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Agujas paradas
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Kitino Nikaro


Maldito reloj. Lo odio con todo mi alma. Lo odié en muchos momentos no imaginando los problemas que me traería en ese futuro hoy presente.

Sólo los domingos y festivos colgaba de la muñeca de mi abuelo Ángel, era muy distinguido además de costoso como para lucirlo un día sí, otro también. La época, el pueblo, el dinero, todo lo que sobresaliera de un naranjo, su fruta, la tierra, sus aperos, los jornaleros sudorosos de sol a sol, sus jornales, era un lujo que muy pocos se podían permitir en unas hectáreas de huerta que llevaban alimentando a varias generaciones de Martínez ajenos a todo lo que pasará más allá de Las Casas del Tío Naranjo.

A mí me tocó o elegí ser el rebelde de la familia, el mayor para todo lo que les pareciera bien a los demás, el emprendedor de negocios fluyentes por nuestras venas por un gen M marcador de una saga que nunca se acabará porque mientras otros huimos una madrugada de abril del 43, otros siguen viviendo de las raíces de aquellos naranjos plantados ya por antepasados imposibles de recordar por lo mucho que ha llovido, tormentas caídas, inundaciones hasta la copa de los árboles..., y simplemente por no apetecerme en este momento hacer un repaso al libro de familia, a ese árbol genealógico donde prefiero no estar yo, ni mis hijos, menos aún mis nietos.

La noche antes de abandonar mi casa, a los dos meses de haber cumplido los dieciséis años, preparé meticulosamente una maleta pequeña vieja de tela desgastada color marrón y cuero en las esquinas desconociendo su origen, tal vez fuera la que llevara mamá el día que huyó de su casa, con mi misma edad, en busca de su libertad no encontrando más que una prisión donde cumpliría una condena de pena de muerte incapaz de imaginar pero eso sí, sin faltarle nunca alimento para echarse a la boca y consiguiendo algún que otro capricho por traer al mundo a cinco niños siempre pocos por buscar e intentar dar a luz esa hembra que los cuidara al llegar a la vejez donde todos llegamos sin darnos cuenta cuando somos jóvenes. La maleta no era muy grande, no necesitaba más que algo de dinero que mi abuelo me asignaba como paga semanal por el trabajo hecho pero cuanto más mejor, dos mudas y algo de ropa por no saber lo que pudiera pasar y los pocos objetos personales que tenía, entre ellos el reloj de esfera cuadrada de mi abuelo. Llevaba poco peso, había mucho camino por recorrer una vez que saliera de la finca. Toda la noche despierto mirando las agujas del reloj sobre la mesita de haya pegada a mi cama moverse cada minuto a la espera del silencio. Papá siempre era el último en acostarse contando el dinero billete tras billete cada día por si habían crecido, aumentado o volado más de la cuenta, él llevaba las cuentas no permitiendo perdiéramos un solo céntimo, solo él tenía acceso a la caja de cartón de zapatos donde camuflaba los billetes en el interior de su armario caoba de su habitación, allí contaba nuestro poderío con la puerta medio cerrada y la luz encendida aunque mamá durmiera, no importaba.

Más tarde de lo esperado, posiblemente ese día, hubo algún pago fuerte de contar; entre la oscuridad de la noche y la luz de la luna, cargado con la maleta a pies descalzos abandoné la casa en dirección a las caballerizas. Monté a Maravillas preparada desde esa misma tarde por mí, peinando su crin azabache dulcemente como siempre lo hice desde el primer día que me la regaló mi abuelo, dirigiéndonos hasta la gran puerta oxidada de hierro forjado leyendo por última vez en mi vida a lo alto de la misma, Casas del Tío Naranjo.

La vida resultó fácil. El apellido y el dinero me ayudaron mucho abriéndome puertas que nunca cerré a pesar de haber renegado a mi familia, tampoco me iba a morir de hambre. Querer dejar la tierra a un lado, aparcar mis atuendos de jornalero, refinar mis curtidas manos al tiempo que la piel de mi cara no implicaba desaprovechar las oportunidades que me ofrecía la vida por ser el nieto de, el hijo de, e incluso el hermano de Totana estaba muy cerca de las raíces de aquellos naranjos.

Pronto viajé a Murcia en busca de mi propia vida, una vida familiar que tanto anhelaba aunque costara reconocerlo. De cuando en vez, tumbado en la cama de la pensión donde viví en un principio, sacaba el reloj de mi abuelo para dale cuerda sin dejar se parase, retrocedía en el tiempo pudiendo ver el rostro inocente de aquel niño hecho ya un hombre sentado sobre las piernas de su abuelo sujetándole su muñeca izquierda donde lucía su enorme reloj. Ya de pequeño, según decían las malas lenguas, nunca fueron buenas, me quedaba durmiendo con su reloj no consiguiendo el sueño y desvelando a los demás si no tocaba el reloj de mi abuelo mientras dormía, esos fueron los únicos meses en los que mi abuelo llevó el reloj cada día creyendo los demás que celebraba cada día el que hubiera nacido su progenitor, sin saber de la misa la mitad. El día que cumplí los dieciséis años me lo regaló, según él ya era todo un hombre, era el mayor de todos los nietos, llevaba su nombre, confiaba en mí sabiendo que llegaría alto y había sido el único que repetidas veces me había interesado en por qué el reloj podía ser de esfera cuadrada cuando las esferas son circulares sin tener nunca respuesta para mi pregunta. Al regalármelo ante toda la familia, antes de trocear la tortada repleta de velas ya apagadas con un solo soplido, me dijo: «Espero algún día encuentres respuesta a tu pregunta, tuyo es». En ese momento surgieron los problemas en casa donde resultaba imposible vivir por ese espeso ambiente que hasta cuchillos cortarían para poder respirar, nadie se explicaba cómo osó a darme su querido reloj saltándose a mi padre, su único hijo, quien heredaría todo lo de su padre haciendo y deshaciendo como le viniera en gana con cada uno de sus hijos privando a mi abuelo de su libertad en ese momento, egoísta y enfadado trató de hacerme la vida imposible durante los días que le duró el enojo, su rencor no desaparecería hasta el día de su muerte; cómo pudo hacerlo ante mis hermanos corroídos por la envidia que siempre me tuvieron y me tendrán por sentirse puros jornaleros, como quienes trabajan sus tierras que poco dan de sí con motivo de las inundaciones repetidas año tras año y la mala cabeza para llevar negocios, mientras mis estudios me han situado social y políticamente en una buena posición; cómo no consultó nada a la abuela por pertenecer a ambos, ese reloj fue el regalo de boda que les hizo su abuelo, Martínez el grande, cuando casó a dos de sus más queridos nietos.

La vida continuó sonriéndome hasta el día de hoy maldiciendo el reloj que hoy entierro debiéndolo haber hecho el día que murió mi abuelo, tres semanas antes de que abandonara aquella finca donde muerto él, carecía de sentido permanecer más tiempo luchando como si se tratara la vida no más que de una merienda de caníbales hambrientos deseosos de comerse entre ellos mismos. No lo enterré, hoy lo hago por siempre jamás aunque ya me gustaría a mí irme con él y no quien se me va. Lo entierro sin una respuesta a mi pregunta, cosas de la vida.

El maldito reloj de Martínez el grande rodó de dos en dos generaciones de Martínez desconociendo sus orígenes. Mis abuelos lo heredaron de su abuelo, yo de mi abuelo, mi nieto de su abuelo. Mi nieto lo heredó el día de su comunión, no por ser el mayor, tampoco por llamarse Ángel como yo, ni por ser el único nieto que tengo, hay seis más, lo heredó por tener ese brillo en los ojos característico de los hombres con éxito que terminan su misión desapareciendo y volviendo una vez más a cumplir una nueva, esa luz propia que ilumina a quien está a su lado sin importar vaya donde vaya, ese color sobre color reflejo de un corazón abierto más allá del amanecer que comparte el todo con quien sea perdiendo lo necesario por conseguir una sonrisa en un rostro triste, ese calor que por frío yazca en su caja caoba como el armario de papá, calienta hasta la sábana blanca que le cubre. Y en su muñeca, nuestro reloj marcando las dos horas y veinte minutos, hora en que su coche se estrelló.




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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©




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