Tedio final
Francisco Juan José Viola


Pepe se hartó. Fue ese martes, aunque podría haber sido cualquier día. En realidad, lo que debería sorprender es que no hubiese sido algún día antes que aquel martes. Tal vez cualquier día de los últimos 30 años hubiese sido bueno para hartarse. Pero fue ese martes cuando se hartó.

De todos modos las fechas no tenían sentido para él. Los calendarios, se sabe, son ficticios y no cambian para nada las vivencias. Para Pepe hacía tiempo que los días se habían unificado. Primero cayó el domingo, día festivo por aquello de las misas y de los encuentros familiares. Pero la iglesia era «pasado» y, la familia, olvido. Luego, el resto de la semana, comenzaron, inapelablemente, a ser los mismos. Se transformaron en un continuo goteo de horas sin pausa, ni cortes, ni cambios. El insomnio había colaborado y el trabajo independiente y escaso habían hecho el resto. De nada sirven los días si las noches no tienen el espacio para lo diferente. Si el sueño, el desamor, la música y la tristeza eran cosas de cualquier hora, los días y las noches perdían el sentido.

Luego que los días dejaron de ser días para ser una masa informe del tiempo, cayeron las fechas, desdibujándose de sentidos. La primera en caer fue el aniversario. El famoso cumpleaños en su tierra, lejana, perdida, más exiliada que él. Fue hace años, cuando intentando seducir a una mujer, para conseguir una noche de compañía pasajera y una mañana de dolor permanente, le confió, entre risas forzadas, que era su cumpleaños. La mujer no tuvo otra idea que distribuir la noticia en el bar donde los borrachos y los aspirantes a serlos sólo buscaban una excusa para la próxima copa. Así fue que la noche terminó con el saludo de unos cuantos desconocidos que estaban en el sitio. No hubo revoltijo de sábanas como pago de la inconfidencia, pero si la convicción que los cumpleaños solamente tienen importancia cuando hay alguna persona que sepa el color de la alegría frente a un regalo; y eso, únicamente se sabe por haber compartido otros cumpleaños. Por eso empezó a borrar las fechas. Primero, el del aniversario y luego, obviamente, navidad. Sin familias no hay navidades, eso todo el mundo lo sabe. Familias de las propias o de las anexadas, definitiva o circunstancialmente. Finalmente decidió que el fin de año no tenía sentidos, pero éste fue sin tantos preludios ni antecedentes, simplemente un día se le antojó que esas celebraciones eran una irremediable «boludez».

Fue así que comprendió que el exilio tiene que ver con el silencio. Refugiarse en el silencio servía mucho más que ninguna otra cosa. A veces hasta el silencio era más válido que cualquiera de las conversaciones que podía tener. Lo curioso, terrible y cruel era que extrañaba las conversaciones. Esas charlas de café donde el delirio, la información y la poesía se mezclaban en todos los temas. Pero para el exiliado el silencio va ganando espacio después de tantas conversaciones en las que los demás quieren, poco a poco, sacarte tu experiencia unificándolas en todas las charlas. Todos quieren vivir lo que has vivido a través de anécdotas de otras épocas. Pero no hay época que sea igual a la que viviste. No te dejan ni sufrir en exclusividad: o te dan compasión que no pides, o te dan mimetismo que te ignora. En esos momentos siempre recordaba esa canción de Larralde, «naides mezquina salmuera cuando es de otro el lomo» o algo parecido.

Así, poco a poco, el silencio fue ganando la partida. Así pasa siempre. Un buen día el exiliado prefiere escuchar el silencio o a los que recién vienen, que escuchar a los que pretenden saber todo. El círculo se cierra, pues estos ven en eso arrogancia, cuando en realidad está el germen del hastío final.

Después del silencio, o tal vez antes, qué importa, llega el asalto de la memoria, que comienza a traicionar más veces de lo que uno quisiera. Pepe se dio cuenta que esas traiciones pasaban en las innumerables noches de soledad, en medio de insomnios que no recordaban ni origen, ni causa, ni norte.

Algunas veces, muy pocas, cuando un dejo de lucidez aparecía en las mañanas, cuando la resaca del olvido se evaporaba, Pepe pensaba, de cara al sol, que a lo mejor su memoria no le traicionaba, sino que le perdonaba. Esas amnesias fueron un bálsamo durante un tiempo demasiado corto o largo. Tal vez porque se dio cuenta que cuando el sol se ausentaba y el día sacudía lo gris de los sueños perdidos, su memoria divagaba sobre excusas inverosímiles para no recordar. Supo desde el principio que su memoria le engañaba, como para permitirle una chance de encontrar otro mundo, donde recordar no sea el duro suplicio de saberse perdido.

Pero el truco de la memoria no dio resultado y, por ello el hartazgo llegó, se instaló y creció.

Sólo dos opciones quedan cuando eso pasa, el sometimiento y el suicidio. El primero era imposible, Pepe sabía que estaba viejo para esos trances. Por eso pensó que someterse era igual que la otra opción. Tal vez, fue la convicción de ello, lo único que le ahorró el titubeo frente a la segunda y última opción de su vida.

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FRANCISCO JUAN JOSÉ VIOLA,
es un autor que reside en Balneario Camboriu/SC (Brasil).
f_j_viola [at] hotmail.com

ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por Pedro M. Martínez ©



Separata publicada en
Revista Almiar, n.º 34 (junio-julio de 2007).
Web reeditada en julio de 2020.


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