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El cuerpo
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Miguel Á. Rosales Ortiz


El camino de Ixmiquilpan que va a las grutas de Tonaltongo, parecía arder por el intenso calor, a las cuatro de la tarde los rayos del sol sobre las montañas daban la impresión de ser de cobre. De vez en cuando algunas rocas blancas se diferenciaban de la tonalidad rojiza. Somnoliento, Ángel miró la brecha. De repente una mujer vestida de blanco pasó caminando en sentido contrario; extrañado, volteó justo en el momento que algo chocó brutalmente con su carro. Por instinto frenó y miró hacia atrás: a unos cuantos metros yacía un cuerpo tirado, corrió a prestarle ayuda. Era una indígena que apenas respiraba, un hilillo de sangre corría por sus labios. Miró alrededor, pero ninguna casa se divisaba. La cargó con dificultad y la colocó en el asiento trasero, luego enfiló veloz de regreso al pueblo. Se preguntaba por qué rayos le pasaba esto y volteaba con insistencia a ver el cuerpo pensando que se lo figuraba, pero no ¡allí estaba! A la entrada del pueblo un autobús de pasajeros se atravesó en su camino, por lo que tocó el claxon con desesperación. El chofer inmutable sólo lo observaba, desesperado salió del carro y lo increpó. Le gritó que llevaba una persona herida y que urgía llevarla al hospital. El chofer burlándose movió el camión. En el camino le preguntó a una persona por el hospital y esta le señaló donde quedaba. Al llegar, a duras penas cargó el cuerpo, una enfermera se le quedó viendo sorprendida, casi histérico le pidió ayuda, la mujer abriendo los ojos con exageración lo veía sin decirle nada. Un médico se acercó al ver su estado alterado y le dijo que pasara a un cuarto contiguo. El cuerpo pesaba demasiado por lo que suplicó al médico que lo ayudara a cargarlo, este se negó pero solicitó una camilla. Ángel deliraba explicando que no había sido su culpa, la reacción del médico sólo se concretaba a mirarlo sorprendido, y se limitó a tratar de calmarlo. De improviso la mujer volvió en sí, y se sentó al borde de la camilla, Ángel con la voz quebrada le preguntó si estaba bien, la mujer afirmó moviendo la cabeza, y se negó a ser auscultada por el médico, quien no se hizo de rogar y avaló esta decisión. La mujer le pidió a Ángel que la llevara rumbo a las grutas y por su propio pie salió del hospital, ante la mirada de extrañeza del personal. Abordaron de nuevo el carro y durante el camino Ángel la cuestionó, pero esta prefirió guardar silencio. Respetando su decisión Ángel veía como los rayos del sol, poco a poco se ocultaban tras las montañas.

Después de un rato se acercaron al lugar del accidente, y justo al llegar ahí, ¡la mujer de vestido blanco se cruzo de nuevo en su camino! Al voltear a verla algo pegó brutalmente con el vehículo, detuvo el carro y en un santiamén bajó y lo que vio lo dejo pasmado: había un cuerpo tirado metros atrás, al acercarse a él, y al verle la cara se dio cuenta que el cuerpo era el de la ¡misma indígena! Un hilillo de sangre salía de sus labios y estaba muerta. Corrió al carro, y al abrir la puerta un perro salió intempestivamente del carro perdiéndose entre las piedras, volvió la mirada atrás y ya no vio ningún cadáver.


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LA OSCURIDAD DE LA
SOMBRA

En el convento de Tepoztlán, recargado en el barandal del primer piso miro el jardín. La fuente está siendo arreglada y las macetas casi no tienen plantas, el pasto esta amarillento. A mi lado hay cubetas de cemento y yeso que están empleando para la remodelación del edificio.

Ya casi es de noche y hay aire fresco. Cerca de mí hay una puerta, abro y entro, sólo percibo semioscuridad, huele a humedad. Doy unos pasos, titubeante, me detengo, miro alrededor. Una sombra pasa vertiginosa saliendo de la nada. Atento observo como la sombra va tomando forma humana y se detiene justo frente a mí. Lleno de temor observo una chispa que cruza por su mirada, siento que me ve atenta.

Entre la penumbra percibo que extiende su brazo y me toca sin que sienta su contacto, siento su presencia imponente y a la vez cautivadora. Se sitúa a mi lado y luego da un paso hacia delante, venciendo mi miedo la sigo y recorremos la terraza.

La tenue luz de la luna y de los faroles que alumbran la mansión dan un aspecto lúgubre al edificio. Mi mente confusa se niega a reflexionar y se deja llevar por la sombra. Recargados en el barandal miramos hacia el jardín. La fuente luce hermosa llena de agua cristalina. Las macetas con abundantes plantas bellísimas y el pasto verde dan vida al pequeño edén. La sombra, más inquieta que yo, mira como hipnotizada hacia el jardín, mientras un sonido de tambores va haciéndose cada vez más perceptible, hasta llegar a ser un verdadero escándalo. Los tamborazos retumban por las paredes y los pasillos del convento, con ecos que refuerzan el sonido. Del otro extremo, aparece una banda musical. Sus integrantes van vestidos con uniforme negro, con vivos carmesí. Avanzan tocando en dos columnas formados impecablemente. Los integrantes de una fila tocan cornetas y trompetas, la otra fila tambores. Se detienen en el extremo izquierdo del pasillo donde nos encontramos, sin reparar en nosotros. Allá abajo, en el jardín, una hilera de niños cantores camina hacia el centro situándose junto a la fuente, dando con sus coros un toque angelical al ambiente. Por las cuatro entradas del jardín va penetrando gente, moviéndose acompasadamente. Algo extraño emana de ellos ya que al observarlos, percibo que todos van como disfrazados de una forma tan irreal que juraría que más bien así eran en realidad. Máscaras de pájaro de pico largo, túnicas brillantes verdes, rojas, amarillas, rostros pintados, mujeres con pelo rojo, azul, todo un espectáculo carnavalesco.

Una especie de bruma comenzó a emanar e invade los alrededores. La música se ha vuelto solemne y ahora los redobles comienzan a escucharse. La sombra parece inquietarse ante todo este acontecimiento, y mira atenta a la muchedumbre que ha abarrotado el espacio, y que ahora permanece como estática, mirando hacia la entrada principal del jardín, situada frente a nosotros. La actitud de las personas es como de estar esperando a alguien, ya que todos miran hacia el mismo punto. Después de unos minutos un murmullo seguido de unos calurosos aplausos, dan paso a una bella mujer ataviada con vestido de novia. La mujer avanza como apesadumbrada hacia el centro del jardín donde han improvisado un pequeño altar. La escoltan unos pequeños seres de grandes orejas y sombrero verde picudo que resalta de estos extraños niños. La novia se detiene frente al altar y recorre con su mirada los alrededores, por un momento detiene su brillosa mirada en la sombra que, inquieta, se mueve y señala a la mujer, quien de inmediato vuelve su mirada al otro lado, ya que un gran murmullo invade el aposento. Como surgido de la nada ante una bruma más densa, casi deslizándose por los aires una diabólica figura avanza vertiginosa hacia la novia. Un extraño ser que más pareciera una estatua de piedra, extiende sus alas y las expande en una actitud provocadora. Va seguido de otros pequeños seres también como de roca, que van volando a su alrededor felices. Una palabra llega a mi mente, una palabra mágica y misteriosa: ¡son gárgolas! La sombra se aferra más a mi brazo tratando de decirme algo.

La gente ahora baila y canta alrededor de la extraña pareja, la música se ha tornado alegre, los pequeños duendes giraban alrededor de la novia y de la gárgola. Su mirada lujuriosa taladra la imagen de la doncella que como hipnotizada, se mantiene al margen de las exclamaciones de alegría.

De pronto el silencio invade a la mansión ya que, solemne, aparece una especie de tucán de forma humanoide, vestido con una levita, y un libro en las manos que se acerca a la pareja. Se sitúa frente a ellos y habla en una lengua desconocida para mi. A medida que avanzan los minutos, la inquietud de la novia se hace más evidente, dando muestras de nerviosismo, ya que mira ahora como espantada a los alrededores. De repente, fija su mirada en mí y pude percibir desesperación y angustia en todo su ser. La sombra se mostró más inquieta y se revolvía en su lugar, me miró y luego miró a la novia, la novia me miraba y luego miraba a la sombra. Yo miraba a la novia y a la sombra, dándome cuenta que eran la misma angustia, el mismo brillo en su mirada. El Gárgola engreído permanecía atento a las palabras del juez, sin darse cuenta de la desesperación de la novia.

—¡Sálvame! —dijo la sombra— ¡Ayúdame! No me dejes caer en los brazos de ese demoníaco ser... —comprendiendo en ese momento que la sombra y la novia eran la misma persona.

—¿Pero, cómo?

—La única manera es que me avientes pedazo por pedazo a la novia y que cada parte de mí choque con ella ¡Hazlo rápido! —y obedeciendo sujeté su brazo y al hacerlo sentí que tocaba algo etéreo pero energético y siguiendo a un impulso lo jale y lo proyecté hacia la novia quien se convulsionó ante el impacto. Rápidamente hice lo mismo con el otro brazo, luego con la cabeza y así a cada impacto la novia se estremecía con mas energía. Por fin, sólo quedaba una pierna y la proyecté con tal fuerza que al contacto la novia voló.

—Gracias —pasó a mi lado gritando ¡gracias!— ¡Soy libre! Lo logré —gritaba—, ¡lo logré! ¡La salvé! ¡Lo logré! —grité una y otra vez eufórico.

—SSSShhh..., ¡cállese, qué escándalo es ese! y deje de estar aventando las cubetas al jardín —un grito del vigilante me volvió a la realidad. —¿Qué pasa? —llegó otro vigilante— ...pues que ese loco está aventando las cubetas de yeso al jardín, ha de ser de esos marigüanos que ven ovnis en Tepoztlán.




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* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©