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Pablo, ¿no pintas este verano?


El cielo siempre se pintaba de azul, de un azul intenso, uniforme, compacto. Un azul puro, sin contaminación posible de ningún otro color. Sólo azul, nada más que azul.

Después, había que pintar los verdes, amarillentos y brillantes en las agujas jóvenes de loa pinos; con ocre en las hojas un poco resecas de las vides, con algo de cian en los algarrobos, verde y gris en las copas de los olivos.

Y los marrones de los troncos retorcidos y añosos, o enhiestos y apuntando al cielo, o rugosos y ásperos ansiosamente agarrados a la tierra.

Pero, ¿de qué color se pinta la soledad?, ¿qué tonos tiene la paleta para plasmar la angustia y el miedo?

Año tras año, un nuevo dibujo, pero siempre idéntico, siempre con los mismos tonos, azules, verdes, tierra.

Año tras año, la misma voz de la madre:

Pablo, ¿no pintas este verano?

Año tras año, los tubos de pinturas resecos, los pinceles ordenados por tamaños con sus cerdas apelotonadas, y el bloc de hojas que amarilleaban en el cajón del escritorio.

Año tras año, Pablo se sentía atrapado en aquella asfixiante atmósfera transparente y limpia como una urna funeraria, como una burbuja aséptica que le aislaba del mundo.

Durante el resto del tiempo, sus cuadernos se llenaban de dibujos espléndidos, abigarrados y repletos de vida, sus pinceles manchaban con rapidez y soltura las hojas y los colores saltaban, espontáneos, al papel.

Durante el resto del tiempo, conseguía escapar de la maldición de aquel lugar que había marcado su infancia con el espanto de la tortura refinada y cruel de la ambivalencia entre el odio y la culpa, entre la burla y la compasión.

Poco quedaba, durante el resto del tiempo de aquel niño huidizo que fue, avergonzado por la falta de haber nacido diferente, único vástago de una familia diferente, prisionera sin más muros ni rejas que las de sus propios delirios.

Había conseguido escapar de aquel universo que parecía suspendido en el tiempo de tan inamovible, y en el espacio, de tan perfectamente delimitado hasta el milímetro en sus lindes, cuando comprendió que bastaba con dar un paso hacia el exterior, que no existía ninguna frontera, que la puerta de hierro cedía ante él, y que ni siquiera había muros de cristal, aunque la atmósfera entre los azules, los verdes y los tierra pareciera condensada desde siglos.

Y, sin embargo, en el verano, siempre regresaba. Con la esperanza de encontrar algún cambio, de que el aire no pendiera inmóvil, de que el cielo no fuera invariablemente azul, tal vez, podía estar virando a malva, de que los verdes se hubieran trasmutado en dorados que la tierra se hubiera llenado de margaritas blancas.

Tal vez, este año pudiera pintar un nuevo paisaje sin angustia, sin soledad, sin miedo.

—Pablo, ¿no pintas este verano?

Y la voz de la madre, repitiéndose, paraliza a Pablo, al igual que inmoviliza el paisaje a su alrededor sin que el cielo vire a violeta, los árboles luzcan hojas nuevas de rabioso amarillo ni la tierra se cubra de flores blancas.

Pablo, ¿no pintas este verano?

El cielo que ve Pablo ya no es azul, el sol es una inmensa bola de fuego rojo que estalla dentro de su cabeza.

Dentro de la cabeza de Pablo ya sólo hay rojo, el rojo que manchó las ropas de ella aquella tarde en que le pidió que se atreviera a acompañarle allí, traspasando los límites entre la cordura y la locura, entre la salud y la insania.

El rojo que fluyó en un río de sangre que arrastró aquella vida que empezaba a ser.

El rojo que marcó con un trazo indeleble el error en el texto de la novela de los dos que apenas recién habían comenzado a escribir.

La roja señal de alerta de que en aquella atmósfera nada nuevo podía crecer, que la angustia del tiempo en suspenso y el aire inmóvil abortaba cualquier vestigio de vida que tratara de proyectarse hacia el futuro.

El rojo que había permanecido intacto en sus tubos de pintura porque nunca lo había percibido antes, emergía, triunfante, de todo a su alrededor.

En el cielo, el sol era llama incandescente, en la tierra el rojo estaba contenido en los ocres y en los siena tostados. Los muros de la casa contenían carmín en sus violáceas piedras renegridas, y los cristales de las ventanas reflejaban el resplandor de aquel poniente inacabable.

Únicamente los árboles exhibían el verde azulado de sus copas sombrías, pero las hojas secas de las vides contenían los reflejos de un púrpura que pugnaba por hacerse visible y los racimos maduros y agostados se oscurecían en cárdenos.

—Pablo, ¿no pintas este verano?

—Sí, madre.

La paleta de llena de rojo, carmín, púrpura, y los pinceles cargados con rabia van cubriendo el papel de trazos ardientes, el cielo, tan azul, es ahora una lengua de fuego que desciende hasta la copa de los árboles y estos son antorchas llameantes que se elevan glorificando la incandescencia del sol. La tierra ha comenzado a agrietarse y de cada grieta surgen mil candelas que se prenden al tiempo y estallan rodeando la siniestra casa y se multiplican en los vidrios de los miradores que reflejan y multiplican el incendio.

Pablo grita:

—Madre, vámonos, vámonos, vámonos.

¿De qué color se pinta la locura?

El pincel, en suspenso en la mano temblorosa de Pablo, no tiene de donde tomar los tonos irisados del vacío y la nada. Y, mientras, en el dentro de la inmensa hoguera, la madre, sin dejar de mecerse con un ritmo monótono en el balancín del porche:

—Pablo, ¿no pintas este verano?

 

 
Carmen López León

 
Denia, agosto 2000



ILUSTRACIÓN:
Focused Bottle by User:raghvendra - Own work. Licensed under
CC BY-SA 3.0 via Wikimedia Commons.
 



 

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