aquel silencio cobarde.
Seguramente, un poeta,
como decía el viejo, no nace para leer. Un poeta no tiene alas como
los ángeles cuando nace. Un poeta no puede levantar, seguramente,
un pesado martillo como los mineros de Asturias. Un poeta no podría
dormir con una pistola bajo la almohada para acechar a sus vecinos.
Un poeta no nace para leer...
Aquellas palabras habían
quedado grabadas, para siempre, como un tatuaje, en el aire, entre
el silencio cobarde de sus «ilustrísimas», en aquella sala del viejo
e indigno café centenario, pese a todo su currículo pasado y sus viejas
fotos que trataban de acreditarlo.
Mientras, en el callejón,
el viejo poeta desconocido, aquella estrella milenaria, se apagaba
en silencio. Sin molestar a nadie. Sabiendo que al igual que el guardián
de la tertulia del viejo café, había hecho bien su último trabajo.
El joven cachorro y leal
guardián entró de nuevo, tomó su pose de «prevengan» como si no hubiera
pasado nada. Como si en realidad él no estuviera allí, en aquellos
momentos, para no molestar más aquella mañana a los alegres tertulianos.
En el callejón las últimas
palabras del viejo poeta desconocido y anónimo, se repitieron por
última vez. Un poeta, por muy extraño que parezca.
—No nace para leer. Un
poeta nace para escribir.
El resto, fue sencillo.
Invitó la casa a té indio con leche y pastas. Aquel día invitó además,
el suceso así lo requería, a un brandy, con solera, de importación,
en copa grande para tal exquisitez, como mandan los cánones.
Más tarde. Ya, al atardecer,
al viejo poeta, los servicios públicos lo recogieron en el callejón,
frío como el mármol, cómo una estrellada apagada para siempre. Sería
con seguridad, pasto de los estudiantes de cualquier facultad. Sus
viejos y apolillados poemas fueron a parar junto a su cuerpo, dentro
del contenedor, color azul de noche triste, para ser reciclados.
Y sin embargo el eco
de sus palabras, tatuadas en el aire del viejo café centenario, aún
se pueden escuchar, si te esfuerzas en oír los silencios, algunas
mañanas de Abril con la primavera recién estrenada.
Ilustración
relato: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
Cándido Sanz,
dirige la página
Te regalo la luna
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