La plancha voladora
María del Carmen Guzmán Ortega


Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo teníamos un juego que nos procuraba horas y horas de total felicidad. En aquellos momentos, mi madre y mi abuela podían estar contentas, tendrían aseguradas la paz y el sosiego, no habría peleas ni gritos y todo transcurriría como debía ser. Tendrían tiempo y serenidad para emprender las tareas de la casa sin sobresaltos ni interrupciones. El silencio era casi absoluto, aunque no del todo, porque hablábamos en un tono, timbre e intensidad contenidos, para que no se rompiera la magia. Mi abuela no tenía televisión, ni falta que nos hacía. En aquellos tiempos, cuando pasábamos las vacaciones en el pueblo de mi abuela, se olvidaban los juguetes, el colegio y las obligaciones. Todo era bello y divertido. Jugábamos con las enormes hormigas negras del corral, trepábamos al membrillero como si fuéramos monos y nos hartábamos de membrillos hasta el cólico.

La voz cantante era la mía, como siempre, pues yo era la mayor de los tres y por eso me regalé ese privilegio al tiempo que asumía la responsabilidad. Mi papel consistía en ser la narradora, la capitana, la grumete, la encargada de avituallamiento, la cicerone, la estratega y la responsable de la logística. Ellos, mis hermanos, sumisos y absortos, eran la tripulación obediente a mis órdenes. Eso sí, su obediencia era asumida, total y a gusto, pues yo los llevaba por los inconmensurables caminos de la imaginación sin fronteras.


El gran patio de mi abuela, rodeado de macetas frondosas, era la pista de despegue. Allí, sentados sobre las rojas y ásperas losas del suelo, espatarrados, dispuestos en círculo, dirigíamos la vista hacia una humilde plancha de carbón ubicada en el centro.


—¡Cerrad los ojos, tripulantes! —decía yo— ¡la nave está a punto de despegar!

—!Ya la veo, ya la veo! —respondía mi hermana Toti con emoción contenida.

—Yo no la veo —exclamaba el pequeño, Julio, tres años de traviesa inocencia.

—¡Tonto! No la ves porque tienes un ojo abierto —le contestaba yo—. No vale porque haces trampa. Para verla, tienes que cerrar los ojos.

—Yo los «cerro, de verdá» —lloriqueaba Julito.

—¡Venga, venga ya! —palmoteaba Toti.


Pero, después de un rato de titubeo, de impaciencia, pequeñas discusiones y puesta en común, la plancha, o sea, la nave espacial, volaba ¡vaya si volaba! ¡La Perfecta Máquina del Tiempo! Viajábamos al futuro, al pasado, a países exóticos, y en nuestra imaginación, contemplábamos ríos, montañas, la Guerra de Troya y el año 2000, las pirámides de Egipto y los rascacielos de Nueva York, la caída del Imperio Romano y los viajes interplanetarios, las cabañas de los pobres y los palacios de Oriente. Y cuando llevábamos un buen rato volando, yo daba la orden de bajar poco a poco de las nubes de nuestra fantasía, la nave se posaba suavemente sobre las losas, abríamos los ojos y regresábamos a otra realidad, a «¡Niños, la merienda!» o a cualquier otra dimensión cotidiana, al más acá.

Ahora, muchos años más tarde, contemplo la vieja plancha, herencia de mi abuela, reliquia de un tiempo glorioso, hoy convertida en soporte para libros. Un pensamiento descabellado se introduce en mi cabeza: ¿Y si fuera capaz? Pero, la plancha voladora ya no es capaz de volar. Reposa en la estantería, resignada a su ordinario trabajo de soportar el peso de los libros. La miro con ternura y nostalgia. Ese insignificante objeto representa la mejor época de mi vida. Mi abuela planchaba en su vieja y enorme cocina. Como una vestal en zapatillas y delantal de cuadros, agarraba en sus pequeñas manos unas largas tenazas oxidadas, atrapaba aquellos rubíes de fuego y sangre del fogón, y como en un antiguo ritual, los colocaba en el vientre de la plancha, cerraba su tapa y alisaba las prendas, con amor, como todo lo que ella hacía. Yo la miraba atenta, absorta, mientras la imaginación se me desbordaba por todos los poros de mi cuerpo. La forma, para mí aerodinámica, de la plancha, su hierro candente y los rojos carbones me hacían ver un vehículo capaz de surcar los mares, el espacio y el más allá.

Ahí está, quieta, resignada a su jubilación forzosa, obligada a servir de adorno, como un objeto antiguo e inservible, tan inservible y sugerente como la maravillosa lámpara de Aladino ¿Y si…? Respiro hondo. Cierro los ojos y cuento diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco cuatro, tres, dos, uno… abro los ojos lentamente… ya estoy en mi infancia… ¿mi infancia? Un momento. Aquí hay algo que no encaja. Esos niños no son mis hermanos. Además, llevan trajes anticuados, largos, de frunces, encajes y lazos de seda. Yo también visto así. Una de las niñas me habla:


—Comment tu t´appelle? Je m´appelle Anastasie.


Me gustaría saber a dónde me llevó esta vez mi loca fantasía.

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MARÍA DEL CARMEN GUZMÁN ORTEGA,
es una autora que reside en Málaga (España). Puedes leer otro cuento de la misma, publicado en Almiar: Desde la ventana.
estaguas [at] hotmail.com


ILUSTRACIÓN RELATO: Diana Mercado ©
(ver muestra de sus pinturas).



Separata publicada en
Revista Almiar, n.º 34 (junio-julio de 2007).
Web reeditada en julio de 2020.


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