
El cuento
Rosy Paláu
Me despertó la luna.
Era tan brillante que los gatos iban y venían por la tapia. Hacía
calor. Quise tomar agua, pero en el vaso flotaba un grillo. Entonces,
me levanté de la cama. Cuando llegué al zaguán, vi el cielo tan bajito
que no me dejaron pasar las estrellas. Pensé en Dios que siempre está
despierto y me asomé por la reja. En eso estaba yo fijándome que no
había nadie en la calle, cuando se oyeron allá muy lejos las notas
de una corneta. A mí me dio mucho miedo porque dicen que así se anuncian
los espantos, pero luego llegó un viento de pura luz y se me quedó
mirando con una cara tan preciosa. Tenía los ojos grandes, hondos,
como los misterios. Abrió sus alas y sentí que me encerraban en un
cuarto de espejos, pero antes del mareo me detuvo y conociéndome el
silencio me dijo:
—Sé lo que quieres, Refugio.
—Ver lo que tú ves —le
dije.
—No puedes alcanzar esas
distancias —respondió y su voz se sacudió en el aire como racimo de
cascabeles.
—Entonces dame de tus
ojos —le pedí.
—No. El cielo tiene sus
leyes —contestó, derritiéndose ahí mismo en el sonido de sus palabras.
Me dio el vacío de los
que buscan pero no encuentran y me devolví otra vez para adentro sin
darme cuenta que alguien me seguía. Cuando se me puso enfrente yo
creí que era el ángel que venía a decirme que siempre si. Lo tapaba
la claridad y no se le notaba muy bien la figura. De pronto le salió
por todos lados un vapor helado que me pasó por el cuerpo como una
navaja.
—Puedo darte todo y más
—habló—. Su promesa rebotó en el cuarto como rebotan los truenos en
la distancia.
Estaba tan asustada que
hasta me reí con la sombra que se le colgó del brazo.
—Todo y más a cambio
de nada —repitió y en su boca le descubrí un abismo.
Me encomendé a María
Santísima y le remarqué con el tono que yo no hacía tratos con el
demonio. Entonces revisándome de lado a lado se burló:
—¿A poco le tienes miedo
al infierno? Mira Refugio, aquel es un triste bracero en comparación
a éste donde estoy parado.
A mí me dio coraje la
burla, pero por no dejar le pregunté:
—¿A cambio de nada?
—Ajá. Es que ando celebrando
un triunfo y puedo darme el lujo de ser bueno un ratito. Acepta el
regalo.
Ni siquiera esperó a
que le contestara. Mandó a la sombra a que me diera una flor. Yo la
cogí sin saber para qué era y sin detenerse en explicaciones por el
poder de su magia, desaparecieron los dos.
Nada más la miré, me
fui haciendo chiquita y ella quedó en el suelo como un camino de seda
y me metí en su perfume. Allá en el fondo había un laberinto donde
entrabas por una flor y salías por otra más bonita, hasta que por
fin se abrió a la luz de un agujero. Qué bueno dije y corrí. En la
punta de los cerros se despertaba el sol. Desde allá arriba caía el
agua del río por donde venía una barca. Su vela blanca se inflaba
con el viento como un refajo de muselina en el tendedero. Cuando llegó
a la orilla, se bajó uno que ni me vio. Su barba era como un hilacho
que le llegaba hasta los pies y se andaba cayendo de viejito. Hablaba
y hablaba y la cabeza y los hombros se le llenaron de pájaros que
se lo llevaron volando entre los tamarindos. Yo me seguí. El cielo
tenía las nubes moradas cuando por fin divisé una loma llena de casas.
Creí que estaba cerquita, pero no, porque al caminar, igual que si
me arrastrara un oleaje de piedras, bajaba y subía.
La entrada del pueblo
era pareja y me gustó ver que en la esquina se levantaba una iglesia,
igual que la de aquí pero con torres redondas, de esas que les dicen
cúpulas. No vi a nadie en la calle y entré. Me recibió un remolino
de vírgenes.
—Son once mil —me dijo
la mujer que estaba barriendo.
Yo me quedé parada entre
las columnas que sostenían un techo también pintado, pero de apóstoles
que las anotaban en un libro como si les tomaran lista.
—Vistes al santo —me
preguntó, tratando de juntar las hojas que se le arremolinaban en
el piso.
—Uno que se fue volando
—le dije.
—Ese mismo —me contestó.
—Lo vi —le dije otra
vez.
—¡Ah! Tú también andas
huyendo.
—No, a mí me trajo el
deseo.
—Así nos venimos todas,
pero aquí no hay nada que hacer, más que esperar.
—¿Esperar a qué? —le
pregunté.
—A que venga por nosotras
el que prometió.
Me dio tristeza verla
tan sola y luego llegaron más y mirándome de reojo se pusieron a rezar.
Afuera me encontré con
una plaza iluminada con muchos farolitos que flotaban en el aire como
burbujas de miel. Me senté en una banca. Los árboles eran nidos gigantes,
llenos de ruidos, pero en el alboroto se oía la paz.
En eso estaba yo dando
la vuelta en el paisaje, cuando llegó una niña muy pobre cargando
una muñeca de trapo sin un ojo.
—¿Tú quién eres? —le
pregunté.
—Quién sabe —me dijo—,
pero me mandaron a decirte que no vayas para allá y me señaló con
el dedo un montón de cuevitas.
—¿Qué hay que no puedo?
—Allá viven nomás los
santos —me respondió.
En cuanto se dio la vuelta,
me empujó la curiosidad. «No vayas, me animaba por un lado, ve, me
animaba por el otro» y así pensando, me levanté y fui.
Todas tenían en la entrada
vasos con florecitas pero en la primera vi salir lo brilloso de una
luz.
—Si ya pasaste, pasa
—me dijo una voz.
—Me dijeron que está
prohibido... —contesté.
—Pues no se nota —me
volvió a decir.
Por dentro explotó el
aire de mariposas. Entre más las espantaba, más se hacían hasta que
me dejaron por fin.
—¿Sabes lo que estás
haciendo? —me dijo otra vez— Tienes que esperar como todas a que te
busque Dios.
—¿En dónde estás? —le
pregunté.
—Aquí, pero no me ves
porque soy un santo.
—Acabo de ver a uno.
—Ese así se llama, pero
no es. Viene de donde tú.
—¿Por qué nadie puede
entrar a tu patio?
—Porque nadie se quiere
ir y aquí es la salida —me contestó enseñándome de un jalón el mundo.
Me quise devolver, pero
ya no pude padre. Allá detrás se quedaron las luces y los pájaros
y toda esa gente tan buena, rezándole a las vírgenes para que algún
día se acuerden de ayudar.
Le juro que si me hubieran
explicado esa cosa tan sencilla no estaría yo contándole, ni usted
diciéndome: Estás encerrada en esta casa porque desde hace mucho se
te descompusieron las memorias. Cuando el Santo me cerró la puerta
nada más oí el tronido de un grito. Que dizque andaba por el jardín
cortando flores de a mentiritas como queriéndome escapar. Pero eso
no es nada en comparación con lo del diablo que en cuanto me ve, se
me acomoda por enfrente y yo le pregunto, qué quieres y él nada más
me dice: nada, te estoy mirando, ¿no puedo? Pero yo ya no lo quiero
ver. Me revisa como si me fuera a llevar igual que a la sombra aquella
que se le prendió del brazo. Por eso écheme la bendición padre, tengo
mucho sueño y me quiero dormir.
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AUTORA:
rosyaltamirano[at]hotmail.com
Ilustración relato: Fotografía
por Juan J. Barinaga
y
Pedro Martínez
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