Un veloz fin
de semana
__________
Fernando
L. Pérez Poza
Qué aburrido me parecía todo.
La existencia resultaba un enorme bodrio. Era como si el tiempo se
hubiera detenido para siempre y no quisiera avanzar, arrojar al abismo
su larga cadena de segundos y llenar los almacenes del pasado con
su eco consumido de tic-tacs. Una voz interior me impulsaba a hacer
algo para matar el rato. Se trataba de un voz profunda que subía desde
el estómago, se paseaba por el cerebro y se adueñaba de mis pensamientos.
Las horas parecían meses; los meses, años; los años, siglos.
Así que cuando vi a aquella anciana paralítica, aparcada en una silla
a la puerta de su casa, no lo pensé dos veces. Miré a mi alrededor
y me aseguré de que no había nadie. La tarde era muy calurosa y casi
todas las persianas estaban cerradas. El sol caía como un manto de
plomo. Quizá por eso ella se resguardaba bajo un árbol mientras esperaba
con toda probabilidad a que alguien saliera del interior de la vivienda
para llevarla a algún sitio. Desde abajo tampoco me podía ver nadie:
había un cambio de rasante, tras el cual la calle descendía casi dos
kilómetros en pronunciada pendiente hasta llegar al mar.
Me había acercado hasta allí por inercia, dando una vuelta alrededor
del cerro desde el que se dominaba toda la ciudad. No me apetecía
dormir la siesta, ni ver la televisión, ni enzarzarme con los amigos
en una interminable partida a las cartas de sábado por la tarde. Durante
un buen rato permanecí sentado en el borde del mirador, contemplando
el mar y la insólita quietud del paisaje urbanístico. Se trataba de
un paseo bastante habitual, que de tanto repetirlo rebosaba monotonía.
Las mismas plantas, las mismas rocas, el mismo sendero de hormigón
que conducía a la cumbre para luego descender hasta las primeras casas,
donde ahora me encontraba.
Durante toda la semana, en la oficina, la jefa me había machacado.
Que si una coma mal puesta, que si mejor separar las líneas dos renglones,
que si debía repetir todo el proyecto porque así no se presentaban
las cosas. Yo sabía a qué obedecía el puteo. Las cosas no le iban
bien con el marido y al que le tocaba pagar el pato era a mí. Además
el martes, cuando dejó el bolso abierto sobre la mesa, vi que sobresalía
un paquete de compresas y yo sabía positivamente que en esas ocasiones
era mejor escurrir el bulto y pasar lo más desapercibido posible.
El viernes, el puerto estuvo que echaba por fuera, hervía. Una multitud
de yates de lujo se daba cita en los amarraderos con la tranquilidad
en el casco de haber descansado toda la semana. Por el contrario,
ahora parecía vacío. Por la mañana los había visto partir, dejando
largas estelas de espuma blanca en su cola. Y al pensar en eso me
vino a la mente el bombardeo publicitario al que estaba sometido desde
el año del catapún, en el que se ofrecían cruceros por el Mediterráneo,
vueltas al mundo en trasatlántico de lujo e incluso la posibilidad
de hacer turismo espacial, esto último si disponías de veintidós millones
de euros. ¡Casi nada! ¡Un viaje al alcance de todo quisque! Sí, estaba
harto de ver cómo se paseaban ante mis narices aquellas maravillosas
oportunidades, cómo crecían las increíbles palmeras de un montón de
lugares exóticos y agitaban sus ramas para saludarme y darme la bienvenida,
aunque yo jamás asomara la nariz por aquellos parajes a causa de la
falta de presupuesto personal. Sí, estaba hasta el cogote de ver los
anuncios de tantos y tan magníficos artículos electrónicos de consumo:
el televisor cuadrafónico con una pantalla tan grande como la del
cine, el coche deportivo y descapotable que viajaba a la velocidad
de una nave espacial, la lavadora digital y ultramoderna que lavaba
sin agua y sin jabón.
Consciente de las excelentes cualidades de las que estaban dotados
aquellos objetos, cuya procedencia parecía de otra galaxia, me entraban
unas ganas enormes de meter los dedos en el enchufe a ver si yo también
me volvía automático. Cuando salía a la calle, las vallas publicitarias
se comían mis ojos. Y luego tener que aguantar al cretino aquél del
BMW, que casi me atropella con sus humos de señorito al cruzar el
paso de cebra. A los demás, no nos quedaba más remedio que utilizar
el coche de San Fernando, un poquito a pie y otro andando, o el colectivo
urbano, y aspirar a un futuro solidario de donante, después de que
los de la basura recogieran tus restos esparcidos sobre el asfalto.
La anciana parecía un poco dormida y casi no se dio cuenta de que
me colocaba a su lado. Eso me permitió, sin levantar ni una sospecha,
arrancar el freno que bloqueaba la silla e inutilizarlo para que nadie,
ni siquiera ella, lo pudiera usar. Un buen tajo a las llantas con
la navaja eliminó todo el caucho y dejó las ruedas en puro aluminio
reluciente. Luego, amablemente, mientras le daba una palmadita en
el hombro y con toda la ternura del mundo le pregunté: ¿Qué abuelita,
apetece un paseo? ¿Y por qué no un baño fresquito en el océano? Y
sin darle tiempo a responder la llevé hasta el punto donde comenzaba
la pendiente, situé las desnudas ruedas sobre los antiguos raíles
del tranvía y empujé con todas mis fuerzas para que la silla se deslizará
en línea recta a toda velocidad hacia el mar. La última ojeada que
eché antes de correr hacia el bosque cercano para que nadie me pudiera
identificar fue de alucine. El rostro de la vieja se había iluminado
por completo al percatarse de la aventura que comenzaba a depararle
la suerte. Su cara denotaba una mezcla de asombro e incredulidad,
quizá tanta que fue incapaz de articular palabra o decir ni pío mientras
se alejaba, deslizándose como alma que lleva el diablo cuesta abajo,
sumergida quizá en el episodio más vital, intenso y trepidante de
toda su vida.
¿Qué se habían creído? ¿Qué yo era un mamarracho al que podía putear
todo cristo? ¿Qué yo era el botones para encargarme de ir a la cafetería
a por los cafés y la bollería de toda la oficina? No, yo era un tío
con dos cojones bien plantados que sabía divertirme a lo grande. Jua,
jua, jua, jua... ¡Me imaginé por un momento el semblante de la abuelita
bajando a doscientos por hora en su descapotable de dos ruedas, cruzando
los semáforos en rojo, con una cara de Fitipaldi que te cagas! ¡El
alivio final que sentiría si lograba llegar a darse el chapuzón y
no se empotraba antes en un escaparate! Sí, yo era un tío con un buen
par de pelotas. ¡Y que se fuera preparando el árbitro del partido
fútbol! ¡Que al cabrón ese, si me pillaba de buenas, le iba a meter
una bengala de las grandes por el culo para que no volviera a joder
más a mi equipo con su estridente toque de pito!
Después de otro largo
paseo, ya al amparo de las primeras sombras del anochecer y de los
árboles del pequeño bosque que descendía desde la cumbre, con el alma
enarbolando la bandera de la calma que sobreviene a una situación
de desahogo, decidí irme a casa, ponerme las zapatillas y enchufar
el televisor. Quizá las noticias del telediario fueran interesantes.
Y suspiré con el deseo de que pronto amaneciera domingo y fuera la
hora de ir al partido. ¡Qué lata! ¡El lunes tocaba ir de nuevo a la
oficina y esperar a que llegara otro veloz fin de semana!
Web del autor
http://www.eltallerdelpoeta.com/
ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
|