Un viaje poco común

relato por Carlos Montuenga

Cuando subí aquella mañana al tren en el que voy cada día a mi trabajo, apenas apuntaba el amanecer deslucido de un día frío y lluvioso. La estación, sumergida en la claridad lechosa del alumbrado eléctrico, parecía una gran burbuja de luz flotando en la oscuridad, y los andenes empezaban a animarse con el trasiego de gentes que arrastraban sus maletas de un lado para otro o entretenían la espera apurando bebidas de las máquinas.

Dentro del vagón no se oía otra cosa que la vibración monótona del tren. Muchos pasajeros dormían recostados en sus asientos; otros, ojeaban este o aquel diario de la mañana con cierto desgaire, y alguno, de expresión melancólica, parecía abismado en no se sabe qué profundas reflexiones.

El tren avanzaba veloz, dejando atrás una sucesión de barriadas simétricas y oscuros bosquecillos situados en las afueras, al norte de la ciudad. Me estiré en mi asiento, sintiendo las piernas entumecidas. A mi izquierda, un viejo dormía con la cabeza apoyada contra la ventanilla. Iba embutido en una gabardina gastada que le venía un poco grande y arrugaba de vez en cuando la nariz, como si le molestara el roce de algún insecto invisible. Me pregunté qué haría una persona de su edad metido en aquel tren a hora tan temprana. Desde luego, podían existir muchas razones verosímiles, pero yo estaba demasiado embotado para pensar en ellas. Me recosté en el respaldo y traté de imaginarme tumbado junto al mar en algún paraíso remoto.

De repente, empecé a percibir que ocurría algo anómalo. Al principio, tuve la impresión de que, por algún motivo que no alcanzaba a entender, aquel tren no se movía ya como lo hace cualquier tren. El incesante golpeteo de las ruedas sobre los raíles, se había transformado en una especie de zumbido melodioso, como el de una gran peonza que girase con mucha suavidad. Me asaltó una idea absurda: era como si el tren, cansado de rodar por las vías, hubiera decidido empezar a deslizarse a través de algún medio tan etéreo, que no oponía resistencia alguna a su avance. Además, observé con sorpresa que la cruda iluminación del vagón, se iba diluyendo en una tenue transparencia matizada de delicadas tonalidades, como las que produce el sol al atravesar una superficie de agua en calma. Aquello duró apenas unos segundos y luego, de golpe, todo pareció volver a la normalidad. Al mirar a mi alrededor, buscando alguna explicación para el extraño suceso, me di cuenta de que una joven sentada en el asiento de enfrente me observaba con gesto divertido. Era raro que no me hubiera fijado en ella hasta ese preciso momento. Tenía unos ojos grandes, muy expresivos, y la palidez de su rostro contrastaba con el color negro azabache de una melenita, que le caía con gracia sobre los hombros.

—Lo ha notado ¿verdad? —me preguntó en un tono apenas audible.

—¿Se refiere a ciertos… cambios?

—Me refiero, a que los trenes no siempre van a donde creemos.

El comentario resultaba bastante insolente y ni siquiera me tomé la molestia de responder. Sin embargo, estaba de acuerdo en que aquel tren no era de fiar. Una voz en mi interior, decía a voces que lo más prudente era bajarme de él en cuanto fuera posible y buscar otro medio para llegar hasta la Compañía de seguros en la que trabajo. Por lo demás, todo aquello resultaba muy inoportuno. Precisamente aquel lunes, tenía que asistir a una importante reunión convocada a las nueve y cuarto; quedaría en muy mal lugar si llegaba tarde. Tras reflexionar durante unos instantes, me incorporé con brusquedad decidido a bajarme en la siguiente estación. La chica debió adivinar mis intenciones y dijo:

—Por favor, no se precipite. Dudo mucho de que, por ahora, vaya a tener oportunidad de bajar del tren. Además, supongo que desconoce la región en donde estamos.

Eché un vistazo por la ventanilla. No, desde luego jamás había pasado antes por aquel lugar. Pero esa no era razón para quedarme allí sentado, como un estúpido.

Estaba ya cogiendo mi cartera del portaequipajes, cuando, por el pasillo del vagón, apareció un tipo de aspecto distinguido: alto, muy delgado, con gafas redondas y bigotito canoso. Vestía traje oscuro y llevaba una especie de insignia plateada prendida en la solapa. Al llegar junto a nosotros, se detuvo y dijo con amabilidad:

—Buenos días, ¿me permiten sus billetes por favor?

Le tendí mi billete, mientras la chica extraía el suyo de un bolsito de colores que llevaba colgado en el hombro. El viejo que estaba sentado junto a mí, abrió los ojos y, después de desperezarse sin el menor comedimiento, saludó al recién llegado como si ya se conocieran.

—¿Va usted hasta el final del trayecto? —me preguntó el tipo alto, mientras examinaba con atención mi billete.

—¡Cualquiera sabe a dónde voy! Llevo más de dos años cogiendo el tren cada mañana, para ir a mi trabajo, y nunca me había ocurrido algo tan absurdo —respondí de mal humor.

—¿Puedo preguntarle qué es lo que le ha ocurrido? —dijo él, mirándome con cierta severidad por encima de sus lentes.

—He debido equivocarme de tren y, lo más ridículo, es que no reconozco la zona que estamos atravesando. Si usted tuviera la amabilidad de…

—¿Y eso le parece ridículo? En todo caso, lo ridículo sería que después de subir al tren que usted coge cada mañana, se diera cuenta de que está pasando por un paraje desconocido, ¿no cree?

—Sí, desde luego, pero…

—Eso sí que resultaría, no ya ridículo, sino más bien inaceptable.

—¿Inaceptable? —pregunté sorprendido.

—Desde luego, señor mío; inaceptable, se mire por dónde se mire —dijo él, mientras se acomodaba junto a la chica, que se vio obligada a apretarse contra la ventanilla para dejarle sitio—. Como todo el mundo sabe, siempre que se pueda describir con exactitud el estado inicial de un punto cualquiera del espacio, será posible predecir los cambios que ese punto va a experimentar en el transcurso del tiempo ¡eso lo aprenden los niños en el colegio! Por lo tanto, si el tren sale de un lugar determinado y se va moviendo a lo largo de su trayectoria, deberá encontrarse, en cada momento, en una cierta región del espacio y no en cualquier otra.

—¡Pues vaya un descubrimiento! —exclamó el viejo, que no había perdido palabra de aquella disertación tan grotesca—. ¿Qué pasaría si el maquinista decidiera cambiar de vía?

—¿Y desde cuando los maquinistas toman ese tipo de decisiones? Puedo asegurarle que eso no ha ocurrido nunca —respondió el otro sin perder la compostura—. Después, se quedo pensativo y tras ajustarse las gafas, añadió entre dientes:

—Al menos, no en este tren.

—Oiga, todo eso está muy bien —dije yo, empezando ya a perder la paciencia—, pero ninguno de ustedes termina de aclararme dónde estoy, y lo único seguro es que voy a llegar tarde a una reunión muy importante que tengo esta mañana.

La chica me miró con dulzura, pero permaneció en silencio.

—No debería usted angustiarse por eso, joven. Siempre podrá encontrar una buena excusa —dijo entonces el viejo, al tiempo que jugaba con una moneda que había sacado de su gabardina—; por ejemplo, podría decir que esta mañana se ha despertado con fiebre y no se encontraba en condiciones de ir al trabajo.

—No es cuestión de inventar excusas. Ya he dicho que se trata de una reunión importante.

—Bueno, no se enfade conmigo, yo sólo pretendía ayudarle. Pero estoy seguro de que eso no es tan grave como a usted le parece. A medida que uno se hace viejo va comprendiendo que la mayoría de las veces, las cosas que nos preocupan carecen de la menor importancia.

—¿Usted cree? —respondí con acritud.

—Pues claro que lo creo. Yo llevo mucho tiempo viajando en este tren y, a decir verdad, nunca he sabido con seguridad por qué estoy en él. Antes, eso solía producirme un vago malestar, pero he terminado por acostumbrarme a no pensar en ello. Después de todo, aquí me encuentro bien atendido y todos son amables conmigo. Le aseguro que eso es lo único importante.

—Completamente de acuerdo —intervino el tipo alto, cruzando las manos en actitud monacal.

—¿Pero nunca ha sentido el impulso de bajarse del tren? —dijo la chica, dirigiéndose al viejo.

—No me acuerdo señorita. Es posible que lo haya sentido cuando era más joven.

—Nada más natural que haber sentido ese tipo de cosas alguna vez —dijo el alto, encogiéndose de hombros—. Pero para eso tenemos el sentido común, ¿no les parece? para no cometer insensateces ¿Qué sería de nosotros si nos dejáramos arrastrar por esos impulsos? Descuidaríamos nuestras obligaciones, la gente se sentiría insegura, terminaría por reinar el mayor desorden… y hablando de obligaciones, no tengo más remedio que dejarlos. Hace unos días, dio a luz una señora que viaja en el vagón de cola y he de organizarlo todo para oficiar el bautizo.

—¿Me dejará que le ayude? —preguntó el viejo, incorporándose en su asiento.

—No veo inconveniente, pero debemos apresurarnos. ¡Ah! y recuérdeme que comprobemos si han arreglado ya el termostato de la pila bautismal. Hay que hacer las cosas bien, cuando menos se espera aparecen los auditores y empiezan los problemas.

—Pero dígame… ¿usted es cura? —pregunté al alto, sin salir de mi asombro.

—¡Cura! ¡Vaya ocurrencia! Me refiero a un bautizo seglar, naturalmente —y tras lanzarme una mirada furibunda, agarró a su improvisado ayudante por un brazo y se alejó con él. El viejo, que según creí ver entonces calzaba unos diminutos patines, describió un elegante giro alrededor del otro y luego, soltándose de él, comenzó a deslizarse pasillo arriba con asombrosa agilidad, mientras exclamaba:

—¡A prepararlo todo! ¡No hay tiempo que perder!

Al verlo pasar, algunos pasajeros se levantaron de sus asientos y salieron precipitadamente al pasillo. En seguida, se les unieron otros más, y al final todo el mundo empezó a correr detrás del viejo, en medio de una gran confusión.

—¡A prepararlo todo! ¡A prepararlo todo! —gritaban como energúmenos.

—¿Qué ocurre?, ¿por qué se va la gente? —preguntó a mi espalda una señora de mediana edad, levantando la vista de unos calcetines viejos que estaba zurciendo.

—No lo sé señora —le respondió uno muy gordo que avanzaba a duras penas por el pasillo dando traspiés—. Pero seguro que tienen una buena razón. ¡No se quede ahí! ¡Debemos ir con los demás!

Por un momento, estuve tentado de unirme a la desbandada. Pero la joven seguía sentada frente a mí, y se había quedado dormida a pesar del alboroto. Su cabello estaba un poco enredado y refulgía como una gema bajo la cruda luz del vagón. No, no podía dejarla sola, eso habría sido demasiado descortés. Además, me dolía terriblemente la cabeza; cada vez estaba más convencido de que los viajeros de aquel tren se habían vuelto locos. Me recosté contra la ventanilla, sintiendo que me dominaba el desánimo. Fuera, se extendía la soledad de un extenso páramo salpicado por matorrales oscuros. Era inexplicable, pero estaba ya anocheciendo y allá en la distancia, la línea del horizonte se confundía con el cielo, enrojecido por las últimas luces del crepúsculo. Poco a poco, las sombras lo fueron invadiendo todo y, antes de que me diera cuenta, la oscuridad se hizo tan absoluta que, a pesar de mis esfuerzos, no conseguía ver nada más que las luces del vagón reflejadas en el cristal de la ventanilla.

Llevaba un buen rato pensando en aquella extraña aventura, cuando sentí una sacudida, como si estuviéramos entrando en un túnel. Ella se había despertado y me miraba arqueando las cejas, como a la espera de una explicación.

—Confieso que estoy un poco sorprendida —dijo al fin.

—¿Sorprendida de qué?

—Pues… de que siga usted aquí, en el tren.

—¿Ah sí? ¿Y qué otra cosa puedo hacer? Este maldito tren no ha parado una sola vez desde que subí a él por la mañana.

—Ya lo sé, pero esa no es la cuestión —respondió ella, mientras sacaba un espejito de su bolso y empezaba a empolvarse la nariz.

—¿Y se puede saber cuál es entonces la cuestión?

La chica permaneció unos segundos en silencio y luego, tras ordenarse un poco el cabello, dijo con un punto de malicia:

—Eso sólo lo podrá averiguar por sí mismo.

Aquello ya era demasiado. Salí al pasillo hecho una furia y empecé a dar golpes por todas partes. Entonces, el tren hizo un brusco viraje que me lanzó violentamente contra las ventanillas. Saltaron cristales en mil pedazos y sentí que salía despedido al exterior, engullido por la oscuridad, cayendo y cayendo por un abismo sin fin…


Al abrir los ojos, me encontré frente a un hombre inclinado sobre mí, que me observaba con cara de pocos amigos. Era alto, delgado con un bigote canoso. Vestía un uniforme gris muy ajado y su aspecto no podía ser más vulgar.

—¿Qué ocurre? —balbucí, sin entender nada—. ¿Dónde está la chica?

—Oiga, no sé de quién me habla, pero tiene que bajarse enseguida. Hace rato que el tren ha llegado al final de la línea. Se ha quedado usted dormido. Vamos, haga el favor de levantarse del asiento y salir.

—¿Pero qué tren es éste?

—Pues cuál va a ser, hombre, el tren de cercanías que cubre el distrito noroeste.

Me froté los ojos y miré a mi alrededor. Sí, no cabía duda, aquél era mi tren, el que tomo a diario para ir al trabajo. Me subí el cuello de la gabardina y salí a un andén estrecho, sumido en la penumbra. La mañana estaba metida en agua. Aspiré con placer aquel aire frío que, poco a poco, me iba devolviendo a la realidad. De camino a la salida, se cruzó conmigo una mujer alta que sorteaba los charcos, oculta bajo un paraguas blanco. Apenas pude entrever su rostro, pero la imaginé rubia, con una melena deslumbrante, a lo Marlene Dietrich. En el vestíbulo, algunas personas hacían cola para sacar sus billetes y dos operarios, vestidos con mono azul, hurgaban con sus herramientas en las tripas de un cajero automático. Crucé la plaza situada frente a la estación y me metí por el parque, mientras un reloj lejano daba las diez; las diez… llevarían ya más de media hora reunidos. En fin, era inútil lamentarse. Había dejado de llover y algún rayo de sol se aventuraba a través de las nubes. En la alameda del parque, entre el alborotar de un ejército de gorriones, podía oír el rumor distante del tráfico. Seguí caminando sin parar y pensé en buscar un lugar tranquilo donde tomar unos tragos. Desde luego, estaba fuera de toda duda que me los había ganado…


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Carlos Montuenga, es Doctor en Ciencias. Es miembro integrante del Taller Literario de El Comercial.
@ cmrbarreira[at]hotmail.com

Lee otros cuentos del autor (en Margen Cero):
Doctor Paracelso · Newton el mago · La Perla de Córdoba ·
Un otoño tan frío · Aurora de fuego.

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©



▫ Relato publicado en Revista Almiar, n.º 48, septiembre-octubre de 2009. Reeditado en septiembre de 2023.

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