Cosas
que pasan...
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Fedora Vega
García
A las seis de la tarde
llegué por fin al hotel, me había bajado dos paradas antes de la que
debía. No conozco Santiago, y aunque no es fácil perderse con todos
los datos de la dirección en la mano, me despisté igual. Quise hacer
andando lo que me faltaba, pero estaba a cinco cuadras chilenas del
hotel, ingenua de mi. Crucé la calle, tomé un autobús, y por fin llegué
bajo un sol abrasador, cargando una mochila que aumentaba de peso
a cada minuto.
Cogí, sin pensarlo, una
habitación doble con una cama grande para echarme a mis anchas, me
quité la ropa y las sandalias y sin ducharme me tiré encima, estaba
muy cansada. Me dormía sola, había tenido una noche bastante movida,
apenas había dormido y el día tampoco estaba siendo muy tranquilo.
Llamé a Pablo antes de lo convenido, para poder echar una pestañadita
antes de que viniera a buscarme a las nueve como habíamos quedado,
dijo que en cuanto estuviera listo vendría por mí.
Me duché para relajarme
un poco, intenté dormir. Imposible. Estaba empezando a inquietarme,
ahora le tomaba el peso a la situación que aunque ya estaba acordado
y decidido, no me había puesto a pensar en lo que iba a pasar. Me
iba a encontrar con un joven desconocido, pero ya estaba hecho. Encendí
la tele, no me distraía ni entretenía, me puse a leer sin conseguir
concentrarme. Me levanté y me metí en la ducha otra vez, y fue justo
ahí cuando llamó por teléfono para decirme que venía en camino. Dijo
que en media hora estaría en el hotel. Me vestí tranquilamente, me
maquillé y me volví a tirar a la cama.
A las ocho y cuarto abrí
la puerta, estaba apoyado en la pared con las manos atrás, una chaqueta
al brazo. Recuerdo claramente su mirada, negra y penetrante, muy seria.
Se sonrió ligeramente, casi nada, nos saludamos tímidamente con un
beso en la mejilla. Después me diría que yo había dudado en dárselo,
pero no recuerdo eso, estaba nerviosa, expectante por saber que iba
a pasar, para mí era una osadía ese encuentro, pero no me arrepentía,
ni siquiera lo cuestionaba ya lo había decidido y llegaría hasta el
final. Me había dicho mi vieja tantas veces: «...aproveche, mijita,
todas las oportunidades que se le presenten, no haga como su madre...»
hasta me regaló unas bragas «...para que se las rompan...», dijo.
Se sentó a mi lado en
la cama, dijo que estaba cansado. Le dije que descansara un rato y
que si no quería salir, que no importaba. Pero él no lo admitió, dijo
que saldríamos más tarde. Empezamos a hablar de cualquier cosa, noté
que era un hombre serio, pero sobretodo un poco triste. Sólo él sabe
qué penas atormentan su alma.
Al principio no lo encontré
atractivo, en realidad no me fijaba en eso, solo en su juventud, y
a medida que pasaba el tiempo me di cuenta de la atracción que ejercía
sobre mí, algo fascinante. Era casi pura curiosidad, me parecía todo
tan irreal lo que estaba pasándome, no lo entendía. Pablo estaba haciendo
por mí, algo que nadie habría hecho. ¿Por qué ese compromiso conmigo?,
¿por qué se molestaba con esas atenciones...? No era por los Cds que
le llevé, claro que no, pero su actitud hacia mí era como si estuviera
pagándome una deuda. Pero no quiero hacer conjeturas. Estábamos ahí
los dos y era en eso que habíamos quedado. No era un encuentro más
con un chileno. Este era especial y significativo.
Pedimos unas bebidas
y empezamos a hablar, saltando de un tema a otro, haciéndonos preguntas.
Yo no me atrevía a hablar mucho, temía aburrirlo hablando de más.
Nos conocíamos por correo
y fotos. Incluso habíamos hablado un par de veces por teléfono. Llevábamos
cerca de cinco meses o más, no sé, de comunicación continuada, casi
diaria, nos contábamos cosas, yo más a él que él a mí, por lo menos
habíamos llegado a un nivel de conocimiento que permite saber mas
o menos los gustos de cada uno en cuanto a música, inclinaciones políticas,
actividades de cada uno, etc. Habíamos hablado, discutido y algunas
veces también nos habíamos reído. Fue Pablo quien se acercó a mí,
poco a poco. Yo no tenía especial interés en él, menos cuando supe
lo joven que era. Y no quiero, ahora mismo, ninguna relación con nadie,
ni real ni virtual, tengo planes por cumplir y una relación no entra
en este momento en ellos, sería un sufrimiento innecesario para los
dos. Aunque nuestra relación nunca pasó más allá de ser de amistad,
no había nada sexual. Muchas veces yo no sabía cómo continuar o cortar
el contacto, pero seguía. Además me caía bien, esa locura que tenía
encima, esa forma de atraparme. ¿Dónde estaba mi equilibrio, mi serenidad
y control de las situaciones que presumo tener?
Me atraían su vehemencia,
su mala leche, su humor, su inteligencia, su picardía. Descubrí que
Pablo decía lo contrario de lo que pensaba o sentía. Y así fuimos
pasando el tiempo, llevando mis emociones al límite, jugando incluso
con mis propios sentimientos, y sobretodo poniendo en juego la tranquilidad.
Y eso que me dijo que yo era «la mujer de hielo». Yo... Já.
Acordamos vernos en Chile,
era mi primera visita después de veintisiete años. Veintisiete años
sin ver mi país, y así era como la ansiedad que tenía ya no me cabía
en el cuerpo; a mi visita a Chile, se sumaban mis encuentros con mi
familia, amigos, mi ciudad, y Pablo. Y ahí lo tenía ahora, frente
a mí. La historia virtual se había terminado y terminaría definitivamente
con la real.
Salimos a la calle después
de tomarnos las bebidas, todavía hacía un poco de calor, caminamos
por la Alameda hacia abajo, nos desviamos hacia el Estadio Chile,
donde fueron torturados, vejados y asesinados muchos chilenos, entre
ellos Víctor Jara. Hombres culpables solamente de haber deseado una
sociedad mejor y más justa, sin desigualdades ni atropellos, pero
no fue posible y el sueño de libertad acabó en pesadilla con toda
la violencia que el odio de unos pocos y el dinero de otros puede
descargar sobre un pueblo ingenuo y desarmado. Me estremecía pensar
que ese estadio donde ahora sacaba una foto, había sido testigo mudo
de tanto dolor. Me resultaba difícil enfrentarme a eso, pero tenía
que hacerlo.
Tomamos un autobús hacia
la plaza Italia. El recorrido era largo, nos sentamos en el último
asiento y fue ahí como al primer salto me sentí en Chile de verdad,
micros viejas, ruidosas, sin asientos o rasgados, llenos de garabatos
y corazones por las tapicerías, como hacía veintisiete años o quizás
más.
Nos bajamos y fuimos
hacia el barrio Bellavista, caminábamos uno al lado del otro, hablando
poco. Yo notaba que él me miraba constantemente, supongo que atento
a mis reacciones y eso me intimidaba. A medida que iba pasando más
tiempo a su lado lo iba encontrando atractivo, aunque mejor dicho,
interesante, pero siempre serio, con una seriedad mezclada con tristeza
como si a los veintisiete años ya fuera «todo un hombre». Pero también
veía al joven indefenso y débil, oculto tras una fachada de impertinencia,
o agresividad, no sé. ¿Qué estaría pasando por su mente?
Recorrimos los puestos
de los artesanos, yo miraba y tocaba todo. Él, a mi lado, callado.
Había un pequeño escenario entre los tenderetes donde cantaba un grupo
de jóvenes, reconocí una canción de IntiIlimani, Mulata. Yo
estaba muy entusiasmada, me estaba empezando a gustar caminar por
ahí, entre chilenos, como antes, muchos años antes, cuando yo era
de ahí y todavía era una de ellos y en plena época del hipismo, con
catorce o quince años y nos pintábamos flores y mariposas en las piernas,
fumábamos marihuana en la playa, nos bañábamos desnudos o nos íbamos
a la casa de Los Jaivas en Viña para verlos ensayar..., otros tiempos,
pero parecidos a éstos. Y ahora paseaba por ahí como una desconocida
y con un extraño.
Seguimos caminando, buscando
la Peña de los Parra, de repente me miró y me dijo «hasta caminas
como extranjera», no entendí por qué lo dijo, pero sí que él me veía
distinta a los demás, como que ya no soy de ahí. Es que en realidad
no pertenezco a ningún «ahí», en España sin caminar, sin hablar siquiera
se ve que soy extranjera. Aunque me gusta eso, me gusta no tener identidad
colectiva definida, tener la mía propia que he ido adquiriendo a costa
de despojarme de los prejuicios y lacras impuestos por una sociedad
de conservadores y a la vez, de rechazar aquellos de la otra cultura
que he adoptado. Y así lo he asumido aunque a veces tenga una cierta
sensación de desvalidez. Pero gracias a eso, sé que mi amor por Chile
es menos subjetivo, lo quiero así tal cual, sin rollos platónicos,
con todo lo que tiene.
Llegamos a la peña, era
un comedor muy grande, con un escenario donde había un músico cantando,
las mesas eran pequeñas con manteles de plástico y una vela de adorno
con una concha de loco por cenicero. Elegimos una mesa junto a la
pared, cara al músico. De repente, Pablo se levantó dirigiéndose a
todos los que estaban ahí y pidió un aplauso para mí, para «la compañera
que acababa de llegar a Chile, desde España», me aplaudieron y se
pusieron a cantar canciones chilenas para agasajarme. Yo entendí a
Pablo, supe lo que quiso hacer por mí. Con dificultad contuve las
lágrimas ya que había aprendido a no mostrar nunca señales de debilidad
y hasta en ese momento tan especial, lo hice. Aprendí que a nadie
le interesan los sentimientos de los demás, que mis sentimientos no
le importaban a nadie. Ahora me preguntaba ¿por qué hacía esto Pablo?
¿qué había hecho yo? ¿qué pensaba de mí? Por supuesto que agradecía
sus gestos. Era amable conmigo, atento, aunque no comprendía para
nada su actitud no significaba que yo no estuviera feliz por todo
esto. Muy feliz.
Cenamos carne y vino.
El cantante seguía animando, coreado por el público, con canciones
chilenas «de toda la vida», yo estaba extasiada, todo era tan chileno,
tan mío. Como si nunca me hubiese movido de allí. Eran las mismas
personas, los mismos decorados, los mismos olores que había sentido
hacía veintisiete años antes, en cualquier lugar de Chile.
Pablo me regaló una rosa
que todavía conservo en un lugar especial en mi casa, sólo que ahora
está seca.
Cuando terminamos de
cenar, me acomodé a su lado, pegándome a la pared para quedar de frente
al escenario. Seguimos atendiendo la actuación y acabando el vino.
De pronto, me cogió la mano, me pilló de sorpresa y mi corazón pegó
un salto, el estómago se me hizo un nudo y por segunda vez casi se
me saltan las lágrimas. Me estaba haciendo sentir algo que creo que
desde los quince años no sentía, se me habían olvidado esas sensaciones.
Estrechó mi mano entre las suyas y con un suave gesto, cariñoso y
casi protector, me la besó y luego sin importarle nada lo que le rodeaba,
me besó en los labios, varias veces. Yo pasé rápidamente de la emoción
al deseo..., era delicioso. Me miró a los ojos y me dijo calladito
que nos fuéramos de ahí, ya no nos quedaba más por hacer.
Pagamos y salimos de
ahí, de la mano nos fuimos a buscar un taxi, nos sentamos en el asiento
de atrás, abrazados, besándonos. Yo lo estrechaba, lo tocaba, y acariciaba,
olía su pelo tan negro y limpio. El era mío y yo suya, y el momento
de los dos. Era algo así como un paréntesis en mi vida, recreado por
ese hombre joven en mis brazos. No había exceso de lujuria ni demasiada
fogosidad. Nos refugiábamos uno en el otro, él se dejaba y yo también.
En dirección al hotel,
por la Alameda, Pablo hizo parar el taxi delante de una casa grande,
era otro lugar más que le había servido a la dictadura para torturar
a los chilenos en su intento de neutralizar las conciencias y evitar
cualquier manifestación de desacuerdo a ese régimen represor, imponiendo
la táctica del miedo sistemático, institucionalizando la tortura.
Me pareció que esa casa era más amenazadora e imponente que el estadio.
Al ser más pequeña daba la sensación de que la gente que estuvo ahí
estaba más indefensa, a merced de unos monstruos. Se me llenó la cabeza
de recuerdos, me estaba enfrentando a mis fantasmas. Era raro que
un chileno nacido en el fervor de la dictadura estuviera haciendo
de nexo reconciliador entre el Chile que dejé y el que me estaba recibiendo,
dos Chiles enfrentados...
Seguimos en el taxi,
había que encontrar una farmacia abierta para comprar preservativos,
Pablo tenía miedo de las ETS, yo también, pero nunca los había usado,
había estado veinte años con la misma persona, los dos estábamos sanos
y yo tenía el DIU como anticonceptivo. Ahora que lo pienso, fui una
irresponsable, pero también pienso que por la urgencia y el miedo
que él tenía supe que estaba sano y me dio confianza. Desconfiaba
de mí y creo que todavía no está tranquilo pensando en quién sabe
qué le habré contagiado. Respeto su temor y su desconfianza, éramos
unos desconocidos.
No encontramos ninguna
farmacia abierta y nos fuimos al hotel.
Nos metimos a la cama,
abrazados, besándonos, él me quitaba la ropa y yo a él, aunque creo
que nos apuramos porque recuerdo los pantalones de Pablo volando a
un lado, mi camiseta y bragas por otro. Yo no soy pudorosa, me desnudo
sin problemas delante de mi familia o amigos, incluso me baño sin
sujetador en la playa, pero ahora era distinto, a él no lo conocía,
tenía presente que era un jovencito, y yo no tengo un cuerpo atractivo,
no me cuido ni me importa mucho no dar la talla como una topmodel...,
a mis años..., pero en ese momento me hice cargo de eso, que los jóvenes
se fijan en las formas, en lo estético según les impone la sociedad
de consumo competitivista. «Ser bello para triunfar». Y él no tenía
por qué ser diferente... No me sentía relajada, él me besaba y acariciaba
con cuidado, delicadeza, en silencio, pero con pasión. De repente,
se detuvo, se resistía a hacer el amor sin condón, se puso de mal
humor, pero lo contuvo. Le sugerí que llamara a recepción, a lo mejor
se los conseguirían. Por fin se los trajo un taxista. Le cobraron
cinco mil pesos, los condones más caros de su vida, dijo furioso.
Seguimos y de repente
se separó de un salto diciendo que el condón era pequeño, encima se
le había salido quedándome a mí dentro. Yo me quise reír a carcajadas
pero le vi la cara de enfado, descompuesto casi y no era oportuno,
pero no pude disimular lo divertido que me parecía. Se tiró en la
cama a mi lado, dándome la espalda disculpándose por estropear el
momento. Yo lo comprendía y no me parecía tan grave, no había por
qué cumplir..., aunque me muriera de ganas.
Me pidió que lo acariciara
para estimularlo otra vez, ya había renunciado al condón. Me tocaba
a mí salvar la situación, tenía que poner mis habilidades sexuales
en prácticas. ¿Qué habilidades si las tenía aparcadas en último lugar
en mi lista de experiencias? A pesar de haber estado casada veinte
años yo no era nada de experimentada, pero hice lo que pude..., yo,
la bomba más sexy, Já. Ya estaba más relajada, aunque en un momento
me sentí ridícula. Sí, ridícula porque está establecido en esta sociedad
patriarcal de más de seis mil años de civilización, antes de las sociedades
estatales incluso, que las relaciones entre los hombres jóvenes y
las mujeres mayores están prohibidas, mal vistas. Para los machos
dominantes y dominadores los jóvenes son una amenaza para el orden
social, y ponen en peligro la seguridad de la familia y es negativo
para el macho que está preocupado haciendo la guerra o gobernando.
Claro que no está mal visto que un hombre mayor se relacione con una
chica de hasta dos generaciones más joven que él. Eso es normal, aceptado
por todos, ya que el hombre representa el poder y la seguridad y la
mujer nada de eso..., triste...
Me metí entre las sábanas
y entre sus piernas, acariciando y besando su sexo y su cuerpo blanco,
suave y delgado. Sus nalgas redondas y perfectas eran pequeñas debajo
de mis manos. Me gustó sentir el contacto de su piel tibia y suave,
enlazar mis piernas entre las suyas, besar su pecho, oír los latidos
agitados de su corazón, besarle el cuello, los ojos, acariciar su
pelo negro y brillante. Me excitaba como me tocaba y abrazaba, como
pasaba sus grandes manos por mi talle, cintura y caderas, cómo tomaba
mis pechos..., ya se me había ido toda la vergüenza y el pudor. Sentirlo
dentro de mí fue increíble, mágico. No se oía nada más que nuestras
respiraciones, gemidos y jadeos, el crujir del colchón y el roce de
las sábanas. Fue maravilloso, como un sueño.
Nos quedamos abrazados,
de pronto me preguntó seriamente la edad. Yo a mi vez le pregunté
la de su madre, y le dije que yo era menor que ella, pero sin pensarlo
se la dije, ¿qué importan treinta años de diferencia que dos? A fin
de cuentas, sigo siendo mayor, nada va a cambiar.
Pedimos té para los dos,
trajeron una bandeja muy linda con dos tazas de porcelana y una jarrita
con el té que parecía una lámpara de aceite. Pablo la cogió entre
sus manos y me preguntó que si fuera la lámpara del genio, qué deseos
pediría yo. Le dije que el único que podía pedir era que se me cumplieran
siempre todos los deseos que pidiera. Y él dijo con toda sencillez...,
todavía recuerdo la expresión de su cara en aquel momento, dijo que
le gustaría tener mi edad y que yo lo tratase siempre igual a como
lo estaba tratando ahora. Me llenó el corazón de una ternura infinita
por la candidez de sus palabras. Deseé que el tiempo se detuviera,
o por lo menos se hiciera mas lento para alargar ese momento..., como
si pudiera coger el tiempo y pararlo con mis manos...
Nos dormimos abrazados,
él estaba cansado y yo ya estaba agotada. Me desperté temprano por
el ruido y el frío, Pablo me había destapado, enrollándose él en la
sábana dejándome sin nada, se la quité suavemente haciéndolo girar,
quedó de espaldas, durmiendo muy tranquilo, la boca entreabierta y
roncando imperceptiblemente, pasó un brazo por debajo de mi cuello
y puso el otro en su pecho. Me acurruqué abrazándolo, contemplándolo
en silencio y empecé a llorar. Habían sido muchas las emociones en
una sola noche y solo podía descargarlas a través de las lágrimas
que ahora lo mojaban. Me levanté al baño, no quería que se diera cuenta,
me lavé la cara y me quedé más tranquila.
Hice un recorrido por
todo lo que habíamos vivido horas antes y desde que lo había conocido,
agradeciéndole cada minuto compartido, por ese gesto cariñoso que
no recuerdo que alguien lo haya tenido conmigo alguna vez. No sé si
desinteresado o no, no me importa, no puedo cuestionar eso, solo pienso
en el resultado, Yo sé que fui a una cita a ciegas sin ningún otro
propósito más que el de conocernos y entregarle los encargos hechos,
pero quedé encandilada.
Espero que alguna vez
le corresponda esto, ¿cómo?, no sé. Algún día...
Cuando se despertó, se
duchó, pedimos el desayuno y se fue dejándome un recuerdo imborrable.
Su voz, su sonrisa, sus ojos, su mirada. Esa forma de decir «¿cachai?»
para puntualizar sus pensamientos. Cómo cerraba los ojos, y cómo se
dejaba acariciar ávido de cariño. Me concedió unas horas que para
mí fueron un regalo. Yo tampoco quería más, estaba entrando en un
terreno peligroso, no me gustan los riesgos ni la tentación. Ahora
todo terminó, ya estoy de vuelta en España, él se quedó en Chile.
Espero que su experiencia conmigo haya sido tan gratificante como
lo fue la mía con él. Todo pasó y quedó en el recuerdo de los dos.
Seguramente algún día volveremos a vernos otra vez, y recordaremos
o no estos momentos vividos. Por ahora, cada uno en su sitio se quedará
alguna vez sumido en los pensamientos, mirando fijo y con una sonrisita
de complicidad en los labios por unos pensamientos secretos que no
se pueden compartir..., y quizás con algo de tristeza por lo que no
pudo ser...
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