Los condenados
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Juan Andueza
G.
Tienen que haber sido las cuatro
de la mañana cuando nos encontraron. Por lo menos tuvieron el buen
criterio de no sacarnos esposados. Recuerdo que era una noche muy
fría, y la calle estaba cubierta de una neblina muy espesa, así que
apenas se veían los focos del alumbrado. Eso es lo único que pude
ver en aquellos tensos momentos, porque habían estacionado el carro
en que nos llevarían muy cerca de nuestra puerta.
También
llevaban las pruebas de nuestro delito, que eran unos panfletos a
dos colores y una pequeña máquina que los imprimía. No se dieron el
trabajo de llevarse los frascos de tinta ni los borradores de nuestro
trabajo.
En
realidad, lo que sentíamos por él era pura envidia, aunque en los
panfletos acusábamos al Poeta Oficial del Estado, de hacer uso de
sofismas para deslumbrar a los incautos con su cuestionable inteligencia.
Por cierto, él era famoso y nosotros no.
Ya
en el cuartel general, dos días después de estar detenidos en libre
plática en una celda atestada de otros delincuentes, nos sacaron a
la sala de guardia para acusarnos formalmente de conspirar contra
la ejemplar figura del Poeta Oficial. Nosotros quisimos hacer algunos
reparos al texto de la acusación, pero el oficial estaba acostumbrado
a ignorar las objeciones y los reclamos, y resultaba evidente que
ni siquiera escuchaba nuestros descargos. En todo caso era lo mismo,
ya que por cierto no lograríamos revertir la situación: el Poeta Oficial
era el talentoso y nosotros éramos los vagos. El Poeta Oficial contaba
con toda la confianza del señor presidente y también con la del señor
ministro. Nosotros, en cambio, andábamos sobrando por todas partes
y en general éramos ignorados, si no repudiados por los ciudadanos
ejemplares.
Envidiábamos
la posición de sumo pontífice de las Artes que ejercía el Poeta Oficial,
y nos indignaba la facilidad con que rechazaba nuestros trabajos,
más las artimañas que utilizaba para enaltecer los suyos. La suya
era una poesía de piedra, sacada a martillazos de un complejo diccionario,
sin una sola gota de sangre, sin un solo asomo de hambre, sin una
pizca de dolor de muelas, sin una palabra desafortunada. De nada me
sirvió alegar que el poeta no era otra cosa que un maestro complicador
del lenguaje.
Todo
esto nos sucedía y más, mucho más, de modo que nos parecía lícito
conspirar contra él.
Pero
la realidad dice otra cosa, y por cierto el señor Juez no estuvo para
nada de acuerdo con nuestros argumentos, y aplicó todo el rigor de
la ley en contra de nosotros, los vagos. Hasta inventamos que toda
obra de arte tiene su raíz en la vagancia, pero no hubo caso. A mi
amigo Luciano, que era escritor de crónicas de viajes, lo castigó
a un año de presidio efectivo en su grado medio, sin remisión, a mi
tío Ismael, que cuando no estaba afectado de depresiones nerviosas
componía canciones folclóricas, lo sentenció a un año de relegación
en un remoto pueblo ya cerca del Polo Sur, y a mi, que no sé hacer
nada de nada y que francamente soy el único vago, me condenó a trabajar
por 25 años en el mismo escritorio de una repartición pública.
Cuando
escuché la notificación de mi condena, entendí que tal vez estuvo
pensando en hacerme fusilar, a pesar de la simplicidad de mi delito.
Se me ocurrió pensar que esta gente está acostumbrada a condenar a
diestra y siniestra, y que bien pudo confundirse mi expediente con
el de algún bandido, pero cuando el Juez me dio la posibilidad de
irme del país para siempre, caí en cuenta que lo único que había logrado
era perpetuar la memoria del poeta de piedra, el de ellos, al fin
y al cabo.
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chilenoandueza[at]yahoo.com
ILUSTRACIÓN
RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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